sábado, 17 de julio de 2021

Nadie aguanta la lupa tan cerca

 

 

 

Ay, la familia como provocación y aprendizaje, como lección a vivir mil veces hasta que entendamos ciertas -muchas, tantísimas- cosas. Y cada integrante, al que puedes ver como tu espejo, a partir de cierta luz, y cada uno cuenta -desde la distancia emotiva y el punto que mira- recuerdos distintos. Esa discusión eterna si fue así o si no. 

Ese mapa de sangre y apellido compartido. 

 

Tengo seis hermanos y cada uno cuenta la vida y describe a nuestros padres e infancia como ningún otro los recuerda. ¿Qué no, la familia es, también, territorio de subjetividad? 

 

Hay una especie de impunidad en ser hijo, algo así leí que decía Tamara Tenenbaum. 

 

A veces el consuelo (o eso me cuento, y quizá es mera ilusión) es que los hijos crezcan, para darse cuenta de lo que representa escuchar que no les das suficiente, que no eres de esa equis manera, que es la que mejor les acomoda (a ellos, claro); que no, que no eres como la mamá de al lado o la de enfrente (mientras sea otra que no seas tú, ni tenga, desde luego, tus características). Que les gustaría esto o aquello, que por qué no cambias y te vuelves más lo que ellos quieren, que te repitan lo que recuerdan a modo, lleno de olvidos y lagunas. Recrean un montón de momentos y dejan muchísimos de lado. Casi siempre ese olvido se forma de los que -a tus ojos- son los más significativos. 

 

Que, vaya si lo sé, nadie tiene la obligación de agradecer lo que das. De acuerdo, pero una da un montón y lo hace porque puede, por placer, por buscar el gesto de sorpresa, por la alegría que puede causarles. 

Piensas: y por qué no ven la postal completa. En mi caso, ya son películas de treinta años, en las que se pone la lupa donde acomoda. Y una recuerda -que si no- las piñatas, los peinados, las risas compartidas, las complicidades, los desvelos, los esfuerzos que te desloman tantas veces, las tareas, las angustias y sustos, los viajes, las curaciones, las confesiones, la escucha. 

Que no, que no basta, que hay que dar más. Y que si les recuerdas alguno de esos pasajes, no, así no fue. O no lo recuerdo así. Y se cierra la conversación a cal y canto. 

Te tiras a recordar y puedes ver años y años de momentos excepcionales, de mudanzas y diversiones, también -claro- de castigos, discusiones y persecuciones.

Y claro, todos nos contamos nuestra vida según la entendemos, a veces -las más- mimando al ego.

 

 

Que por qué dices que no, que por qué no estás todo el tiempo sin tregua, que por qué no quieres ir a comer fuera los domingos, como todas las familias, que por qué le sacas la vuelta a la tradición

Y es que es, justamente de ésas rutinas, a las que ya les entraste por décadas, de las que ya toca huir. Ésas, en las que la gente va -muchos domingos- como con camisa de fuerza; 

que por qué no escoges y te relacionas con el señor, ése, que a ellos más les gustaría. Ese que sí iría todos los domingos al restaurante y se disfrazaría de familia que cuida la tradición. Que por qué pareces querer más a los nietos

 

Uy, cómo explicar. Esos bebés y niñitos son puro placer, el postre, la maroma, la risa, el amor enorme, pero serán sus papás los que los lleven a cada vacuna y salten luego de cada tropiezo y unten pomada en el chipote que le sigue; serán ellos los que los eduquen y los que recorran con ellos cada paso, que yo ya recorrí con los míos (aunque hoy no quieran, o no puedan, verlo o aunque insistan en tenerlo borrado). 

Hoy no tengo los veinte que tenía cuando fui mamá, ni la presión y responsabilidad que se te recargan en la columna y te mantienen alerta a cada movimiento. 

 

Es que a ellos los quieres másEs que no me quieres tantoNo tanto como yo quisiera o no tanto como a mi hermana y eso tampoco es verdad. 

Sucede que algunos te tienden más puentes, te toman más en cuenta. Hay afinidades en común que acercan algo más, aun involuntariamente. Hay temperamentos más afines o afanes más insistentes en común. 

Recuerdan en qué andas y tus prioridades les significan. Unos te conocen mejor y otros descalifican más. Cada uno exige formas y tiempos distintos, maneras, actividades. Adoras a cada uno, es una obviedad, sólo te relacionas distinto, como en estaciones diferentes.  

 

Es que cuánta libertad nos daban, dice alguna de ellas. No ve que eso era confiar en ella, no perseguirla ni atarle una rienda (tal como me tocó a mí que viví casi atada a un árbol). 

Ya se sabe: o copias el numerito o te vas al otro extremo. Y nada te cuenta si acertarás. Solo el tiempo. Esa es la trampa. 

Pero esa libertad quería decir: confío en ti y en tus actos. Elige bien.

 

Cómo hacer entender que los quieres con el alma entera, que tienes otra edad y que tus maneras, formas y estilo son lo que eres, para bien o mal. Que ellos no te modelaron a su gusto, ni eres barro al que sus manos y antojos dan forma; que ellos llegaron contigo siendo ya quien eres. 

Que tú los quieres cuando les cocinas lo que más les gusta, cuando los esperas con ganas de compartir, cuando les hablas con seriedad de ciertos temas, cuando los llamas a ver cómo van. Que también quieres que escuchen, abiertos y con el corazón, que no, no vas a querer ser un bulto que ellos carguen ni mantengan, ni te lleven a cuestas sobre la espalda cuando te llegue la vejez. 

 

Que también te gusta tu tiempo a solas, que tienes buena plática contigo misma y te llevas rebién con los libros; que los domingos no sales, porque es el día que prefieres apapacharte en casa y porque ese juego y ese rol ya los hiciste durante miles de años (así se sienten). 

 

Ya fuiste a misas, piñatas y bautizos, como para coleccionarlos. Ya hiciste montones de disfraces a su gusto, pasteles a decir basta, ya envolviste regalos y resolviste tareas de escuela, ya toreaste montones de mamás que eran la compañía de entonces, ya comiste tantas veces con familias políticas y suegros (en su momento) y porque ya toca otra cosa. 

 

Porque a estas alturas lo que te regalas es moverte exactamente como eres; ya no te disfrazas, ya no te alasias el pelo porque se ve más arreglado y denota más empeño. 

Ya no juegas roles interminables con parientes ofendidos; ya no comes a las tres ni te arreglas si lo que prefieres es ensuciarte con la pintura y que quede el cuadro que persigues; ya no te pones el zapato que en la noche te hará doler, sólo porque es muy 

chulo o muy fino; ya sabes que lo que eres está muy lejos de lo que usas o pareces, que asoma en lo que dices y cómo lo dices; ya no crees que debes demostrar nada con tu aspecto: nada, sino lo que tienes ganas de. Y cuando tienes ganas de. 

El muestrario, a estas alturas, suele ser lo que eres.

 

Si aún no puedes quedarte en piyama y pintar días completos, e irte a sembrar en la tierra que elegiste para ti -y como propia- una vez que ya crecieron; si a estas alturas es imperdonable que no te muevas exactamente al son que ellos tocan; si no puedes decir Hoy no, o no se me antoja, o decir lo que ves que está haciéndoles daño y quizá no han visto o aceptado; o intentar que devuelvan los pies al suelo, aunque vivan sus planes en el cielo; querer (tratar, al menos) que vean lo que se niegan a mirar, y decir Esto no va, esto 

no está bien, aquí se te está pasando la mano. Aunque se ofendan y les parezca imperdonable

 

Porque eso de que pintar no es trabajo y escribir, menos, es una barbaridad. Porque alimentarles la vieja idea de que no tener jefe u horario fijo hace que no debas terminar o insistir o talacharle a tu proyecto, es mentirles y es aceptar que no los vives como trabajo, que vaya si lo son. 

 

Aquello que reza el dicho de que prometer no empobrece, cumplir es lo que aniquila, es cierto. Pero promete una y prometen ellos. Y a veces una incumple y ellos, lo mismo. Y si se equivocan en sus decisiones, los quieres lo mismo. Y si se levantan de volada o tardan más en hacerlo, lo mismo. 

 

No conozco personas que digan haber tenido los padres que quisieron, quiero decir: exactamente a su gusto. O al menos, no en la etapa joven. 

Porque el mundo no es así ni están (estamos) diseñados para darte (darnos) gusto en todo, decir siempre sí (puedan/podamos o no) y aguantar lo que sea. Porque ni el presidente, ni el país, ni la mascota, ni los museos ni los camarones ni lo que nos cuenta la báscula ni cómo nos queda el libro son exactamente lo que soñamos. Cada uno aspira y sueña distinto desde su trinchera. Si no fuera así, todos seríamos Rembrandt o Yourcenar.

 

Quizá la chamba es aceptar de dónde venimos y de quiénes, con todas sus cojeras. Y cuesta un mundo, que si lo sé. La cosa no va a cambiar y si tenemos suerte, uno de los dos padres se acerca mucho a lo que más agradecemos, queremos y entendemos como un regalo. Y no siempre.

 

Los años acomodan -y muy despacito- cada desencanto. Y de ahí se vuelve mejor, tarde lo que tarde.

 

A la que le pareces hippy, al que evita los eventos familiares, a la que se parece tanto a ti que entiende mejor tus códigos, y chocan -a veces- por lo mismo, y cada uno va por temporadas. 

 

Fui también, mucho tiempo, esa hija que no comprendía o no aceptaba y llega el día en que mejor bajas las manos y dejas de engancharte porque cambiamos poco. Con suerte una pizca hacia un lado, o hacia el otro. 

 

Reconciliarte con tu origen sin abrillantarlo ni querer adornarlo tanto, sin narcisismo, sin omisiones ni acomodos a conveniencia. Lo que es y lo que hay, desde la mirada objetiva.

Porque ahí están miles de fotos que recuerdan lo que te has empeñado en olvidar. 

 

Los quieres con el alma pero con las formas que tienes, con la manera de demostrar que es la propia. 

Y como hijo, los años te van contando despacito que mires atrás y dejes de minimizar o esuciar tu propia historia. A veces parece que nos pagan por empañar nuestros recuerdos. 

Porque cuando tus hijos te dicen lo mismo, te parece injusto y te duele un montón. Hasta entonces y, aunque suene al lugar más común del mundo, el tiempo acomoda cada pieza en el tablero. 

 

Siempre me he preguntado si es más difícil ser hijo o ser padre/madre. He respondido tantas veces de uno como del otro lado. Aún no me decido.

Nadie aguanta la lupa tan cerca, nadie, aunque nos llenemos de sentencias como si universales.

 

Nadie vino al mundo como ser inmaculado y lo transitó sin errores, nadie se va sin haber hecho daño aun involuntariamente. Nadie se ve bien bajo la lupa. Dejemos esos heroísmos para los cuentos. 

 

Que cuando llegue el momento, sólo quieres el horno y volverte ceniza. Que no quieres el rito absurdo (tradición, le llaman algunos) de la funeraria y la solemnidad y los chistes en voz baja, y toda ese asunto social, forzado, cabizbajo y lamentoso. 

 

 

Que quieres que vayan juntos (tus tres) a tu tierra de Delirios, que caven un agujero, pongan ahí tus cenizas y encima siembren un guayabo, como símbolo. 

La guayaba, esa fruta que, a ojos de los tres, te alimenta y perfuma la vida. Ésa que de sólo olerla, ya te sientes nutrida, dicen.

 

Y una banca dispuesta junto a ese espacio en el que tú imaginas el árbol. Que te gusta imaginarlos ahí sentados, alguna vez, para hablar contigo, junto al guayabo que imaginas crecido, frondoso, y a punto de doblarse de tanta fruta dulce y rosada. 

Que eso imaginas y pides. Y dejarás ahí dispuesta la banca en tu tierra tan amada. 

Pero cómo, eso está muy loco, cómo comerse esa fruta, qué miedo. Que cómo, si esa tierra está muy lejos, y frases por el estilo. 

 

Que eso quiero yo. Pedirlo es sólo mi preferencia. No haré que suceda. 

Que si en vida, miles de cosas que te representan no les hacen gracia, qué será cuando no estés. Al final, eso es de cada uno. 

 

Voy a estar cuando la bronca y el susto, cuando se les complique y me busquen, cuando pidan ayuda, cuando tengan ganas de compartir, sin más. Cuando quieran y puedan recordar, sean o no justos. 

Es un camino largo tanto el de ser madre como el de ser hija. 

Y suegra y nuera y bueno, las relaciones familiares con todas sus exigencias, resortes, códigos y tolerancias. 

 

A uno le pareces alivianada, a otra le pareces cursi, a otra la apenas. Un día te presumen y al otro, no se acuerdan. Un día quieren decirte cómo actuar y qué tal arreglarte. Por temporadas les resultas divertida y atrevida. Otras, te evitan. 

 

Así es la cosa y ya jugaste mucho ese juego, y ya ni te sale ni lo intentas. Confías 

-¿deseas?- en que de fondo saben que ahí estás para ellos, que el juego no se acaba hasta que se acaba y que aún no ha llegado el momento. 

 

Luego sigue ver a nuestros padres deteriorarse y cuesta aceptar la disminución. 

La masacre de la vejez (siempre lo es) y cómo se lo lleva todo entre patas: lo bueno y lo que nos gusta menos. La actitud que eligen (cuando pueden) para enfrentar la masacre. 

Mi padre decía Lo bonito se pone feo y lo feo se pone espantoso. Yo le creo. 

 

Aceptar. Siempre es y será la palabra más difícil, las tres sílabas más complicadas de conjugar. (Aplica para cada arista de la vida, no importa cuándo lo leas).

 

Y el juego es seguir caminando, no dejar los colores fuera ni el disfrute posible, sin intentarlo. Duela o no, es un trayecto muy complejo.

 

Escuchar historias como no sucedieron, ver que son pálidas para ellos algunas memorias que tú consideras las mejores. Sentir que olvidan los capítulos determinantes y definitorios de la película que vivimos juntos. Al tiempo.

 

Respirar, esperar, seguir intentando y que el tiempo y la disposición se junten y nos acompañen en la ruta. Como padres y como hijos. 

 

Es que hace lo mejor que puede, dicen mucho sobre los padres y nosotros lo pensamos de los hijos. Y todos lo pensamos del otro. Somos todos y los refranes corren ida y vuelta, nunca de un solo lado y, por algo nunca se olvidan. Rezan verdades universales. 

Celebras cada uno de sus logros como nadie más, huelga decirlo. Y te preocupa cada tropiezo o cada riesgo. Te abrigas en que Todavía son muy jóvenes. Ya se darán cuenta.

 

Los lamentos eternos nos queman por dentro. Y los merecemos más y la razón siempre de nuestro lado termina por tumbarnos. Hagamos lo posible e intentemos lo imposible, sólo por llevar la contra, al menos. Que sea una forma de rebeldía, una que pueda dar frutos dulces y rosados como mi guayabo imaginado. 

 

Reconciliarnos con nuestro origen, con la realidad de nuestras vidas tal como es, sin gota de maquillaje, sin público ni micrófono, sin aderezar la historia que llevamos dentro. Allá en el fondo, allá donde viven nuestras emociones. 

La gratitud se lleva por dentro, lo mismo que el amor. Y logran milagros, si nos detenemos a escucharlos. 

 

 

 

                                                                                                                          Irma Zermeño ®


lunes, 11 de mayo de 2020

La cima se siente abismo

                                     Abril 29 del 2020, en el que la cima de montaña hoy se siente abismo.

Sí, hay días y días. Llevo tres en que no puedo ni mirar largo, tampoco muy adentro. No hay preguntas que esperen respuesta, ya ni una sola. Me cansé de preguntarme cosas.
Reniego de ti, también, a veces. Y me digo lo absurdo de esculpir tu existencia. Otras, te espero como espero que llueva. Ese milagro.

Ha dejado de llover, arreció el calor y sólo quiero dormir largo, pero tampoco lo consigo. Los sueños se han vuelto retorcidos, trenzan a todo tipo de gente: la que da y la que quita. La viva y la muerta. La reciente, la casi olvidada. Casi, digo, porque asoman atrevidos mientras duermo. Parecen venir a desempolvar historias añejas y quitarles el salitre. He soñado también con el silbido de la nauyaca. Claro, la sueño bajo mi cama.

Ya decidí no pensar en ella, por mortal que sea su veneno. Camino en zigzag, no dejo de mirar dónde piso, y evito los nidos de hojas y troncos que le serán fresco refugio.

¿Por qué no te sueño a ti, entre tanto revoltijo? ¿Me meteré yo en tus sueños, a punta de repetirme que existes?

Hoy me sabrías cansada. Estos últimos días traigo un para qué, listo en la boca. Ya guardé en un cajón lo bucólico y romántico del bosque, ya reniego a enlodarme a toda hora, lavarme y relavarme. Cargar troncos, bajar, subir sin tregua, sudar en cascada, apaciguar ronchas y sacarme aguijones y astillas de la piel.
Insistir con la pintura, perseguir palabras, cocinar, ¿qué se come? Recoger, alzar, sacarle garrapatas a mi Jarocho, untarle ceniza en el cuero para calmarlo.
El sol ya se me metió, como fuego, instalado en los huesos. Los treinta y cinco grados me vuelan los sesos, nublan cualquier pensamiento y me hacen crujir la espalda.

Tengo que contarte, a ratos te escribo como si me supieras. Jarocho es un Golden retriever, pequeño para su raza y de mirada nostálgica. Tiene la mirada de quien se conmueve con un poema recién descubierto y queda en silencio, mientras lo acomoda en sus emociones. Tendrías que verlo con un paliacate verde al cuello.

Qué bueno no sabernos nada en estos días. Si me tuvieras de frente verías a una mujer revuelta, confundida, hastiada.

Apenas colgué la mirada en la Antología del cuento triste, entre esos: Bartleby, el escribiente. Como él, yo también preferiría no hacer una cosa ni otra, preferiría no vivir cambios, preferiría no moverme.
Preferir. Ese verbo que hoy conjugo con Bartleby.
Mejor ser el árbol de enfrente, que sólo es. Ahí nació, ahí se está y se queda. Ser el tucán que va de un árbol a otro. Ser la lluvia o la neblina.

Hoy, hay que olvidar los proyectos entre manos, olvidar que se tiene manos. Darles cuerda es ponerse un picahielos en la panza. ¿Para cuándo?

Esta espera hace como que no espera, y espera algo que no sabe qué es, ni cuándo vendrá y ya se me ha cansado. Se aburrió. La relevó la cara verdosa del hartazgo. El prefiero no. Frente a todo. Nunca tuve madera para Penélope.

Ya dejé de pensar los tiempos de lo que fue la agenda, hasta no hace mucho. El libro terminado, la obra de teatro, los talleres a mujeres presas. Ya dejé al tiempo. Se me cayó de las manos.
Y te pienso más estos días, en que tu rostro y voz me dan sombra y consuelo.

Mi bisabuela Cruz era mujer del campo, crió a mi padre, huérfano desde los nueve años, en tierras de Jalisco. Para que él no escuchara temas adultos, de sobremesa, le decía Ve a ver si ya puso la marrana. Métale el dedo a la gallina, mijo, a ver si ya trae huevito. Y sus historias me quitaban el sueño cuando niña. Como a ti, la anhelaba en mi vida.

Por alguna razón, a mi padre le dio por repetirme Cuánto me recuerdas a mi abuela. Cómo te hubiera querido Crucita. Era una mujer calzonuda que decía cosas como A los huevones los cura el hambre y a los cabrones, ni el tiempo. O Por esperar a los de a caballo, se les fueron los de a pie. Y claro, su marido era tenedor de libros, medio borrachín y ella trabajaba por los dos.

A cuarenta y dos días de pandemia, esta cima se siente abismo. El trabajo es arduo e inacabable. Una lluvia o un viento fuerte te multiplica las tareas.

Y Cruz, Crucita, con su pelo blanco entre pasadores, vuelve y vuelve a mi mente. Esa viejita que no conocí, y que fue la más alta figura para mi padre, que se fue hace poco. Me habló tanto de ella y nunca faltaron algunas lágrimas hacia la parte final del relato.

Unos días antes de partir me dijo Crucita y yo te vamos a estar esperando. Y cuídate mucho, porque verás, la vejez es una masacre.
Celebro tanto que no le tocara esta pandemia delirante, había vivido ya el delirio senil, sin darse cuenta. Esto lo tendría anudado de angustia. Y a mí, pensar que algo de esto lo rozara. O no pudiera despedirme.

Un día vas a contarme de ti, aunque invento tus respuestas. Y a darme acuse de recibo, de algún modo, que sellarás con la certeza en tu mirada. Que leíste estos asomos breves, que algo pudiste verme, aún a tientas.
Yo no te escribo cartas, lo que hago es abrirte la ventana, mostrarte mi paisaje, decirte Ven. Ya es tiempo. Sólo que pase este bajón que sabe a rendición y suele durar unos tres días. Luego remonto.

Y aún con sabor de abismo en la lengua, te espero,
I

@irmazer


Abono al cofre desde la misma cima

Abril 20 del 2020, abono al cofre desde la misma cima.

Ha pasado una semana. Siento como si hubiera pasado más tiempo. En esta temporada los días se alargan de más. Les cabe tanto, y miras el reloj para comprobar que son, apenas, las tres de la tarde. Ya noté que no es hacer por hacer, sino un hacer para ser. O eso busca.

Los cafetales se llenaron de granos rojos en su punto. Le di a la pizca. Cortarlos, quitarles la piel, ponerlos a secar al sol sobre una malla. Sacar el corazón aún pálido, que luego será verde. Tostar, a fuego lento, con aún más paciencia de la que tengo (al descubrir, por ejemplo, nuevos avisperos por todas partes) en pensarte y darte forma.

Previo a los granos, la flor del café se cierra y forma en la rama, una larga hilera de brotes como colmillos blancos. Simula filo. O mi mirada se empecina en ver filo.

Empecé esta carta en el balcón, quería que nos sobrevolaran las aves de por acá, pero he entrado en la casa, para escribirte sin veneno nuevo. No es metáfora.
Qué de brava es la naturaleza que no deja de recordármelo.
Tengo una roncha encimada a la anterior, parecen de colección. Y de noche, un ardor en la piel que semeja al del amor propio herido o al de la decepción.

Encima de mi cama vestida de algodón blanco, volteo y miro en el buró: junto a una jarrita con gardenias que corté ayer, y que lo perfuman todo, un gran machete. No sé si es más brillante que filoso. Te preguntarás si sé usarlo. Sí.
También tengo -al mes de confinamiento - buena mano con el serrucho y la sierra. Mis ojos le dibujan futuros a los troncos caídos, le imaginan utilidad. Las manos obedecen. Quién me viera. Ojalá que tú. ¿Qué verías?

El muchacho que trabaja aquí, dijo ayer Oiga, oí cantar a una nauyaca.
¿Dónde mero?, apuré a preguntar. Cómo quedar indiferente.
Aquí abajito, dijo seco, y sus dedos señalaron una mínima distancia. Un metro. Así me lo soltó, sin el menor susto en su gesto, yo lo imité.
¿Qué se hace, si llega a morder?, creo que preguntó un agujero en mi pecho.
Pos, dudó un rato, vamos con los culebreros, ellos saben cómo sacarle el veneno a uno. Ellas son bien tímidas, recalcó.
Ah, ¿sí? Bien tímidas, repetí, y seguí aparentando calma.

Caminé lento. Nauyaca o serpiente terciopelo, me fui, rumiando. Culebreros, resoplé. A saber qué hagan para expulsar el veneno.
No pasé buena noche, huelga aclarar. Mi cabeza abrió la puerta a varios peligros.
Ya venía siendo racha de barajear posibilidades non gratas y jugar con ellas. A sumar nuevas.

No tengo suero antiviperino y, como te conté, estoy a media hora de coche de la población cercana. Ni tengo el suero ni sé administrarlo. Qué consuelo.

Recordé cuando empecé a venir por esta tierra, hace dos años, y los primeros temores me llevaron corriendo a una farmacia del centro del pueblo a pedir suero para víboras. Tal cual.
El empleado, perplejo, dijo ¿Para víboras? No, aquí no hay de eso, ha de ser en una veterinaria y sólo donde haiga víboras. Que aquí, no. (Debo contarte que Veracruz es famoso por su variedad de serpientes).
Ese fue mi único intento por conseguirlo. No insistí. Fiel a mi carácter distraído, me volqué en algo más, y lo olvidé. Mecanismo de defensa, quizá. Si funcionó, fue hasta ayer.

Que canta la nauyaca. Algunos ven canto donde yo veo mordida, asfixia y punto final. Tan tan.
Por eso el machete en el buró, supongo. Y quizá, las gardenias -a su vera- para suavizar la imagen y perfumar los insomnios.

¿Serás tú de los que actúan en lumbre o de los que se paralizan? Me pregunto. Yo pertenezco a los dos bandos, me he visto en ambos. No sé qué lo defina, si el azar o mi temperamento sanguíneo.

Así que, de momento, agradezco los ratones blancos que corren detrás de la lavadora, y que desaparecen una vez encuentro su agujero y lo tapo. Son casi bonitos. Y las cuijas, las abejas hiperactivas de primavera; los calores de infierno; la humedad que está cerca de lograr que me evapore, por las tardes, mientras la terciopelo no me cante en serenata privada, ni me dé a probar su veneno, ni nos encontremos la mirada una a la otra.

Ya, de tanto escondérmele al virus, desapareció la prisa en todas sus formas. También algunas vanidades. Uso cualquier trapo para vestirme; dejo que asomen las canas, que crezcan y brillen, ya nos hablamos de tú. Que sean y seamos juntas.
Dejé de matizar el olor de mi piel. No disimula el animal que traemos dentro, ruge, se deja ver y oler. Una huele distinto, me gusta conocerme así, a pelo. ¿Para qué acallar el propio olor? Que me cuente quién soy, qué tan suave, qué tan fiera.
Y retomé el baño frío, de noche, aunque los horarios no existen.

Tal vez te importe saber que nunca he sido muy puntual ni muy lo contrario. Hay rachas en que mi disciplina parece japonesa y, otras, en que soy una huelga encarnada en todos sentidos. Por contrastes, soy inacabable.

Mi hija -de veintidós- me repite ¿No te parece que eres demasiado positiva?
Esa frase ha nacido aquí. Y no lo soy siempre. Pero cuando traigo rabia y hartazgo, me callo. Otra lección de esta convivencia donde nadie sale, o lo hacemos las dos juntas.

Ella, que me acompaña esta temporada, está aprendiendo a esperar, a aceptar. Dos palabras fáciles de decir a esa edad. Y a la mía.
Sin internet, no habrá cursos en línea, pero su ser compañera se fortalece. La palabra solidaridad tiene más matices. Creo que, sin darse cuenta aún, nutre y riega a diario, las semillas que va sembrando y busca ya que asomen las flores. Literal y metafóricamente.

La inmediatez de su generación aquí es inexistente. La gratuidad de fondo se desvaneció.
Nos turnamos los quehaceres, las mangueras, los trastes; saca lagartijas; lava y tiende la ropa. Son cosas que no hacía, que antes no le exigí, por absurdo que se lea.

Incluso llegué, aquí, a sentir algo parecido a la culpa. Cómo alejarla de alguna forma de estudio. No tardé mucho en darme cuenta: aquí está esculpiendo su ser, sus cómos. No hay a qué volver, de momento. La propuesta inicial de quince días devino en treinta, y es una cuenta que crece a diario, según golpea la realidad. Vamos en cuarenta y cinco, por venir. Ya no pregunta, ya ni la ceja levanta. A la ansiedad la debilita entre colores y mandalas. Y cocina mejor de lo que imaginé.

Para estudiar habrá tiempo. A aprender a vivir más vale que nos apuremos, aunque es tarea que nunca termina. Acá deshebra sonidos, distingue entre vuelos de pájaros, y tipos de hongos sobre la hierba. Guarda la semilla de cuanto come; toma fotografías de insectos; camina largo; y puedo ver cómo ahonda en sus calladas reflexiones. De repente le asoma una lágrima, a veces las lágrimas son mías: inesperadas, nacientes como sin motivo aparente. Están y ruedan, y las sellamos con un abrazo tan apretado como silencioso. O, cada una en una esquina distinta. Aquí nos estamos viendo las entrañas, y no todo lo que sucede es precioso. Tenemos a la tolerancia en engorda.

Aquí sé esperar -mejor- que pase el desencuentro. También aprendimos que un chico zapote se duerme si no lo dejas a la intemperie. Esto es, que nunca madura y se pudre tieso.

Los ritmos de los temperamentos se parecen a los de afuera. Cada ave y semilla se manifiesta a su antojo. Nada es, a diario, lo mismo.
Los sentimientos arrecian de noche, tanto como la voz de los búhos. La neblina y los recuerdos se confunden en este laberinto. Las hojas caen con la misma ligereza con la que olvido lo que parecía prioridad y hasta urgencia.

Extraño a mis hijos, los otros dos, que libran estos días de virus, a su modo, y en rincones distintos. Nos salva, al menos por un rato, la voz del cariño al teléfono y los videos que logramos por minutos. Mirarnos, saber cuánto queremos abrazarnos. Están creciendo, valorando, repensando sus formas y sus vidas. La incertidumbre araña, rompe, y deja entrar luz de nuevos pensamientos. A los veintitantos, de los tres, eso ya es mucha gracia.
No sé, aún, qué tanto se den cuenta. Está lo que dicen y lo que callan, pero asoma en primer plano cuánto nos faltamos en tercera dimensión, fuera de una pantalla.

Buscamos, todos, una pomada para sobrevivir: al virus, a lo incierto, a la lejanía, a las consecuencias. Y manoseamos los hubieras, pensamos cuánto se irá a la mierda, qué será postergación y qué, destrucción. También recordamos algunos de nuestros olvidos.

Esta era va a reescribir oficios, querencias, hábitos y prioridades. Va a acentuar nimiedades y a permitirnos notar nuestros reveses. Al tiempo.

Que corra el aire y que yo pueda visitar ese nido de nostalgias que llevas en la mirada. Que tu voz líquida se deslice en mi oído, alguna vez. Sin prisa, que ya no quiero recordarla.
Que pase todo esto, arando en nuestra mente y entrañas. Que deje frutos que nos duren.

No conseguí el suero, pero intentaré dormir.
Ya sabes que te espero,

I.

@irmazer

Carta cofre desde la cima de una montaña


Xico, Veracruz, México, a 14 de abril del 2020, en una cima de montaña.

Que te gustara mucho estar aquí y, mientras tanto, saberme arreando gallinas, apenas oscurece, para meterlas en su casita que las protege de las comadrejas. Y es que, ese marsupial horrendo, las devora en segundos. Al principio no lo creí. Comadrejas comegallinas, para contarte su nombre completo. Me parecía una más de las tantas leyendas que rezan por aquí, como si verdades. Después de vivirlo, me crea, incluso, un poco de angustia. Es en lo único que pienso luego de ponerse el sol. Creo que podría hacerte gracia. O no.

Ojalá (porque sólo es la voz de mi deseo) que disfrutaras una lluvia como la de anoche. Ese milagro. Es el único momento, en este lugar, en el que dejan de estrellarse los insectos contra mi cabeza y brazos. Por insectos digo chaquistes, avispas azul ultramar, tan hermosas de brillo y color que cuesta creer que hagan tanto daño y causen fiebres altas durante días.
Ese azotar del viento que hace chocar a los árboles, unos contra otros, el golpeteo del granizo, el estruendo todo de los chaparrones y adentro, los crujidos de la madera que se reacomoda.
El petricor se quedó conmigo y, como si untado en mi olfato, caí dormida.
Desde niña, no hay un olor que disfrute más. Los terrones secos quedaron tan agradecidos como yo.

Ese viento enfurecido refresca como el amor. Aquí, la voz del cielo y sus rugidos parecen ecos animales. Eso pensaba mientras caía al sueño.
El aguacero duró un par de horas y se llevó la luz. Sucede cada vez que llueve, los bambúes son tan altos y fuertes que se recargan, empapados, sobre los cables o los rayos rompen y tumban troncos muy altos. Me quedé sin luz.

Que te gustara -déjame insistir- estar sin televisión y sin internet, como estoy desde hace casi un mes. Que, en su lugar, disfrutaras, como yo, del colibrí que sorprendí muy temprano, con el pico clavado al centro de un diente de león. El vientecito, que hacía volar los flecos de la flor, completaba a perfección la imagen que duró segundos.

Ahora muero por un café, pero estoy sin gas. Aquí lo nada gracioso del asunto: saqué la parrilla, para luego recordar que no había luz. Y tampoco hay agua, porque la bomba que la sube del pozo es de luz. Así que sin luz, agua ni gas, me pongo a escribirte.
Que todo esto -enfatizo- te diera alientos nuevos y algo parecido a la urgencia por mirarnos.
Quiero abrazarnos como si siempre.
Jamás de los jamases he sabido si existes, siempre de los siempres he sentido que sí -en mi epidermis- y no me cabe un hilo de duda. Algo excepcional en estos tiempos, en que la incertidumbre lo permea todo. 

Escribirte es también una vacuna contra la furia y veneno que se debe leer, para saber si aún no hemos muerto o estamos a punto de.

Lo bueno de no conocerte es que modelo, como si barro, tu temperamento y tu ritmo, a mi antojo. Con toda arbitrariedad te imagino y recreo. Invento tus besos y te espero. Cuánto tardarás en venir, me pregunto cada tanto. Hace mucho que te espero.

En este refugio busco escondérmele al virus. No hay humanidad cerca. No, antes de veinticinco minutos en coche, mismos que evito en lo posible.
Escóndetele al virus, tú también, para que esto tenga algún sentido.

Mi ciudad, una de las más grandes del mundo, está contagiada por montón, así que, de momento y por un par de meses, no pienso volver. A veces siento como si mi casa y ciudad se hubieran incendiado y entre esas llamas, se fue todo lo que hubo adentro; desde esa idea, me descubro armando una nueva manera de vivir aquí, en medio del bosque de niebla, donde el aire es purísimo y equivale a estar enchufada a un tanque de oxígeno sin tregua.

El calor merodea los treinta y cuatro grados desde las once de la mañana, lo que es agotador y, a las dos de la tarde, insoportable. La humedad del lugar hincha mi melena y me chapea la piel, la abrillanta. En días que ando más positiva, me repito cuánto hidrata la piel estar metida, sin pausa, en un vapor sauna. Cada día, a las cinco de la tarde, sube la neblina. Es un espectáculo, al que le siguen tapices de estrellas e intermitencia de luciérnagas.

Los días se estiran, largos, hay mucho qué hacer hacia donde mires. No hablo de obligarme a la creatividad, sino de lo necesario: rastrillar las hojas arremolinadas por el viento; quitar la pedacería de ramas y troncos por doquier; aprender a separar -en la mirada- la inmensidad de tonalidades del verde que aquí conocí; regar los frutales y buscarles brotes nuevos.

Durante algunos años me dediqué a pintar. Estos días he sentido, en varios intentos, que la pintura olvidó mis manos. Curioso: escribirlo me ha hecho recordar de golpe que, cuando mi padre estaba cerca de morir, perdí el lenguaje. No enteramente, ni enmudecí, pero olvidé, digamos, la mitad de las palabras que conozco. No exagero.
No las hallaba y, a más me aferraba con encontrarlas, más se escondían de mi alcance. Solté. Dejé de perseguirlas y de obsesionarme con recuperarlas. Han ido volviendo con el tiempo, como muchas de las cosas que aprendemos a soltar.

Así que ahí -sin querer- te describo la tamaña obsesión que vive conmigo. Está siempre presente, aunque a la vez, es cambiante. Todo el tiempo me ronda alguna. Aun cuando me cuente que gracias a mi “disciplina” dejé una, al poquísimo tiempo me doy cuenta de que me he aferrado a otra. Sólo voy sustituyendo.

Desde hoy, mientras me esconda del sol –a eso del mediodía- y te recuerde, mientras me nazca de las ganas, te escribiré. Descuida, no eres una obsesión.
Esto tuyo, nuestro, es sutil, es un aroma que me roza a ratos. Casi un recuerdo en el que mecerse. O como un trozo de memoria de lo no vivido.

Baricco -en Océano Mar- escribió un personaje que escribía cartas a alguien -a quien no conocía- pero ya deseaba amar. Y cada carta la guardaba en un cofre que fue llenando a lo largo de su vida. Cuando la conoció, supo enseguida que era ella y le entregó el cofre. Lo leí hace tantísimos años, siendo muy joven, y entonces, pensé mucho lo que sería recibir un cofre con cartas -de años y años- escritas para mí sin ser aún yo.
No lo olvidé, está claro, pero se guardó -empolvado- en algún cajón interior, muy al fondo, y lo taparon otras muchas cosas. Hoy lo recordé. Hoy que, por alguna razón, sentí que este es un buen momento y buzón para escribirte y abrirme contigo. Este será mi cofre con tus cartas y me dejaré conmover sin vergüenza.

Te imagino con labios gruesos y un nido de nostalgias en la mirada. Sólo desde ahí nos reconoceremos. Te dibujé una vez y así saliste de mis manos. Así, tus labios y así, tu mirada. El carbón se deslizaba a ritmo propio, ya sabía cómo.
También sé que tu voz es líquida.
Así te vi cuando podía dibujar, hoy no puedo. Hoy escribo y ha vuelto el abanico de mi lenguaje. Te escribo ligera, como si un encuentro cotidiano, aunque deje de serlo por tu ausencia y porque no me sabes. Igual te escribo. Esto deja correr el aire entre mis yos, que son muchos, como los de todos.

Ahora asoman nubes amenazadoras y yo sólo les pido que cumplan. Iré a confirmar ese milagro.
Antes, a desenchufarlo todo, por las descargas eléctricas. Que te gustara hacerlo conmigo.
Y esa distancia del coche, mañana no será posible evitarla. Hay que hacerte llegar la primera carta de mi cofre imaginario. Ojalá fuera un buzón cercano de una casa vecina imaginaria.

Te espero.
I.

miércoles, 3 de abril de 2019

Las redes o la sed de ser

Las redes o la sed de ser

Que las redes no nos vuelvan antisociales, ni nos agreguen nudos ni miedos. Que tampoco nos vuelvan jueces anónimos ni sembradores de odio hacia todo y todos. Tampoco permitir que nos pongan en riesgo, de ningún tipo. Que no nos atrapen.

No dejar de distinguir esa distancia inmensa entre lo que tienen de bueno: utilidad, publicidad, acaso promoción; compartir una obra, una frase, un cuadro que nos conmueve, un autor que descubrimos y queremos gritar lo bueno que es, que sea leído.
Descubrir cosas que desconocemos, sorprendernos de la magia de una fotografía que de tan precisa lastima; decir de ladito que nos duele, que nos emociona, que andamos ilusionados; gritar que viene libro en camino, que asoman nuevos cuadros, que la familia crece; que nos duele el país en el que nacimos y vemos perder y perder.

Que vengan a compartir, que un año más de vida, que algo se logró, al fin; que alguien se nos fue para el otro lado; que vean esa función de teatro, que gran película, que juntémonos, que celebremos estar vivos. Eso. Que mientras creamos (y creemos) estamos vivos y lo sentimos así a cada instante.

Que nos crecieron los enanos, que otro bebé en camino, que descubrí una variedad de orquídeas que no imaginé que existiera; que un brindis por los que se fueron, por los que llegan, por los que siempre se están yendo.
Que mira la bruma sobre esos cerros, que esa neblina no termina nunca, que los insectos traen modo de orquesta que nunca se detiene, que todo gracias a la contemplación serena.

Que en las redes descubrí que al colmillo del elefante lo pintan de rosa para que nadie lo compre; que hay nuevas especies en extinción; que existe una playa llena de cerdos que nadan; que el habanero es el mejor y más potente antibiótico; que hay nueva exposición que debes ver; que las jacarandas poblaron la postal de la ciudad; que hay contingencia y mejor aprovecho de una a siete para guardarme en casa; que los taxis que se decían exclusivos, se volvieron tan peligrosos como cualquier otro; que unos padres echan en falta a la hija desaparecida; que en África los colores del amanecer van saturados de hermosura; que hay que echarle más ganas al tema que se acerque a la cultura, porque se pondrá más difícil, que aún así, persigo el telón de terciopelo en lo por venir, que arranco nueva aventura entre el telón y lo musical; que el libro de la memoria ya viene pisando fuerte; que dónde viene una nueva marcha, que cómo nos reunimos en aras de proponer estrategias; que tal libro nuevo es imperdible; que no nos quedemos en la superficie de la ola, que lleguemos hasta abajo, donde el tesoro, donde el asombro y donde quede una sonrisa. Y que dejemos de generalizar y pongamos a dormir a los prejuicios. Que ya es hora, que ya basta.

Que el estudio del pintor de la última entrevista es una chulada, que comparto para que no se quede en rumor; que cerrar las redes nos deja recargando la mirada sobre alfombras de jacarandas que pueblan cada calle; que haremos lo que podamos hacer cada uno, a su manera y no, mucho más. Y no es poco.

Que quede claro para qué nacieron y cuánto se han desvirtuado. Que querían compartir, expresar y de golpe, encaminan un suicidio aquí, mil denuncias por allá, todo válido, mientras sea el foro que corresponde para tanto señalamiento y mientras ese cauce lleve a puerto de justicia.

Que nos unan, que nos acerquen, que sean puentes, invitaciones, convocatorias y brindis. Una más de las manifestaciones de esta época y nada más.
“Hemos caído en una pantalla”, dijo Sabina Berman en una reciente entrevista de radio. Y a veces, muchas veces, siento que hemos caído en lo más bajo de una pantalla y con todas sus consecuencias.

¿Y quién usa a quién?  Y ¿quién le sirve a quién?
¿El usuario las usa a placer? o ¿las redes atrapan al usuario sin que pueda apenas advertirlo? Las redes pescando a los usuarios, las redes creando antisociales, espionajes, rompiendo lazos, descubriendo atrocidades y repartiéndolas por doquier y sin piedad. Las redes destilando veneno, rabia y venganza hacia todas partes. Así de absurdo.

Y ¿lo irónico? Que en teoría las usamos a placer, que nadie obliga y, cuando menos se piensa: ahí está el infierno. Una adicción, una esclavitud, un nuevo contrasentido. ¿Hasta cuándo?



lunes, 2 de octubre de 2017

Que se nos acuse

Recordatorios -hoy y casi a diario- de matanzas, de cadáveres y víctimas, damnificados en tantas partes, desparecidos, violaciones. Hacia donde se mire, es una tragedia y un caudal de daños y vergüenzas lo que pasa en el mundo entero. Que se nos culpe de estar vivos, de no olvidar nuestra parte de instinto, de estar rebosantes de vida, de no aceptar disimulos ni regateos, de no ser cómplices de la indiferencia ni de la pausa ni de la limosna afectiva. De no aceptar excusas sino resultados, de perseguir relaciones completas, transparentes, sin rincones. Que se nos acuse de hablar de frente y decir lo que sentimos, lo que necesitamos, lo que no merecemos, lo que no permitimos. Que de abusos, todos, estamos hasta el tuétano, ni hablar de los políticos, de los jueces, de las leyes, de los amigos a medias, de las palabras a medias y el mundo de las apariencias. Que se nos acuse de sentirnos vivos mientras nos dure el respiro, de no estar a medias ni esperar cuando ni sabemos qué esperamos. Que quien omite, delata. Y a quien omite o acomoda, la expresión le jode. Seamos directos, adultos, y hablemos derecho que, de transas, está plagado el mundo. Queramos completo, o dejemos de lado. Seamos lo que somos por completo, apostemos el resto, seamos culpables, por favor, de todos los gestos que implica estar vivos. Que se nos acuse de luchar por hacer funcionar, de no aceptar seguir la ruta de la muerte, con cada uno de sus gestos y manifestaciones, que son tantas. Dejemos los velos, el cuento, a menos que sea para publicarlo y -con suerte- tocar el alma o la entraña de algún otro. Dejemos un mundo donde quien "te quiere" te disminuye, donde quien menos da es quien más exige, quien menos cuida se ofende donde otro cuida, dejemos un mundo donde solo importa el afuera, la etiqueta. Dejemos de patologizar todo, de etiquetarlo todo desde una moralina absurda. Dejemos de multiplicar naderías, de prometer hacia el futuro, de diluir el presente en aras de decolorarnos los días. Que se nos acuse de intentar mil veces, de querer de veras, de construir puentes afectivos de estructuras a conciencia, puentes tendidos entre iguales, de hacer diálogos verdaderos, de dejar de posponerlo todo. Que se nos acuse de proponer la vida e intentarla las veces que hagan falta, de abrazarla mil veces, de hablar de frente, de no huir de los problemas. Que se nos acuse de perseguir la risa, la magia, la admiración y el asombro, los abrazos, las semillas que hemos de sembrar hasta poder devorar su fruto. Que se nos acuse de ser asertivos por no cargar con lo que no nos toca, por no permitir lo que no nos conviene, que nadie nos culpe de estar vivos en un mundo que tanto persigue a la muerte. Y de tantas maneras. Que se nos acuse de huir del abandono a nosotros mismos, de la indiferencia, de las migajas, de los hubieras y del mañana sin argumentos ni razones. Que se nos acuse de raros, de locos, de intensos, de tercos, de cariñosos, de eufóricos, de volubles. Que se nos acuse de cada "no" necesario (porque aleja a la vida) y de cada "sí" convencido (porque abraza a la vida). La vida es un viaje y dura muy poco. Al que no se sube, lo deja afuera. No son sino elecciones. Después de este último 19 de septiembre, muchos no pueden decir lo mismo. Seguimos por aquí. Corrimos con suerte esta vez. A saber si habrá otra más o cuántas más. Que se nos acuse de no desperdiciar la vida mientras nos ronde y le joda a quien le joda. A eso venimos, a sentirnos vivos y disfrutar del viaje. Que le llaman egoísmo, yo le llamo amor propio. Nos vamos a llevar lo vivido, lo sentido, lo amado, lo arriesgado y lo que dimos. Ya vendrá la muerte, y ya habrá tiempo para la sequía. Que nos pille siendo felices.

viernes, 12 de junio de 2015

Aquí habla el hartazgo

                                                                                                                               

Siempre me dije y me nombré apolítica. De golpe me descubro, nunca sin sorpresa, detrás de notas que de antemano sé que algo van a exprimirme por dentro desde el primer café de la mañana. Ese café que solía ser una gloria.
Estos últimos tiempos hay algo en el café que se corta, y no es leche. Hay algo que no me deja evitar el periódico, ni posponerlo. Hay tanto que no me deja soltar el desconsuelo presente. Es la mala leche de los días que estamos viviendo en México.

Vivir en el D.F. cada vez impide más -de algún modo- el contento, porque hay que pensarlo dos veces, y tres, para ir al museo que alberga a la exposición que te ilusiona ver. Si habrá marchas, infinitas, que no te permitan llegar o, volver a tiempo. O volver, sólo eso, por trágico o exagerado que pueda parecer.

Si los baches infinitos y cada vez más hondos que destruyen las calles, lograrán, esta vez, deshacer el motor de tu coche; si la falta de drenaje en las calles te mantendrá estancado, inmóvil y con el ánimo ahogado por varias horas.

Si en Constituyentes a las ocho de la mañana te va a tocar coincidir con la balacera, si la librarás o no. Que no te falte pila en el celular porque la posibilidad de la emergencia amenaza a cada segundo y parece guiñarte un ojo, sin tregua.

Si los oficiales del alcoholímetro ya se han trucado. Y ahora, lejos de la gran iniciativa y buen funcionamiento del principio, antes de la prueba del soplido, te sugieren mientras  te van haciendo la cuenta, calculadora en mano, que si la grúa que se llevará tu coche vale tanto, más el riesgo de una mujer en un encierro de treinta y seis horas, más la multa y la imposibilidad de amparo, que si es mejor que les des cuanto traes, así te hayas tomado una sola copa de vino. Que si ellos fueran tú, “no se la jugaban”, que porque el “aparatito anda muy sensible”. Que mejor llenarles las manos “y ya no soplas”.

Que si ver a Toledo, a sus setenta y cinco años, en su lucha pro Oaxaca, trepar las bardas que intentan velar, entre plásticos negros, la tala de árboles y construcción sin permiso alguno del Cerro del Fortín con todas las amenazas que representa para la ya muy dañada Ciudad de Oaxaca.
El hecho asombra y conmueve, el maestro reconocido en todo el mundo, defendiendo el aire, los recursos naturales y la cultura, y recibiendo empujones y majaderías.
Qué necesidad tiene el artista de exponerse a toda esa suerte de bajezas. Y Toledo, al famoso maestro, le antepone al ciudadano juchiteco, antepone el beneficio de Oaxaca, antepone el aire y el bienestar del pueblo. Bienestar al que tanto ha contribuido con museos, su biblioteca personal, su afán por la gente.
Su humanidad indecible. Su mirada y su voz, impotentes, frente a tanta atrocidad.

Siempre se ha dicho, ya se sabe. Si hubiera un Toledo en cada artista consagrado (que los hay, y sin tamaños ni comparaciones, por favor) de cada estado de la República con esa garra por usar su nombre e influencia a favor de su estado y de la gente.
La República Mexicana sería otra cosa. Los oaxaqueños tienen en Toledo una gran recompensa por cuanta tragedia les ha tocado.

Y Sicilia, por nombrar a uno de tantos artistas e intelectuales que alberga Cuernavaca, abismado porque los gobernará Cuauhtémoc Blanco. Nada contra él. Nada personal contra el futbolista. “El futbolista”, diría una de las barajas de la lotería. Pero qué sabe de política y, otra vez, en una ciudad que ha sido arrancada de cada virtud que antes gozaba, que fueron tantas. Desde hace mucho tiempo, con problemas de agua y basura, violencia indecible que incluye degollamientos y toda suerte de atrocidades. La ciudad de la eterna primavera donde no florece un negocio, donde no se consigue un trabajo, donde te encañona, a media mañana y a plena luz de esa eterna primavera, cualquiera en el primer semáforo que te detengas, por cualquier moneda que pueda arrancarte.

Me sorprendo haciendo concesiones con el tiempo, postergando lo propio para revisar los videos que cuentan de los cómos de “El Bronco” para ganar como independiente en Nuevo León.  De sus discursos dirigidos “a la raza”, como diría la Trevi. “A ver, raza…” y de ahí despliega todo ese encanto a la Fox.  Será, o no. Pero el panorama pinta desolador.

Es el hartazgo del mexicano el que vota. El puro hartazgo.

Las madrugadas que antecedieron a estas últimas elecciones, te despiertan, en casa, llamadas que elogian a Morena y al Peje y, a quien sea, o a lo que les dé la gana. A las cuatro suena el teléfono que contestas entre bruma.

La cantidad de basura que genera su publicidad, basura que te encuentras hasta en el buzón que ya no recibe sino recibos pendientes y nada más, porque hoy, mejor un Whatsapp para decir “Ya llegué” que bajarse y tocar el timbre. O enviar una carta por correo –también indeciblemente ineficiente- o decirle -frente a los ojos- que lo quieres, a quien quieres y no hacerlo via Facebook.

Ay, nuestro país que tiene la telefonía más cara del mundo y donde Telmex funciona a medias. A medias, el servicio. Porque tu línea puede estar muerta o cruzada con otras dos, que tardarán mucho en repararla. Tardarán ad infinitum como su internet en funcionar y dar servicio. Pero no te tardes dos horas después de que venció la fecha de pago porque ya lo cortaron. Ahí, su atención es inmejorable. Haya servido o no, te quedas oficialmente sin línea. Y hasta nuevo aviso y habiendo cobrado puntualmente la reconexión.

Carlos Slim, uno de los hombres más ricos del mundo en un país de tanta pobreza y desigualdad.
Ya no tenemos buenas noticias, aunque las haya. Y si las hay nadie las publica.

El diario “Reforma” cada vez con más larga lista de Fe de erratas del día anterior, la sección de “Cultura” hace tiempo que es la última plana y, a veces, no llega siquiera a una, con media plana parece bastante.  

Ya no puedes andar a caminar por la Colonia Roma o Condesa sin la estridencia de la contaminación auditiva sin tregua. Y eso, sin contar que te venden de todo, a toda hora. Te cantan, te chiflan, como en la Playa Caleta de Acapulco en semana santa.
Caminar Álvaro Obregón, a medio día, no te libra de asalto a mano armada.

“El maestro Andriacci“ como se llama a sí mismo, y firma. Así, como nunca firmó un Tamayo o un Rivera. Furioso porque Toledo lucha como lo hace, llamando “vandalismo” a cada acto que defiende a Oaxaca.

Los 43 desaparecidos, más los tantos y tantos otros desaparecidos que se suman a listas interminables.

El Facebook y su censura a desnudos clásicos o fotos artísticas. Pero no censura toda la violencia descarnada de cualquier otro tipo de imágenes, y hoy, la red es invadida por videos de pornografía. La ironía. Ahora todos “mandamos” y “recibimos” videos porno sin enterarnos.

Siguen los días de precontingencia ambiental en el D.F.

Se suman malas noticias, grillas, cadena de desconsuelos, uno detrás de otro. Nos siguen imponiendo la guerra.
Habrá que defender los días y las intenciones propias entre tanto hastío. Habrá que lograrlo entre este dolor y desencanto  cotidiano. Ya vamos haciendo callo.
¿Hasta cuándo toda esta mafia e ignorancia nos tendrá entre sus brazos?

Y que sea el mismo hartazgo, en su cima, quien logre dar con los cómos.

Siempre me dije apolítica. Y lo reitero. Es que siempre preferiré la poesía. El tema es lograr impedir que nos nieguen la poesía en la vida.



Irma Zermeño




miércoles, 26 de noviembre de 2014

Soy

Soy  transparente, incapaz del disimulo;
soy dos manos izquierdas si de un instrumento se trata, mientras no sea la piel que amo;
soy lo que no pude ser, como ese chelo imposible entre las piernas.
Soy tina hirviendo y sal gruesa, sin aromas;
soy cambiante como un vagón del tren en la hora pico;
soy las palabras que me gusta repetir y, quizá aún más, las que callo y nunca diré;
soy el pudor que evito y el impudor que me rebasa.
Soy la mirada que se clava en el rincón menos pensado;
Soy apuesta: todo o nada;
el azul de Prusia de un sambuca negro y sus moscas; el ámbar de un Pacharán;
mi Malena y su melena, esa monta a pelo;
soy el campo y mis dos pies hambrientos de río;
mis rizos revueltos que en manojo juegan a colarse entre la boca;
soy mi -cada tanto- mirada inquisidora, mi coquetería, mi sutileza.
Soy tirarme al pasto en el que sé anidarme;
cada zarzamora que cosecho, cada espina que tan a menudo me abre las manos;
soy sobre todo, memoria y olfato.
Soy dormir encima, casi sin moverme; soy filosa cuando callo;
tan eterna como efímera y el sabor del mientras tanto;
soy larga desde donde se me mire;
soy las metáforas que me invento al aire, los paisajes que sabe dibujar el ritmo de mis manos;
la cadencia del fado; el azote de un tango; la risa interminable de una niña;
el río en los ojos casi por nada y por todo.
Soy azul, en todos sus matices; Bach; poesía;
soy los mitos que conozco y los que me invento; soy Félix Grande y la fiesta brava;
soy mamá que apapacha, amiga cómplice;
soy mi nombre sin ponérmelo encima;
la selva, los gorilas, el café.
Mujer a cada instante, enamorada del amor y mi ser mujer;
hablo sola y sin tregua, también dormida;
capas y antifaces; vuelos; atardeceres;
soy cada perfume nuevo que me vence; obsesionada con lo que persigo;
soy el jardín, y quien nunca se siente sola.
Soy huracán y, aire que apenas corre;
Soy botas vaqueras y terciopelo;
soy domingos de casa; la terquedad encarnada, la travesura que arrecia;
rotunda, umbral de lumbre; soy dejar huella;
el humo que acompaña a mi fe que no mengua;
soy abono, siembra y abrigo; mirada que escucha y tacto que consuela;
soy lo bien que me siento dentro de mi piel; las canciones que canto a diario;
ritualista, sin religión que acaricia a su espíritu.
Soy África, árboles, fruta y nueces; uva tinta; letra que se alarga;
soy duende, alas y la magia que me invento;
las rosas que nunca quise y hoy me matan;
soy palabra precisa, de filo y dulzura exacta.

Soy, sin más. Apenas lo que puedo y alcanzo.

Irma Zermeño (c)