martes, 21 de diciembre de 2010

parecía Eva dormida

Parecía Eva dormida

Al fondo, el cerro. La mujer dormida.
Al frente, esta otra que esparce su mujerío sobre la hierba, que siembra su feminidad sobre los otros. Los que, abismados, la miran y comparten.
Subían por la montaña como por peldaños emotivos. Ascenso.

Ella riega sus caricias hembra sobre los hombros y espaldas de machos. Reparte sus dedos sobre las cabelleras, cortas, varias. Menea la cadera y con ella, la melena en cadenciosa danza. Los rizos, caracoles oro, volcados sobre pechos de hombre.
Una vara seca, mano de hombre mediante, le dibuja los brazos. Ella se deja hacer mientras baila.

Eva que muerde un membrillo. Astringente.  Ella, que de Eva tenía mucho y de dormida no tenía nada.
Deambula entre pasos de humo,  flota en tierra húmeda. Los atiza con la mirada y les pide entrar por ella, por su mirada ávida.
Ella que los quiere en lugar de su mirada, la propia. Los tocó con los ojos. No tuvo que hacer más, los invitó a volcarse dentro, a revolcarse en su mirada vencida.
Ella, bajo el grifo helado del arroyo, ella, a párpados cerrados que los aprisiona y funde.

Ellos, todos azorados, volcados en esa creciente atracción. Paso de tigre, vuelo de águila, mono invencible que cuida el viaje, que guía la dirección. Ella no lo deja. Lo repasa hasta embestirlo contra ella. Los atora entre sus ojos cuerno.

Ritual apertura, rito sangrante, batalla del amor, guerra de caricias, amorío constante, luchas de boca a boca, forcejeos del encuentro. El encuentro.
Espíritus cómplices, miradas con retorno, manjar de dioses, naturaleza abierta, ofrecida, animal, expectante.
Ellos que la mascan, que la fuman e inhalan. Ellos que derribados de sorpresa la devoran a trozos. Ella los saborea a pizcas, los lleva de la mano, los toma por el alma.
Viajeros, voladores de Papantla, aves sueltas en la cima de la montaña, en la cima del cielo.

Las horas les suceden sin prisa. La oración les antecede la gracia. Rito que los lleva paso a paso, pluma a pluma. Tragos, velas, campanas. Un vivo y nutrido coro. Música enraizada de flauta prehispánica.

Domingo que desliza como viento, sol que no los pierde de vista, el eco los repite, el oro los baña. La montaña los abraza; los ha esperado desde siempre, ese lugar, sagrado, ese rincón elegido, los ancla. Los siembra, los nutre y habita hasta cosecharlos. Ahí mismo.

Un mismo domingo con sabor a interminable. Con aroma a vuelve siempre. Domingo que quiere devenir lunes y martes y semana entera y mes y siempre.

Bajaron del cerro como se baja de un sueño. Casi heridos. Con recelo al aterrizaje, con negativas, con excusas, con después.

Ellos, la conclusión: ella que no entiende la vida sin dejar trozos de piel mientras camina. Ella que de Eva tenía tanto y de dormida no tenía nada.

Irma Zermeño (c)

viernes, 19 de noviembre de 2010

Verde abismo

Verde abismo


                           “Yo, una llama devorada por sí misma que no se puede apagar”.


Yo, Carmen. La desfachatada, la rebelde, la escandalosa, la liberada. Y cuantos adjetivos quieran agregar. Para muchos, mejor conocida como la modelo de Diego Rivera, la hija del General Mondragón, la esposa de Manuel Rodríguez Lozano, la amante del Dr. Atl, la Penélope que esperó al marino en Cuba.

Para mí, el resurgimiento del polvo moralista que me cubrió en un México post revolucionario.

En los años veinte de la Ciudad de México, la mujer más bella, un personaje legendario.Que me falta técnica para pintar, para escribir y para tocar el piano. Nadie entiende sino mi gato Menelik ; la técnica soy yo y mi mejor obra es la falta de prejuicios frente a la vida.

De niña -como Godiva- montaba desnuda en la Hacienda de Temascaltepec, donde me seguía una formación rigurosa, propia de “las buenas cunas”. Tocaba el piano a cuatro manos con mi hermana Lola en la casa en que nací en la calle General Cano, en Tacubaya.

Luego insistí a mi padre, el general Mondragón, de convencer a Rodríguez Lozano hasta casarse conmigo. Aceptó a contracorriente y tres días antes del enlace ya no quería casarme. Me amenazaron con mandarme a convento si no lo hacía. Ante la posibilidad religiosa, me casé. Fuimos a vivir a Paris, donde conocí a Picasso, a Matisse y Bracque.
Estalló la Primera Guerra Mundial, Manuel y yo viajamos por tren y nos instalamos en San Sebastián, capítulo definitivo en nuestra historia de pareja. Colindaba un calvario.

Cuando nos enojábamos, cada vez más a menudo, se daba el encierro. Cada uno por separado, lápiz y papel en mano, quedábamos horas a dibujar en silencio.

Quedé embarazada en San Sebastián y al poco tiempo de nacer mi niño, murió. Lo asfixié al confirmar la sospecha de que Manuel era homosexual. Él decía que iba a rectificar su vida cuando naciera el niño y maté su ilusión. Falsa, a todas luces. A las verdes luces de mis ojos.

Él me repudió, era incapaz de soportarme cerca. Volé.

Atl , de frente a su magnífica colección de mariposas, escribiría más tarde:
“Vuelvo a casa de la fiesta que la señora de Almonte dio en su residencia en San Angel, con la cabeza ardiendo y el alma trepidante. Entre el vaivén de la multitud que llenaba los salones, se abrió ante mí un abismo verde como el mar; profundo como el mar: los ojos de una mujer.
Yo caí en ese abismo, instantáneamente como el hombre que resbala de una alta roca y se precipita en el océano.
¡Adiós, quietud de mi vieja morada, voluntad de trabajar; serenidad de espíritu, ambiciones de gloria! Se cierne sobre mí una catástrofe…

¿Cómo es posible que en un hombre como yo pueda encenderse una pasión con tal violencia?

Rubia, con una cabellera rubia y sedosa atada sobre su faz asimétrica, esbelta y ondulante, con la estatura arbitraria pero armoniosa de la Venus naciente de Botticelli. Sus senos erectos bajo la blusa y los hombros ebúrneos, me cegó en cuanto la vi.
Pero sus ojos verdes me inflamaron y no pude quitar los míos de su figura en toda la noche. ¡Esos ojos verdes! Me parecían tan grandes que borraban toda su faz, fulgores de otros mundos. ¡Pobre de mí!”

Yo, en mis veinte. Él en sus cuarenta.

Gerardo Murillo cambiaba de nombre por el de Atl: “agua en náhuatl” y bautizado por sus amigos en una tina de champán. En un rito similar me renombró Nahui Ollin: “movimiento renovador de los ciclos del cosmos”.

Vivimos en el ex convento barroco de La Merced donde rompimos, apasionados, cada molde convencional.
Después me pintaría Diego Rivera como “la poesía erótica”.

Era época en que las mujeres vivíamos influidas por el cine mudo italiano, se pintaban boquitas de corazón; yo las imitaba. Mi sensualidad era felina en su urgencia.

Qué mejor influencia, la mía, que volver la vida del vulcanólogo un verdadero volcán.

Llegó la tortura de los celos, él me llamaba: un vendaval. Los celos me hacían dar vueltas en la azotea como fiera enjaulada, con los ojos iluminados por relámpagos de rabia. Se quedaba en mí su mirada horrorizada.

Encontré más tarde el papel en el que él enunciaría, a letra y temblor:
“Esa primera tempestad anunciaba tiempos de lluvias, truenos, tormenta y rayos que habrían de fulminarme. Volvimos a nuestro antiguo lecho, testigo y víctima de nuestros amores.
Me quedé dormido y en medio de mi sueño empecé a sentirme inquieto como si fuese víctima de una pesadilla, abrí los ojos y estaba montada sobre mí, desnuda, empuñando un revólver cuyo cañón apoyaba en mi pecho. El revólver, amartillado. Tuve miedo de moverme, al menor movimiento, el gatillo habría funcionado. Lo fui retirando poco a poco; cuando mi cuerpo estuvo fuera de su alcance le cogí la mano con fuerza y le doblé el brazo fuera de la cama.
Cinco tiros que perforaron el piso pusieron fin a la escena”.

Siqueiros describe aquella época como “una bohemia empistolada y agresiva”.
Bien describe, pero al margen de ello, yo traía mi belleza a cuestas, revelaba una necesidad erótica de afirmar mi existencia.

Hoy vieja, andrajosa, camino por la calle Madero e intento vender las fotos de mis desnudos. Pagan nada por ellas.
Camino sola, hablo en voz alta, cada día más fuerte. Es la mìa, una voz incapaz de amoldarse a las miserias humanas. Sólo Menelik, inseparable gato, comprende. Y yo a él.
Y ¿qué hago con mis rasgos finísimos, prerrafaelitas, qué, con mi cuerpo urgido, de una belleza que daba miedo?
Sólo un ciego podía no enamorarse de mí. Acaso tampoco los ciegos.

Hoy nada. Reparto trozos de carne entre los gatos que se juntan al ala poniente del Palacio de Bellas Artes. Camino por horas enteras entre pasos sordos de gatos y harapos, libro mi propia guerra.
Me acompaña mi amante, el sol, el mejor de todos, el esencial.

Recojo migajas, ecos del temor reverencial en los ojos que conmigo se cruzan. Hay chamacos que lloran de verme, de asomarse a mis ojos, a quienes les horroriza mirarme ocultando, entre mi carne guanga y los harapos que uso, los gatos heridos, malformados y hambrientos, que rescato del kiosco de la Alameda.
Me da trabajo ir al centro, los llevo a casa para que no me esperen. Que no esperen.

En alta noche paseo por el tranvía de Tacubaya.
Al anochecer se me ve apurada; se me hace tarde para sacar a las estrellas. No me desvelo; es mi deber madrugar para sacar al sol.
Intento seducir con mi pasado, con el cuerpo que tuve y cada curva inimaginable. Soy aún fragmentos de pretérito vivo, latente.
Mi único miedo se esconde, se sabe, entre los pasos a desnivel y los fuegos artificiales.
Y me sueño envuelta en la imagen de aquel marino pintado en la sábana. De día la cuelgo al muro enmohecido entre dos clavos torcidos; cuadro que seca el mar de mis ojos de tanto mirarlo. Imagen que me acompaña, atenta.De noche, la descuelgo y la tiendo sobre mí y el marino me abraza.
Así dejo de esperarlo. Y confirmo : no murió intoxicado. Es tan sólo un rumor de los que me rondan. Uno más.
Al frío le enfrento con el cobijo preferido, el de siempre : el que forman trece gatos muertos que llevé a la peletería y hoy son testigos del abrazo marino de cada noche.
Cobija con cabezas, gatos de todos colores, cada uno con su nombre que distingo y recuerdo. Cobijan mi soledad, mi hambre de siempre y por todo. La sed insaciable de la que tanto hablé, pinté y escribí.
Los gatos menos bonitos, de los que he olvidado los nombres, se vuelven tapetes en mi cuarto.

De momento, mis ojos son patrimonio colectivo, mis fotos desnuda cubren muros en museos y rebosan páginas de tantos libros. Fui las mejores fotos de Edward Weston dicho en su boca. Nada menos.

Y escucho aún sombras, ecos de palabras que decía - de niña- a mi familia incrédula: “Un día verán que de verdad soy artista”.

Dicen que mi locura paulatina, que mi bohemia embrutecedora, que las drogas, que mi tendencia al escándalo, que mis tomaderas, que mi asesinato. Se dice tanto…
Pudriéndome en la casa donde nací, me renuevo para vivir.
Y el marino se tumba sobre mi cuerpo cada noche, con hondura pero sobretodo con holgura.

Él hace a un lado mi espíritu “demasiado amplio para ser comprendido”.

Irma Zermeño (c).

viernes, 17 de septiembre de 2010

Debajo, una mujer

Te diste cuenta

pareces haberlo notado.



Debajo, había una mujer con sus islas y escollos,

cueva de rincones absolutos nunca desiertos.

Bajo la cabellera en desorden

bajo la piel enrojecida, huérfana de frìo

debajo del sol,

había una mujer.



Mujer debajo, mujer delante

animal a lo largo de una ancha herida

mujer a todo lo largo de la piel cubierta.



Pobladora de libertades,

dueña de rutas imposibles y accesos concedidos.

Manantial de seda.



Ahí, debajo, a través de los siglos y los tiempos muertos

desplumada de las alas del miedo

despojada de palabras,

desnuda bajo abrigos de apariencias.



Lejana a tu, cualquiera, posible impresión

ausente de proyectos, carente de futuro

rebosante de inmediatos.



Ajena a lo cotidiano,

ignorante de lo que te ocupa, de lo que te viste y guarece

ajena al barniz de vocaciones y resultados

ajena a todo menos tu mirada águila,

tu simiente intento, paso de tigre.



Ella lo sabe

ella que vuela en desmesura y puede leerte entre párpados,

ella que concede al paso un leve instante,

una mínima franja, un momento apenas que roce la tierra

hasta saberla y reconocerla

y de puntillas alzar de nuevo.



Levar anclas,

llevarte en la mirada llena,

llevarte…



Pareces haberlo notado.


Debajo, había una mujer

soplido de ángel, sorbo huracanado

lento trago compartido.

Aguamiel.



Mujer sin dueño, sin historia.

Mirada belleza que trasciende contornos

ojos promesa de lo indecible,

cima de montaña.



Te diste cuenta

pareces haberlo notado.



Águila danzante,

mirada sin retorno, raíz embriagada

garra que aferra.



Da ese paso

que huelga de palabras y mañanas tibias

que te vuelque al gesto lumbre.



Ella despeja la insignificancia, desmorona recuerdos,

serena tempestades.

Te lleva de la mano,

en el modo en que la tocaste con los ojos

sólo con los ojos…



Pareces saberlo,

el vuelo ahueca la escasez,

puebla los ojos,

revela el sol

para debajo, hallar una mujer.



Humo inasible. Ojo de agua entre los dedos.

Águila o sol. Ambos.

Águila, sol y una mujer a lo ancho y largo de su piel.


Pareces haberlo notado.

© IZ

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Dos sombras

Dos sombras de frente son dos temblores sobre el agua,

dos universos impares contra el reflejo de luna.

Son dos sueños recortados sobre la sábana blanca,

dos cuerpos capaces de noches indecibles.



Dos sombras son dos estatuas que emergen al unísono,

son la compañía que basta; son dos hojas al viento de un mismo árbol;

el prisma de una brillante luminosidad en un caudal de penumbras,

el entrecielo que un día se grabó en mi frente.



Dos sombras son dos fantasmas de cuerpo entero sin amenaza de deletrear su nombre,

son dos cuerpos recién apagados a las ocho en punto.

Dos, que caen sobre la almohada.



Dos sombras de frente son desandar el silente y solo laberinto,

son la delicia que se ensancha a cada exhalación,

dos, dueñas de voces imposibles,

presencias entrelazadas, tormentas que se acompañan.



Dos sombras son pasos confundidos en un mínimo tramo,

estelas de aromas de un mismo deseo,

dos siluetas dispuestas al idilio,

dos pinceladas sobre el lienzo desnudo,

dos rastros de vida en la calle desierta.



Dos sombras son lo que asoma en la imaginación del que espera.

Son la posible fusión de dos anhelos, son la fantasía de la añoranza

y el fin de la impaciencia.



Irma Zermeño © Todos los derechos reservados.

viernes, 13 de agosto de 2010

Dos manos

Dos manos de frente son dos alas

son una alharaca de caricias,

carnaval de recorridos;

un eterno volver a un mismo punto que se siente siempre distinto.



Son dos orillas de un mapa humano

y dos dedos que señalan sobre el mapa de una ciudad futura.

Dos veces encender luz ambarina.



Dos manos son dos intentos frente a un cerrojo,

dos abrires y cerrares -detrás de sí- de la puerta de un espacio que hacer propio.



Dos manos para destejer lentamente la urdimbre de tu nostalgia taciturna,

arrimar una media luna de manzana a los labios,

y tender la llave que venza la cerradura del enigma.



Dos manos son los andares repetitivos sobre los caracoles de mi cabello;

un idéntico paseo por la glorieta de tu cintura.



Dos manos, en ademán habitual, para insinuar lo oportuno de un silencio propiciatorio.

Para desabotonar botones, desanudar nudos y desvestir de vestiduras que de golpe se revelan estorbo.

Dos manos para sembrar y cosechar ese deseo derramado sobre los muslos.



Dos manos como sostén del libro que te rezo.

Dos, para, tinta mediante, escribirte entre versos obstinados.


Irma Zermeño (c) Todos los derechos reservados.

Luna gitana

Yo era la luna

cuando la negra noche te devoraba deprisa,

los apagados ojos asomaron por mi reflejo

y encontraron.


Fui la luna de noches inmensas

cuando buscaste por entre mis ojos,

cuando creìste saberlo,

confirmaste, derramaste cada gota

y te vaciaste de anhelo.



Soy la luna cuando a oscuras me buscas,

devastado de silencio, de abismo, de ausencia.



La luna que asoma entre los dientes

la que, llena, te besa entre sueños y evita tu vigilia,

la que, menguante, te acuna, sostiene y devuelve la fe

la que, nueva, te mece en su brillo y te motiva

la que, creciente, te arropa

la misma luna y otra.

Otra y la misma.



La que vigila tus costados, la que te alumbra,

la que recuerda y recuerdas.



Los ojos parecían hechos de luna,

apenas dos rayos entreabiertos.

La sonrisa era lunar,

no le cabía en los labios.



En tiempo sin tamaño, en presente sin nombre

yo era la luna de matices absolutos y aristas nebulosas,

de habitantes misteriosos.



Una y todas,

una y la misma,

la nueva y la de siempre, la creciente, la menguante, la llena.



La que vuelve siempre, luna como ola,

luna de olas, de tiempos y cambios

la que asoma entre las cuerdas del cello

la de noches infinitas, tiempos sin historia y corazones sin miedo.



Quien da pasos en la senda del cielo

la de tardes lerdas que se arrastran,

de amaneceres tibios,

palabras sin duda y colores palpitantes.



Luna de voces antiguas,

de pieles sin aroma, nubes al sur y vientos que susurran.



Fui la luna de voz colorida, la sin nombre

la que cambia de piel a cada instante

la llama que arde en tu piel primera, el destello que te nombra

allá, afuera, allá muy dentro.



Luna que relumbra tu ardor

cuerno de filos antiguos, entreclaro que arde.



Cuarto de luna,

el mismo que vio caer las ropas, los silencios, los miedos

para encontrarla luna en lleno

la que sabías plena:

casi un soplo, respiro en espera.



Luna de ayer y de antes de antes

luna de esta noche, luna de quédate siempre

luna de no te vayas, luna de te espero.



Soy la luna de besos que no acaban

de brazos que tiemblan, que se alargan.

Misionera errante plena de olvidos,

sin tregua, sin afanes, sin pasado.



La cerca de tus recuerdos,

baranda de tus sueños

la farola de lo oscuro a lo oscuro.



Seré la luna si la pides, si la buscas,

seré la tuya, la que tienes, la inconstante.



Luna desnuda que monta al sueño entre ansia y prisa,

criatura de grieta abierta, de lluvia en espera, la orilla de los besos.

Luna mujer, luna, laberinto de mujer,

luna abierta, hechicera de miradas,

principio y fin y camino al medio.



Era, fui y soy luna gitana al borde de tu anhelo.

 
Irma Zermeño (c)Todos los rerechos reservados

lunes, 15 de febrero de 2010

Beso bugambilia

Beso bugambilia

Julián llegó tarde. Aura lo esperaba a cenar. Había tenido una jornada larga y extenuante.
Aura, en la víspera hacia cumplir siete años, siete, por fin, edad de la buena fortuna, número mágico.
Su papá le dijo siempre que ese día las cosas iban a cambiar, dejaría de ser una niña, podría acceder a mayores permisos. Sin saber muy bien lo que eso significaba, ella estaba feliz, en ropa de dormir y con las largas pantuflas de rana.

Mañana, el día.

Iban a cenar para planear el festejo y destapar por fin esa caja llena de cosas “mayores” para ella. Cosas grandes, sorprendentes.

Tras cargarla y darle el beso acostumbrado, Julián se fue a bañar. Venía algo cansado, aunque no lo dijo; tenía el hábito de mostrarse dispuesto, alegre. Se quitó el sueter amarillo claro y desabotonó un poco la camisa a cuadros grises. Ella se meció entre sus piernas apurándolo a cenar. Él se esforzó en darse prisa, y caminó hacia el baño. Le habían preparado la tina, eso le reanimaría.
Aura corrió y le jaló un dedo empujándolo hacia ella.

-¿Me quieres todavía, papito?

-¿Cómo todavía? Te quiero siempre, y mañana es el día, dijo imitando un gruñido y frunciendo la pijama infantil hasta hacerla revolcar de cosquillas sobre la alfombra.

Se desternillaba entre carcajadas.

-Apúrate entonces, que quiero que me escribas uno por uno los nuevos permisos. Y las sorpresas, y, además que lo firmes, ándale, apúrate, apuntó, aún entre resaca de risas.

La niña bajó la escalera como un caballo hacia el comedor y corrió al jardin a cortar una rama larga de bugambilia bien tupida de flores que puso sobre el plato de Julián. Fue al cuarto donde guardaban, aún y sin tocar, cosas de su mamá y hurgó entre las del tocador, se pintó la boca con cuidado de un color uva, lo más parecido que encontró a la bugambilia. Se inclinó sobre la silla de su papá y paró la trompita. Estampó el beso sobre el plato blanco.
A un lado, volvió a acomodar la rama. Se veía muy bien. Se frotó con agua sobre la boca; el labial le daba un raro sabor grasoso.

-Así está nana, mira, combina con el estambre de tu trenza y con las flores, ¿viste? Le vá a encantar, dijo convencida.

La nana movió la cabeza a uno y otro lado. Aura, tan llena de detalles volvía a conquistarla.

Un buen rato y Julián no bajaba, la niña fue a apresurarlo. Entró en el cuarto y al ver que no estaba, entró al baño.

La imagen: Julián tendido boca arriba al fondo de la tina, el agua había rebasado el nivel más alto, se había derramado. Todo inundado. Apenas la acompañó su voz niña.

Corrió hacia la nana que entendía menos lo que pasaba. Sólo se le había ordenado quedarse con la niña. Hizo una llamada inmediata. Unos diez minutos después, sonó el timbre muchas veces seguidas. Llegó un médico, era el Dr. Sepúlveda, Aura lo había visto antes en casa. Sólo en emergencias.

Volvió a sentir ese hoyo, el enorme hoyo negro que la tragaba, pero ésta vez le dolía más, le dolía la panza, quería vomitar y lo hizo. Una y otra vez.
La nana trataba de distraerla pero ese silencio maldito le hacía mal. Si tan sólo le dijeran algo. No quiso pedir al doctor que la dejara entrar, lo evitó; conocía bien ese silencio. El mismo que
precedió la muerte de su madre y ese espesor del aire le hablaba de lo terrible.

Salió el Dr. Sepúlveda, cabizbajo. La nana con él, tomada de su brazo.
La niña escuchó la explicación del infarto. Había tenido dos anteriores el mismo día, mismos
que, quizás, él ignoró. Era factible, “a veces sucede”.

Escuchó algo de la presión alta. El tercero le dio muy fuerte, lo tumbó y cayó al fondo de la tina.

Aura la vio llena a decir basta y lo vio debajo. Le vio los ojos abiertos, vio también que escogió dejarla, así, ese mismo día, la víspera de la fecha mágica. Ella lo vio y no lo perdonó.

Tapó con las manos pequeñas los oídos hasta cerrarlos del todo.

A grandes pasos de nuevo, escalera abajo, llegó hasta la mesa del comedor y servilleta de papel en mano, borró el beso con rabia como si fregara el plato.Lo que fuera el último beso.
Dejó la rama dispuesta en el plato.

-Flores para los muertos, nana- , y tras la rígida y forzada frase rompió en llanto.
La nana no pudo más que abrazarla, dejarla llorar y correr con ella sobre ese llanto espeso.

Las cosas cambiaron para Aura, tal como ella había marcado, seis meses antes, en el calendario junto a su cama. Se leía en el cuadrado que encierra el 8 de Abril la palabra sorpresa . Apenas legible, porque su letra más bien parecía un enredo de arañas.
Pero eso decía.

El 8 de Abril Julián se fue. Y se fue sumido de lluvia. La lluvia otra vez robando, deshilando su universo. El 9 de Abril tuvo por fin siete años y también, grietas por cada año cumplido. No salió de su cuarto, lo pasó mirando desde la ventana esa casa saturada de lluvia y muerte. Se tumbó en la cama con lo único que le quedaba: un dedo pulgar dentro de la boca y el otro atorado en los rizos.

Le quedaba algo más: la nana que suplicaba del otro lado de la puerta dejarla entrar y a quien ignoró en su firme decisión de no volver a querer a nadie. Dolía demasiado hacerlo.

Se vio en el espejo, ahora su cuello sostenía otra cabeza sobrepuesta a la suya, no, más bien en lugar de la suya: la de Julián en primer plano. De fondo, como si de una película se tratara, oía las propias carcajadas que le provocó su papá en el vientre tumbándola en la alfombra antes de meterse a bañar. Y recordó que lo apuró a entrar al baño porque ella tenía prisa, porque ella estaba ansiosa de festejar.

Y se sintió infeliz. Más infeliz que la infelicidad misma.

Cayó dormida en un sueño adolorido. Sus dedos de niña, en lo suyo. Boca y rizos.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Ida sin màs

Ida, sin más

De frente al filoso y roto espejo, Ida mueve el rostro derecha, izquierda, derecha, izquierda y sonríe. Sonríe de nuevo. Nota que le faltan dos dientes, y en el hueco donde solía cargarlos juntos, aparece una ola cargada de espuma.
En la cresta de la ola, se asoma Graciela, madre muerta de Refugio.
A Ida le da gusto, celebra verla de nuevo.

-¿Te acuerdas de mí? dijo a la imagen producida desde lejos.

- Mírame, soy Ida, la consentida de la nana. Te conozco, ¿cómo está ella? Cuéntame si aún se peina de trenzas barnizadas con limón, si me piensa de vez en vez. O allá, tanto le da que existo.

La imagen del espejo le sonrió, mirando fijamente las dos medallas que pendían de su cuello de mujer. Mientras ese par de sabios ojos la desmenuzaba -del otro lado del espejo- sintió frío; un frío y lento temblor le recorrió el rostro alegre.

Claro, pensó, cuida de las medallas.

-Desde que te llevaste a Refugio, he mantenido juntas las dos, la espiral entera en mi cuello, dijo en voz baja, una voz vestida de secreto. Se aproximó algo más a ese trozo de espejo roto, no más quebrado que su voz mujer, no menos afilado que su dolor.

La imagen de Graciela, un envoltorio sereno. El cabello largo, largo se movía hacia atrás, entre gasas claras alrededor del cuerpo, tal y como Ida la recordaba.

Era Graciela, exactamente igual –sin edad, sin tiempo- a la imagen de entonces. El día aquel del rosario, cuando Ida rondaba de cerca los trece años y el susto de la premonición.

A la nana, la fiebre la mantenía atada en cama. Llevaba más de catorce días sin lograr levantarse o asomar su carita dulce en la cocina.
Ida, la supo de verdad enferma. Ella misma se asumió solidariamente enferma. Apagada, igual que ella.

La nana, enemiga del reposo, no conocía pretextos. Solía estar lista poco después de las cinco de la mañana, perfumada de jazmín.

“A dormir al panteón”, decía jocosa en los buenos tiempos. Tiempos que sin duda, pertenecían al pasado.

En tiempos en que la nana la despertaba con un beso, ella se volvía sonrisa, el celeste ojo se tornaba turquesa festejo. Ese día, aún despierta se negó a ir al colegio. Se metió en el cuarto de Refugio y la encontró sudando frío, empapada. Le retiró las mantas de encima, abrió ventanas y sacó el rosario de plata. Empezó a rezar en voz baja, Refugio apenas podía girar la cara a mirarla, sorprendida, agradecida. Ida se tumbó junto a ella.
Con una mano detuvo la suya, arrugada y caliente. Con la otra, movía los dedos en alto, esperando que la nana la advirtiera sosteniendo el rosario, cuenta a cuenta. Largo rato, las cuentas avanzaban; la niña, queriendo ser mujer, quizá madre esta vez, oraba a perfección.
Padrenuestro, Ave María, Ave María, Padrenuestro, una, otra vez, y cada vez más recio. La nana, mirada perdida en el techo de su cuarto, Ida , mirada puesta en la nana.

Llegó el momento de detenerse un poco para recuperar el aire y continuar, renovar saliva gastada.
Ida interrumpió de golpe, se alzó en un solo movimiento y le besó la frente.

-Eres mi mamá, Refugio, te adoro; gracias, gracias…

Con esfuerzo, la nana le pasó la mano por la frente presionando para que se tumbara de vuelta, boca arriba. La niña volvió a sujetarle la mano, ahora menos caliente.
Y retomó la parte final del rosario. Una oración,
…Dios te salve,…

Ida sintió un ligero escalofrío, vista nublada. Un sinónimo del humo apareció frente a los ojos celeste.
La imagen: Una mujer de cabello largo, largo, del que tiraba el viento,

Continuó pasando a la segunda oración, le llegó un intenso olor a jazmín, a ver; la penúltima,
Padrenuestro,…

Su voz aletargó el ritmo, disminuyó sin saber por qué, se abandonó a esa lentitud exquisita; el celeste estallaba en brillo,

La mujer delgada, estiraba los brazos, sonreía, las manos claras, sin arrugas, extendidas…

Ida siguió el rezo, sujetando aún más fuerte la mano temblorosa de Refugio que apenas suspiraba; aún así reaccionó al fuerte apretón, extasiada, como nunca la había visto, como
n u n c a,

-Es Graciela, nana, es tu mamá, ánda…por fin, apenas dijo Ida


“…ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”.

Al compás exacto de la frase, la nana soltó la mano de su niña.

Y en su gesto nana, apareció el gesto hija.

Apareció el milagro disfrazado de sonrisa suave, dulcísima. Milagro que se posó en la boca enjuta. Momento imborrable para Ida que se quedó ahí mismo, tumbada junto a la nana y retomó su mano, que de a poco tornaba fría. Hielo.

Ida siguió mirando el techo del cuarto, ya sin sinónimo de humo, ya sin jazmín. Ya sin nana. Paradoja. La nana ida.

Quizás más delante, sabrá, que el exagerado azotón de puerta que viene de afuera, la hará abrir los ojos de golpe para encontrarse con los mechones de su pelo tirados al suelo de la realidad lastimosa. Tal vez acepte sin más la agresión dolorosa de una cabeza punzante y reconocerá un esfuerzo de titanes, el entendimiento.

Cerrará los ojos en una franca y absoluta ausencia de cordura y preferirá el sueño.
Negro, aún más negro, donde conseguirá alejarse de ese mundo que la suerte ha elegido para ella y que la mantiene desconfiada. Será el mejor de los mundos, ése negro, aún más negro espacio, que sabrá acogerla, que la hará sentirse querida. Algo querida, por alguien.

Y las marañas serán terciopelo.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Verano del 42

Verano del Cuarenta y dos

Carole y su obesidad llegan tarde a los créditos iniciales de la película; no le preocupa.

No es cinéfila de hueso colorado, sino una alcohólica y simple asesina del tedio con sabor a jueves. Afuera llueve.
Hace tiempo que dejó la puntualidad y la pulcritud. Se acomoda, recarga la nuca y el molote que recoge su pelo grasiento en una liga desteñida. Las canas surgen hasta la mitad de la cabeza, de ahí abajo, un leve color tabaco deja asomar lo que antaño pudo ser un tinte. No suele ir al cine, ésta vez la empujó el hartazgo unido al olor a humedad y encierro que respiraba en casa.

Bermudas de resorte vencido, una camiseta en T desfajada y una enorme y cómoda
sudadera la cubren para ver morir la tarde. El título de la película no es precisamente seductor, pero una variada gama de elogios la convence. Ha sido la película más taquillera de 1978, acreedora a todos los premios cinematográficos.
Una gran cesta de palomitas y una cubeta de Coca-Cola. En el bolso, una pequeña ánfora de ron recio.

En la cómplice oscuridad podrá beber sin problema. A sus sesenta y dos años le
tienen sin cuidado las reglas.

La trama de a poco va ganando su atención. Un muchacho de dieciseis años narra su
encuentro con una mujer muy hermosa casada con un soldado. Europa. La guerra
mundial. El joven aparece con sus amigos entre pláticas plenas de adolescencia.
La trama cuenta la historia de tres amigos que se reunían a descubrir el mundo y a tragarlo a puñados. Coincidían en Los Hamptons, en casas veraniegas cerca de Nueva York.

Uno de ellos, vive el sabor del descubrimiento y la hombría con una novia –igual de
ingenua que él- de su misma edad. Ellos se juntan a beber, comparten anécdotas
exageradas como suelen ser los relatos propios de la edad, los demás festejan y
aconsejan, con esa sabiduría adolescente. Descubren condones, repasan libros de
anatomía que bastan para excitarlos. Imágenes técnicas de los órganos reproductivos,
libros de biología apenas esbozados de manera científica son suficientes para que
hallen diversión.

Hay una vecina del lugar que coincide en los veranos, es diez años mayor que uno de
ellos, Richard, y está casada con un soldado ahora en plena guerra.

Una mujer delgada, de larga melena color tabaco, los rasgos finos, la piel llena de vida. Solía pasar corriendo cada mañana frente a ese ventanal que rodeaba el comedor de la casa de Richard. Cuidaba mucho su aspecto, no soltaba la rutina diaria. Su cuerpo exhibía orgulloso el resultado.


Él le hablaba de ella a los amigos, la describía en tres palabras: un verdadero

monumento. Los amigos incrédulos, sabiéndolo exagerado, lo tomaban a broma. Se
cansó de hablar de ella para ser ignorado y sólo escuchar conversaciones de niñas que él encontraba sin chiste. Cansado, los invitó dos inventando cualquier pretexto para conocerla. No podían perderse el evento de sólo mirarla. Tardó en hallar valor y se acercó a la puerta con ellos. Antepuso un motivo cualquiera cuando ella se detuvo en la puerta. No hizo más que voltear a ver las caras de los incrédulos amigos.
Ella los hizo pasar y les invitó café. Lo raro, se decían, era que les ofrecieran café; quería decir que veía en ellos a hombres hechos y derechos, un trío de adultos, seguramente interesantes. Esa tarde ella no tenía mucho que hacer y los entretuvo una media hora entre galletas y café .
Se interesó por las actividades que preferían, los escuchó atenta.

Richard se ofreció a ayudarla con la compra, a cargarle algunas cosas, le decía que él tendría que hacerlo para su casa; encantado, le evitaría la molestia. Platicaban
brevemente cuando él volvía con las cosas. Carole volvía a hacerlo pasar, él se asumía conocedor del café, hacía un esfuerzo grande por pasar cada trago amargo de aquella mezcla espesa y prieta.
Ella lo notaba y ofrecía otra cosa. Desde luego, él no lo evitaría. Si era todo un hombre. Y lo pedía negro como el de ella y sin endulzar.

Richard contaba a los amigos que había vuelto a ofrecerle café, que había entrado
nuevamente en su casa.
-Le gustas de todas, todas, sino ¿por qué te trata así, por qué tanta atención?-

Reían, ninguno creyó en esa posibilidad, acaso fantaseaban el asunto.

Una semana corrió y él volvía a su casa con la cabeza mojada, el torso desnudo y una toalla escurriendo al hombro; la vio recargada en el portón, desconsolada. Lloraba sin disimulo, abatida. En el mismo escalón donde se hallaba había un telegrama abierto donde la Armada de Estados Unidos le informa que su marido había muerto.
Él, sin consultar, lo tomó, lo revisó y se acercó sin saber qué hacer. Ella le gritó, le exigió echar a andar, lo corrió desquiciada.

-Sólo quiero acompañarla, yá sé que no puedo hacer nada, déjeme estar cerca

-Que te vayas, no estoy para compañía, ¿no entiendes?-

El joven no se movió, ella volvió a enterrar el rostro entre las temblorosas palmas
extendidas de las manos.

Tras un rato, se acordó del muchacho que permanecía mudo y encontró empatía en su
gesto, casi una angustia propia. Lo abrazó e hizo pasar una vez más. Sobó su rostro, lo recorrió como haría un ciego, con esas ganas de reconocerlo. Le cerró los ojos con sus dedos y repasó una y otra vez esa cara de niño que moría por ser hombre. Lo sabía. Su gesto lo delataba enseguida. Rozó apenas los labios con los suyos, lo besó despacio.

La miró extasiado, la miró, no podía creerse destinatario de esos besos, de esas
caricias hembra en ese momento que lo envolvía todo de tristeza y pérdida, de vacío.

Volvió a besarlo y lo hizo acomodarse sobre sus piernas, ella sentada, él en su regazo.

El no podía hacer más que mirarla, ella no dejó de acariciar sus brazos, de meter la mano entre su cabello espeso y húmedo, su piel joven. De una niñez apenas soltada que la hacía titubear, la conmovía.

Lo fue llevando; una caricia la llevó a la siguiente, la siguiente, él se dejaba recorrer y sobar, no podían los ojos con ese momento, no le cabía esa mujer en la mirada, en su presente, si no le cabía en las ansias menos en las ilusiones de por sí desbordadas.

Cómo no eran testigos los amigos, ése momento era para que lo vieran; quién le creería lo que le estaba pasando… no podía limitarse a contarlo, no sabría cómo, no encontraría palabras…no era real lo que vivía.

La vieja ociosa sintió temblar los párpados; cayó en la cuenta de que era su propia
historia, coincidían las fechas. Ella tenía veintiseis años entonces, el mismo verano del mismo año que perdió al soldado, a su marido que era su futuro entero, símbolo exacto de toda protección, estabilidad y gozo.

Reproducían ahora un cineasta, un guionista y el mismo destino ante sus ojos ese
fragmento de historia que la volvió otra, ese momento que abatida rozaba la banqueta. El grito que hizo clavar en los oídos de aquel muchacho amable que de algún modo le inspiraba confianza.
Aquel momento en que las lágrimas fueron besos, en que la tristeza se cubría de ternura, en que el salto al vacío caía en abismo. Abismo que, de golpe, tuvo
el rostro de aquel muchacho tímido de torso empapado.

Neblinas de ambigüedad la cegaron, conduciéndola a esa piel nueva, que recorrió
descubriendo a lentitud no sin cierto temor. Lloraba, vaciando el duelo en ese cuerpo desconocido aun deshabitado. Se encargó de llenarlo, de hacerlo descubrir, de llevarlo de la mano a una primera vez saturada de ternura y silencio. Y lo bañó de tristeza una y otra vez y él no hacía más que mirarla y decirle que no hacía falta, que no era necesario.

Ella lo callaba a besos suaves, lentos. Selló sus labios con la mano y en un guiño
parecía pedirle que la dejara continuar. Él se dejó llevar, agradecido, eslabón a eslabón de la mano, de la boca, de los brazos.

No había ventaja o cinismo. Sólo una tristeza pegada a los muros que caía como barniz tierno, una desesperanza que lo impregnaba todo -incluyendo ese torso anhelante, casi crudo de tan joven- de una nostalgia que buscaba disecar. Ahora una latente carga de vida la ceñía a esa realidad de la significación rota. La realidad desfigurándolo, destruyéndolo todo. Ella, a quien la vida había guapeado tanto; que la había vuelto una ávida consumidora de alegrías.

La película narraba espléndidamente ese primer encuentro erótico del muchacho con la
exactitud del recuento tal y como ella lo había vivido. Sin costuras o adornos. Ese
director y escritor parecían haber estado ahí mismo. La actriz elegida para el papel se parecía incluso a esa mujer que había sido. La estatura, constitución de su cuerpo antaño y la melena la reflejaban. No cabía duda, era ella. Era su historia contada años después. Cada frase, cada palabra y gesto de los actores le raspaba en esa idéntica repetición dolorosa.

Junto a ella, una pareja conmovida evitaba parpadear; encantados admiraban esa belleza femenina, se dejaban tocar por esa ternura reproducida. Ella quería decirles que se trataba de sí misma. Una mueca en su boca.

No había más que echarse un vistazo. La mueca aguada, inevitable.

Ahora que no encontraba motivos para darse un baño, que no tenía más proyecto que
terminar cada botella de ron y esperar la muerte con desgano. Aguardarla como
esperanza a corto plazo. Hoy, que su vida era una metáfora plena del vacío y fracaso.

Ahora que vivía sumida en gastarse y destruirse.

Cómo comprobar que era ella, si el dejo y la soledad la tenían consumida. La nostalgia exigía, sentada ahí mismo a su lado, mientras que el recuerdo parecía estar seco. Y ahí estaba a sus ojos incrédulos.

La predeterminada derrota en la lucha por detener el tiempo y sus viscisitudes.

Esperó los créditos con ansias férreas. El director y guionista eran uno solo. Se estremeció al ver su nombre; el mismo que pertenecía al muchacho vecino aquel, ese que se hizo hombre entre su dolor encendido, el alma rota y el cuerpo esbelto.
Hoy, director multipremiado por el recuento de esa historia. Pensó contactarlo. Echó cuentas.
Ese hombre tendría ahora cincuenta y dos años. Cómo sería…

Volvió a echarse un vistazo. Una tristeza burlona se apoyó en la boca. Abatida.

Afuera, goteaba el cielo. Salió entumida, a paso lento sin darse cuenta que metía los pies en cada charco del suelo, no lo notó hasta enlodarse del todo.

-Cualquier infierno sería mejor-, se dijo en ese fuego cruzado.

Una veta melancólica enmarcó la noche mojada, esa noche de pantano acentuando el
teatro de su memoria. Había hecho un viaje exploratorio a la realidad entintada de una espesa resignación.
Entró a la licorería por la botella acostumbrada.

Dentro, goteaba la herida como en su bolso lo hacía, a medio cerrar, el ánfora de ron.

Noche de ronda

Noche de ronda
Como humilde homenaje a Rubem Fonseca.

Llegué tarde a casa, como anfitrión de un invitado español que aterrizaba cansado. Tras recogerlo al aeropuerto lo llevaba a cenar sin importarme demasiado la hora y por tanto la escena obligada: mi mujer y el solitario en la cama, el whisky, a medias, en el velador.
No esperes que yo lo atienda, dijo, mira mi aire agotado.

Bajé a la cocina, el atristado lugar donde mis hijos no hacían escándalo y como siempre apresuré la cena. Ahora debía esperar que el invitado cenara, departiera y por si fuera poco dependía de mí. Calenté los guisos, apuré a la sirvienta a disponer la mesa y copa en mano, me limité a esperar.
Tú no sabes atender, una sola vez te pido que te hagas cargo y mira cómo lo tratas, suelta ese whisky y recíbelo como merece, pasó por la sala diciendo mi mujer. ¿Qué maneras son estas?

La cena fue sabrosa aunque abundante, yo detestaba la hora de la digestión que aletargaba mi paseo nocturno pero esta vez no tenía salida.
El español escupió mientras habló de todo, mis hijos mantenían el nivel del escándalo y mi mujer embriagada, decía necedades.
Revisar al reloj constantemente en aras de la teleserie americana interrumpía su monólogo. Llegaba la hora. Debía subir, whisky en mano, a no perder detalle en televisión. Se aceleraba la sobremesa. Se reducía la espera.

Fuimos al garaje y el invitado elogió mi auto, un Mercedes 220 1959 con tablero de madera de raíz y vestiduras miel.
Me pedìa que lo acercara al hotel , escuchó a mi mujer preguntar por mi paseo de cada noche. ¿Vamos? Pregunté.
En el coche, siguió escupiendo mientras hablaba. Y por qué es que miras para todos lados, se te siente un aire tenso, dijo. Relájate.
A mitad de trayecto hacia el hotel que lo hospedaba, se acercó de pronto y me rozó la
mano libre del volante que mantenía sobre la pierna y continuó su caricia en mi pierna.

Saliste puto, dije. Cómo puedes ser estúpido y pensar que a un socio de la compañía de entrada te lo llevarás a la cama.
Qué tiene que ver ser socio si ahora es de noche, no mezcles cosas del trabajo, mañana hablamos que yo voy llegando y quiero fiesta, respondió el puto inquilino pasajero de mi auto. Hastiado respondí, si quieres fiesta bájate ahí mismo que te irás solo.
Pero esta calle es muy oscura, no se ve ningún local donde siga bebiendo. ¿Vamos? Preguntó. Anda, joder, que sé buen anfitrión, bájate conmigo.
La noche aun esperaba mi turno. El tipo era necio además de puto y no libraba a dar mi escapada así que se bajó y debo acomodar el auto, dije, espera que ahora te sigo. Desde fuera de la ventanilla, le sonreí a descaro. Se agachó y me pasó la mano por el pelo; la cara de satisfecho que puso al creerme capaz, imaginarme en poco rato clavado en su cama me animó.
Eché un vistazo al retrovisor, estaba libre. No había por ahí bares, eso era cierto. Él no conocía la ciudad, era mi ventaja.
La tensión amainaba, al menos el tiempo perdido y el valor de hacerlo creer me exentaba de buscar nueva víctima. Como socio él no era imprescindible. Hasta disfrutaba pensar que esta vez él me sorprendía con su intento. No sólo yo a él.
Eché reversa, apagué luces y a toda velocidad le di el primer golpe con la defensa. Una estocada a doble acero cromado. Lo cogí desprevenido de espaldas por ahí de las rodillas, un poco más de prisa en una segunda estocada hacia los muslos. Tenía que cerciorarme, no fuera a verlo mañana en el despacho acusación o demanda en mano. El vientre me temblaba de excitación y rabia.
Mira que sobarme la pierna, sobarme la mano, pensé levemente indignado. Tiré del volante hacia delante y lo repasé nuevamente. Una nueva reversa y volví a tirar de frente. Esta vez me deshacía de un marica en una calle desierta. Nada menos.

El silencio del potente motor seguía cómplice. Trece segundos duró la hazaña.
Encendí los faros para ver por última vez al socio que tiraba a amante. La estampa se bañaba en sangre.
Dejé el suburbio. Volvía de prisa en esa máquina que no se comparaba a ninguna otra.
Mi mujer totalmente ebria soltaba carcajadas frente al televisor que gritaba en inglés. Retiré de su mano el whisky y lo empiné en mi boca de un solo trago.
Me duermo, dije, mañana presento al nuevo socio en la compañía si llega a salir de ese tugurio en que lo he dejado.

lunes, 25 de enero de 2010

Sombra descalza

Sombra descalza

Lucía no sale. Aun habituada a la repetición implícita del teatro, colinda con el hartazgo de la misma escena una y otra vez fuera del escenario, esa, que representa en las calles, en los restaurantes, donde quiera que va.
Esa, en que la detienen a decir “¿Qué, no eras Begoña, la villana?” o “¿No eras la alcohólica de El tiempo perdido?” o bien, “¿ Qué fue de Sor Inés?” y frases semejantes.
Apenas respondía “No era, soy yo” y el común contraste de los tiempos, donde parecían fundirse al cesar la película en cartelera, al terminar las emisiones de capítulos en televisión o cerrar la época larga y nutrida de funciones de teatro. Sinónimo de su propio término.

“No era, soy yo. Sí, la villana, la puta, la ciega, la loca, la monja. Todas soy yo”.

Por dos años, una alcohólica de miércoles a domingos, en diez funciones distintas por semana. Contemplarla de cerca llegaba al vértigo, no había forma de admirar alguna de sus caracterizaciones sin sentirse después algo humillado y ordinario a lo indecible.
Presenciar aquella vibrante actuación era sentir que uno se borraba también.
Representaba tan arriesgadamente cada papel, dos veces por día y las dos distintas,
renovadas, otras.

El mismo personaje era otro en la siguiente función. Otro y el mismo. Otro y Lucía.


Tacones aguja esmaltada



Ella, ahora la alcohólica, se integraba en grupos de ayuda, en conciliaje y adopción de hábitos y señales de entre los adictos, empapada de referentes e historias, círculos viciosos, verdaderas intenciones, que la llevaran de la mano a una actuación magistral.

Los ratos libres dormía y reposaba el peso del alcoholismo que parecía lastrarla. Soltaba esa cadena de dependencias que la sumergía. Y no soltaba la copa, ya por hábito, ya por gusto.

Le siguió un año entero en cartelera siendo la loca protagonista; lo mismo, largas estancias en manicomios hasta dejar a su espalda lo significante de su personalidad, lo muy Lucía, cuya historia personal no suele contarse, cuya vida íntima interesa poco a no ser por la confusión con los perfiles histriónicos de sus personajes, uno, otro, el otro. Largas temporadas como amiga cómplice y loca seguidora de manías. Discípula inmejorable.

Apenas tres meses entre una encarnación y la siguiente.
Entre uno y otro personaje, se escabullía el propio, se le llovía de las manos, se le extraviaba.
Nueva vida a desarrollar, nuevas las maneras, nuevas las manos, nueva la voz, nuevo el acento, nueva la entonación. Si parpadeaba era ese personaje al parpadear, si callaba, lo mismo. Ninguno callaba de la misma manera. Ella distinguía el espesor entre silencios. No se parecía a ningún otro, ni ejecutado por ella ni por nadie. No semejaba siquiera Lucía.

No aparecía.


Nueve años de papel a otro, de eslabón a otro, en una incesante vuelta de rumbo, en un cambiante giro de tripas.
La última , la campesina, duró dos años y medio en cartelera, una famosa escena en que se agachaba y mostraba la nobleza de la mezclilla brevísima ceñida a la cadera y el trasero rotundo.
Para asombro de muchos, la suma de sus facciones llegó a adoptar incluso un
aire bucólico en una actuación que no lavó ninguna otra, como sucedía con cada nuevo personaje que domaba y pulía hasta el dominio.


Sandalias vencidas, remojadas

Ahora quiere tiempo sin agenda, sin urgencias, sin grandes entrenamientos y en su pecho, la levedad económica.

La playa indefinida, por un tiempo también indeterminado, sin censura, crítica o aplauso.

Ya perdida sin personaje a interpretar, deja de ser la alcohólica, la loca, la monja, la puta, la campesina, para ser la simple Lucía, la de siempre a cuestas, un nombre, que le cuesta siquiera pronunciar. Incapaz de entender. Apenas puede hacer más. Una serie de hábitos que desconoce por dónde estrenar y ha olvidado recorrer. Si el pudor es aquel de la monja o el ninguno de la puta, si sus maneras son las de la campesina o su acento, el extranjero. Sin biblia entre las palmas y apretados mocasines, sin sostén negro y bragas de fácil e inmediato retiro y tarifa por hora según el cliente, sin el bastón de carey ni perro guía, sin botella a la mano ni extravagancias premeditadas , sin trigales alrededor y mula como amuleto, sólo Lucía, sin más, la que llevaba su cuerpo con el orgullo que se lleva y presume un traje de gala que recién sale de la tienda, como debelar un amor anhelado tiempo atrás y por fin en la posibilidad de las manos.


Choclos agujetas café con leche


Ya en la playa indefinida por un tiempo indeterminado, tumbada a recordar quién había sido, quién y desde dónde partía, previo a los disturbios que causaba al entrar y salir de un lugar público cualquiera; antes de que su presencia detonara una fiesta sin barreras, señal de júbilo en un paisaje arrinconado por el fanatismo y la euforia.
Quién, entre tantos mundos.

Reconoció su propio olvido, parecía vivir y mantenerse de la complicidad
sentimental conquistada entre el propio temperamento y los personajes.

De dónde brotaba, en todo caso, esa emotividad penetrante, capaz de despellejar
cualquier otra.

Atrás, el estudio de las grandes influencias, las que podían enseñarle qué actriz llevaba dentro y cuál era el propio lenguaje; ella, soberbia, creaba un puente sólido en que anulaba toda distancia entre el espectador y la campesina, el público y la puta, el admirador y la alcohólica, el público y la ciega, el espectador y la loca, el seguidor y la monja,

Trabajaba sin celo y pasaba la noche en vela en aras de trasponer los límites del destino, evadir la difícil transparencia ya olvidada de Lucía. Su Lucía.

Un canto himno al desdoblamiento.
No buscó la actuación resignada al olvido o al recuerdo censurado, sino la presencia cabal, un personaje siempre capaz de superar la línea irrevocable del anterior. La línea que apenas ya dibujaba a Lucía y que parecía olvidarse enteramente de sus formas.

Atrás también, el aplauso aberrante perseguido por la magistral y fatal cadencia, madera finamente labrada de actriz.

Qué quedó, sino el dominio en la radical vocación de evadir toda distracción que la llevara en contra del personaje a interpretar ; ella misma frente al espejo se supo la mayor de las distracciones. Se inventó desgracias imaginarias, vidas tortuosas dignas de locas, monjas, alcohólicas, ciegas, putas, movida entre la elocuencia y el silencio.

Aplicaba la lógica de Lucía, lo visible, al servicio del personaje, lo invisible.


Plataformas macizas, seguras, de goma

De a poco, cada gesto, cada sonido gutural, cada palabra al encabalgarse, construía la visual descripción de un mundo -congruente en cada elemento- engendrado por ella.

La interpretación festejaba la felicidad del fracaso elegido, la alegre plenitud de quien con el curso de los años, ha aprendido a encontrar más placer en la deliberada renuncia de sí misma y ahora se sabe revisitando los pasillos de la soledad, a tumbos tirando contra sus infranqueables muros.
La prisión crece en jaula desconocida, en una piel propia con inmenso sabor ajeno.

No había desdoblamiento, no existía lo visible en ella. Una creencia infalible, una evolución o involución a la otredad. Otra y nadie. Nada.

Así que tiró de los tacones aguja esmaltada, de los choclos agujetas café con leche, de las plataformas macizas, seguras, de goma, y las sandalias vencidas, remojadas, hasta hacerlos caer en el alambre que pendía de los tejados; amarrados entre sí en una cadena cronológica, simbólica; reflejo del minúsculo paso entre la muerte de una y el nacimiento de otra.

Vuelve el rostro, alza la vista y desde abajo ignora si calzarse, de hacerlo, cuál la define. Del cable cuelga también -lo advierte apenas- el goteo urgido en la entrepierna de la nocturna, el estado dubitativo y permanente de la religiosa, la compasión que rodeaba a la invidente y su poca gana de inspirar lástima, el listado creciente de culpas de la borracha, el listón colorido que sujeta la madeja rizada de la campesina.

Pende, como ese trenzado racimo de zapatos, pende allí, equilibrado. No cae, no asciende.
Pendiente, como la espera.

Queda en ella la carcajada, el chicle de fuera y la urgencia en el sexo de una, el gusto por mostrarse sensual de otra, el miedo y desconfianza a caer de la otra, y la afición por el campo de la última, la voz pausada y empática de la monja, el cariño del perro que ahora carece de amo y se ha habituado a su caricia mansa y la botella en la mano.

Los amigos borrachos y locos, los sacerdotes, los indígenas y un manojo de ciegos que le regaló la luz.

Apenas nada. Una playa indefinida y un tiempo indeterminado.

El cable frente al ventanal le despliega el recuerdo de todas, de ninguna, en abanico constante.
No habrá personaje sin punto de partida. No hay Lucía para sumergirse en otra
cualquiera. No era.

No es, sino una sombra descalza.

Tacones rojos

Tacones rojos

Su obra dejó de vender, la fuerza expresiva parecía disolverse hacia la palidez, a la nada.

Después de regodearse en la crítica uniformemente afortunada hacia su trabajo, de empatarse con la genialidad, era difícil colindar con la decaída. Su capacidad de concentración menguaba. Había caído entre los lazos de una pasión erótica desbordada, estrenaba una relación de fuego que lo mantenía en el cuerpo a cuerpo como antes no conoció.
Esa mujer, se decía, era inevitablemente llama encendida. Pocos habrían tenido la suerte de congeniar así, en esas jornadas largas, extenuantes.

Pero la memoria insumisa le hablaba de su éxito arrollador, era la referencia lo que más raspaba.

Empezó a dudar de la relación entre creatividad y sexualidad. Le parecía impensable soltar la pintura, ésa que justificaba cada paso de su vida y volvía respirable estar vivo.

Pensó en Conchita, ésa anécdota de Pita Amor. Conchita era una muñequita de diez centímetros que le había regalado su madre. Cuando volvían de un paseo, cerca de la medianoche, Guadalupe, de unos ocho años, se dio cuenta de que la muñeca había desaparecido y en un berrinche desastroso, a fuerza de llanto y gritos, orilló al papá a salir en su búsqueda. Le explicaban la inconveniencia de la hora; que debía esperar la mañana.

Caprichosa como fue siempre, no cesó el berrido hasta lograr que el papá saliera hasta encontrarla. Volvió una hora después con la muñequita en mano y Pita, una vez que confirmó que era la misma a la que tanto lloró, la aventó al perro que dormía en su cuarto, mientras sin dudar, observaba la manera en que éste la despedazó con los dientes de inmediato. Se sintió satisfecha.

El papá no entendía nada. La sacudió regañando sin remedio.

-Si Conchita es capaz de hacerme sufrir así, no la quiero cerca de mí- gruñó convencida, mordiendo cada sílaba.

El pintor la recordó azarosamente.

Anduvo rondando la noche entera entre un cigarrillo y otro mientras que la amante lo invitaba a seguirla a la cama. Hizo caso omiso. Escogió el celibato a merced de la creación, creyente de recuperar la fuerza creadora necesaria para hacer una obra realmente importante. Debía sumar elementos y retomar el camino que conocía bien. Sin pensarlo, sin proyección, sino instintivamente.

La baja en las ventas lo sumía en frustrante novedad. No recordó cuándo fue la última vez que vendió una pieza. Él, que vendía cada cuadro incluso antes de terminarlo. Y sí, coincidía con el inicio de aquel romance arrebatador.

Compartió la nueva propuesta. Intentarían convivir de otra manera sin perder esa energía que ahora le pareció dañina. Ella, estupefacta, no dijo nada. Quizá confió en su cualidad adictiva y sus recursos carnales convincentes.


Así fue. Lo acompañó en esa nueva forma de ayuno. Él volvía a pintar con un interés renovado; ella leía cerca de él y para él. Así él se concentraba en la lectura y la pintura sería un devenir natural, lejano a una falsa intelectualidad.
Ella hacía lo suyo, era una mujer cargada de futuro y proyectos.

-Esto no es para mí, sabes. No sé conformarme, te dejo. Olvidarme del sexo me resulta
impensable, lo siento.
Al hablar, parecía clavar contra el suelo la punta afilada de aquellos rojos tacones que adoraba y que apenas soltaba.

-A mí me lo parece el fracaso, dejar de pintar. Me conociste pintor y no quiero moverme de ahí- dijo intachable.

Tomó un par de maletas y se fue. Con ese par de zapatos rojos -casi un amuleto personal- parecía bastarle. Apenas logró que él volviera el rostro mientras salió del apartamento.

A él se le incrustó una rara mezcla visceral, sabría cómo soltar ese mal sabor.

Trató de retomar caminos andados, de llenarse de otros, de viejas ideas aún renovadas, no parecía encontrar la hebra que diera rienda a su ser creativo. Ése, que parecía haber salido con ella e incrustarse en ese par de maletas, calzar ese mismo par de zapatos.

Plagiaba como una manera de rendir homenaje a un artista original pretendiendo que no existe. Y tan absurdo le resultó ese juego. Y tan inútiles le parecieron tantos otros para volver a despertarse artista. No llegó la inspiración, la disciplina estaba distraída y su quehacer le parecía tan ajeno e insípido. A dónde partió esa fuerza…

Medio año sin ella le pareció una hoguera. El mismo, que intentó caminos alternos sin resultado. Quien lo representaba lo dejó también. No merecía la pena pronunciarse a su favor, no redituaba.

Volvió a las noches de pesadumbre y pesadez, encendiendo el cigarrillo con la colilla del anterior en un relevo incesante. Había pasado su momento, pero no sabía hacer otra cosa. Desde los veinticinco años se bañaba en las mieles del éxito. No conocía tampoco otro modus vivendi. El mundo del arte era su casa. Era él mismo.

Buscó a la amante, prometiendo un trabajo alternativo y volver a la pasión descubierta. Se dejó llevar de quicio en quicio en esa flama que parecía encarnada en ella. Se bañaron en satisfacción dando rienda suelta a cada antojo y fantasía. Ella se llenó de vida entusiasta.

Abrió una galería. No conocía otro rumbo. Tenía viejos contactos así que buscó a los artistas a representar; exigía exclusividad y aumentaba comisiones. Esmerado en la publicidad, se rodeó de buen diseño e imagen adecuada. Pronto estuvo entre las más importantes. Reconoció y pudo ahora burlarse de esa parte de los creadores -porque aún lo era- que hablan de arte y parece que lo hicieran de cosas muy serias.

Sabía bien que los artistas tienen que hacer concesiones para actuar dentro del mundo del arte, ya que hay códigos muy claros y las concesiones vienen porque a fin de cuentas, el arte es un
diálogo dirigido al espectador que es a su vez la mirada más pura. Pero intervienen, sin margen de discusión y contra toda voluntad del creador, el mercado y la crítica. Finalmente, en el arte no hay ninguna verdad.

Se sorprendió a sí mismo admirando a los contemporáneos, a las nuevas propuestas. Volvió a asomar su asombro, ése que era inexistente frente a su obra y que pereció entre los muros de su estudio. Pareció entender que el éxito sucede en el arte rara vez cuando se le busca y ocasionalmente por error.

Organizaba subastas y aprendió a aceptarlas como el lugar donde por fin se abandona la pretensión de que el arte tiene un valor abstracto y reconoció que sólo se justifica por sus dividendos de compraventa, aunque como creador le doliese.
Otro absurdo que luchaba por parecer abstracto. Tan absurdo como su negativa a pisar el estudio nuevamente, echó llave como si lo hiciera el pariente de un muerto en duelo pendiente y evita la confrontación. Era sin duda, la habitación de un muerto. No volvió por allí.

Ella extrañaba ese olor de óleos y aguarràs, de invención. Echó en falta los ecos de la investigación plástica, la revelación de posibles materiales y texturas, la curiosidad que guía al artista. Hoy un moderno y exitoso galerista. Hoy, un amante constante y complaciente, eficiente a decir basta.

Una propuesta. Conocer el trabajo sorprendente de un artista que apenas alza el vuelo. Una promesa pictórica fresca, de reciente aparición y le llevan una pieza como muestra. Esto era distinto. Rompía todo esquema conocido, no le remitía a ningún otro artista. Lo apoyaría en su recinto una vez que el trabajo estuviese listo. Una serie quizá.

La serie estuvo lista, su coleccionista más preciado -por valioso económicamente- le pidió conseguir una de esas piezas. Pagaría lo que fuera.

Entró en la dirección escrita en un mínimo papel. La puerta entreabierta lo incitó. Recorrió en silencio esa bodega atestada de cuadros, su asombro nunca creció de esa manera. En un tapanco de madera oyó crujir algunos pasos.
Por alguna razón no esperó a que lo recibieran, se alejó inmerso en ese gran resultado. Quizá envidia, quizá su propia frustración le dolía de golpe, le removía algo más esa herida aún a medias.

Prometió conseguir una de esas piezas por complacer al cliente, mas no hizo nada por lograrlo en lo inmediato. Supo de la apertura de la muestra y asistió puntual. Habló con el representante del artista quien confirmó que los presentaría enseguida. La obra se vendió en su totalidad antes de inaugurar la exposición. Cuando quiso negociar lo anotaron en lista de espera. Ni en la cumbre de su carrera le sucedió algo similar.

-Será para la obra siguiente, pero déme sus datos- aclaró el vendedor regordete.



El artista llegó retrasado algo más de una hora, la gente esperaba con enorme curiosidad.

Entretanto, no faltó quien lo reconociera preguntando qué fue de él, porqué ya no se le

veía en galerías. Tragaba saliva espesa, argumentando cualquier cosa.

-Será cuestión de tiempo, he estado ocupado del todo en otros asuntos.

Al fin, reporteros y cámaras dejaron ver al artista. No esperó a mirarlo. Se rindió cuando vio de lejos ese par de tacones rojos que, inquietos y nerviosos, chocaban la punta en un ir y venir contra el suelo como clavándolo.

La satisfacción calzando el arte.


No volvió a verlos. Salió deprisa sin voltear atrás.