martes, 27 de septiembre de 2011

Y dentro del cajón de las miradas…

El retrovisor como una metáfora de los ojos puestos atrás, la necedad de la repetición, una y otra vez. Ese mismo paisaje que parece escrito en bronce, esa lentitud, esa tardanza, esa negación a dar el paso sólido que exige este instante, la duda eterna de enfrentar el presente.
El cuerpo en primavera, el sol en los ojos, humedeciendo la frente; la cabeza acalorada y el regreso de esa postal otra vez. Otrora, la nieve. La niebla de las heridas.
El ayer no parece querer despedirse y no parecemos querer soltarlo, tampoco.
El frío que crece dentro, que echa raíces. La escarcha pegada al recuerdo, al dolor del ayer. Sin regreso.
Lo tardío. No saber desdecir, no querer hacerlo. Tampoco saber cómo hacerlo desde el miedo y la parálisis que conlleva.
Ella dice: Siempre tuve miedo de tu miedo y tuve razón en tenerlo.
De aceptarlo, se le congela el alma. No puede hacer más.
El invierno ya caduco en el calendario. Mas vive latente en las emociones, en el roce de los dedos, en el desierto de la palabra, en el desperdicio de los días, en el afán de la disculpa.
La flor brota a sus anchas, casi frente a sus ojos. Grita su existencia, casi brilla para ser reconocida.
Él no puede verla. Vencido, sólo puede mirar lo remoto, la sequía, lo ya imposible, lo marchito aun cuando florece a plenitud frente a sus ojos.
Le queda meterse entero en el cajón de la añoranza, dejarse ceñir por el marco negro de la memoria, regodearse en ese lugar tan conocido, tan recurrente, ese refugio que es también la derrota, porque lo es. Ese lugar imaginario que a fuerza de repetirse, convence. Y termina por devenir comodidad que no rima con serenidad.
Retroceder, retroceder, retroceder hacia ninguna parte. Ya se sabe.
Ese granizo sólo queda en la rendición; en sus postales de historias vividas. Los días le gritan otra cosa, exigen presente. Y sólo se le ocurre la mirada colgada hacia atrás, la retirada. La cobardía.
Y volver atrás, ¿volver a dónde, volver a quién?
Un retorno a la resignación, al vacío, a donde no hay camino, a las huellas de tierra que quedaron en el hielo y que el sol deshizo. Al ayer.
¿Cómo volver al ayer? Y aun con alguna respuesta posible ¿para qué ir allí, en aras de qué?
Echar en cara a la memoria que se enciende con el dolor, su combustible.
Decía un amigo: la memoria, como un perro, se echa donde le da la gana… y es así. Y no discrimina aunque a gritos, quisiéramos que lo hiciera.
Volver al recién hielo, desde el sol. Y a voluntad, a placer. Hasta ahí llega nuestra ceguera humana.
Volver a los brazos de la reminiscencia, a embriagarse en su olor; volver al disfraz de el valiente desde la semilla del miedo. Al paisaje nevado, a ese último aliento lleno de desaliento, a lo que queda de lo que no se ha podido vivir y se cree que así se cuida mejor: como ofrenda entregada a la tierra, como tributo a los dioses, como un regalo oculto al que, a pesar de todo, nos asomamos de vez en vez para confirmar que allí está, aun oculto, a vista profana y en un lugar que niega como el misterio de la noche la luz de un día gris...
El memorioso insiste en volver a antaño, aun quizá con disimulo. Y se convence de que en ese gesto, mira de frente a la victoria.
Dice el lugar común: Vivir en el pasado es empezar a morir.
¿Y cuándo vendrá la apuesta por el presente y algo de arrojo y cojones frente al riesgo de que nos hagan sentir vulnerables ?
¿Cuándo vendrán los esfuerzos renovados para que podamos bañarnos al sol dejando atrás la nieve que nos ha tocado el alma y que nos hirió tantas veces?
¿Cuándo dejará el miedo de envenenar nuestro contento?
El amor y la ilusión debieran parecerse al descanso. Dejar de lado el combate y el frío acumulado, dejar de manosear el hielo para que lo deshaga el sol mientras recargamos los ojos en la ventana al frente y mirar, sin velos ni apasionamientos, el paisaje que nos ofrece con todas sus posibilidades.

Irma Zermeño (c).

De Antonio Arroyo y su cajón de las miradas...

sábado, 11 de junio de 2011

Nada

Ella busca emular los ojos repletos. Posa con sobriedad. El retrato ha de quedar esta semana. Han de quedar los ojos repletos, no los que se vaciaron sobre aquella carita pequeña al apagarse. Ha de quedar la melena sana, no la descabellada. Ha de quedar una sonrisa, no la que se llenaba de esas manos delgadas que aplaudían cualquier cosa. Han de quedar las mejillas rosadas, no las que el niño se cansó de sujetar entre sus manos. Ha de quedar el cuello, no el que se inclinaba, amoroso, a consolarlo. La frente en alto, no la que se sumerge en el recuerdo niño. Los hombros altivos, no los cansados de abrazarla en escondite perpetuo. El pecho erguido, no el que llueve por dentro, jaula de ese corazón machacado: el que fuera nido y manantial de su hambre virgen. Los brazos sueltos, serenos, a los costados, no los que tiran de esa pesadilla lumbre. La piel joven, no la que murió atada a esa risa bajo las sábanas; la misma que ha enmohecido por dentro y no cicatriza. El vientre delgado que insinúa ese vestido lujo, no el que lo sostuvo en milagroso rito. Las piernas cruzadas en pose perfecta, no las que apenas pueden con ella y su nuevo peso, de plomo, las que tiemblan y debaten si tiene sentido dar un paso. Los pies en la zapatilla, no los que han olvidado andar, no los sin dirección. Los pies, hojas secas.
Ha de quedar lo figurativo y no lo abstracto. Lo objetivo y no, lo subjetivo. Lo objetivo, de encontrarlo.



Has de saber, Marcela, que al pintor tanto le da que te duela. Que él repite tu gesto sin saber lo que contiene, sin imaginar siquiera la multiplicidad de tu desgracia, que Mariano no aparecerá en el retrato. De ninguna forma, aunque lo lleves tatuado en la frente y en las sílabas, aunque tú lo sientas reírse contigo y por la pose que adoptas, aunque tú escuches que juega a poca distancia del pintor, aunque esté ahí mismo pidiéndote un dulce antes de comer; sí, aun cuando tu mirada se detenga en ese horizonte de contarle las pecas, aún así, no asomará como una extensión tuya, nada de eso.


Y no, lo tuyo no es un retrato, es sólo lo que él se inventa, una hermosura que desconoces, que si tuviste eres ya incapaz de recordarla; una sonrisa que ni en sueños te empata con la Mona Lisa, porque en la tuya no hay enigma ni misterio, hay un porqué pletórico de tu gesto vacío, hay tragedia, hay valor de afrontar los amaneceres de una vida desierta, un desierto extenso y transparente; no hay pincel ni color para los trazos que modelen tu sonrisa; no hay blanco que encienda un destello en tus ojos, no, nada de eso, porque al pintor tanto le da estar atento a los significados, porque los tuyos serían terribles, o nulos, porque sería un cuadro blanco, enteramente blanco, o negro, despiadadamente negro, como un cuadro de Malevich.


Y porque no se trata de eso, sino de que se lo han pedido con miedo de perder o ver desaparecer lo que te queda, a sabiendas de lo que sigue, que será marchito; que cada día te apagas algo más, que de mirarte dan ganas de llorar, que el niño de tus ojos, porque en tu caso es el niño y no la niña, tuvo veneno en la sangre, porque nadie tiene la culpa, aunque te sepa a tuya, porque …¡joder! la vida sigue, aun así, aún miserablemente jodida pero sigue, y tenías que saberlo, Marcela, tienes que saberlo, aunque te pese, aunque lacere, aunque desees que la vida se marchite contigo, que se esfume; aunque quisieras que de golpe, el pintor volviera los ojos de la paleta y no encontrara nada, porque sería el retrato más justo y más espléndido de lo que eres, el más preciso: Nada.
Porque sería bueno saber qué entiende él por nada y cómo la representa, pero, nada, sigues ahí con tu cara mustia y forzada, obligada a fingir lo que no eres, a hacer aparecer palabras gentiles que no nacen, o que nacen muertas, como debió nacer Mariano , en todo caso, para evitar que cada día le tomaras más por tuyo, para morir antes de desbordarte por él, antes de ser nada, como tú ahora, que te esperan mujer y te esperan esposa y te esperan renovada y a ratos, amante. Nada.


Apenas estacionar un gesto que le recuerde a tu marido cómo luce la sonrisa en tus labios, para que intente recrear ese color de ojos que Mariano avivó, ese rojizo tono de pelo que tanto te lastima ver de nuevo, y nada, que ojalá te quedaras ciega para no decir “esos ojos, ese color de pelo”, y desmemoriada, para no saberlo tampoco, y sorda , para no empatar todos los nombres con ese único nombre clavado en tu lengua , y loca, porque sería más conveniente, porque es divino confiarse a la locura, decirse estar loco cuando a uno le duele todo por dentro, le duele la memoria y el alma; sí, porque estar así, frente a un plato de papilla y una mano ajena que te alimente se vuelve la ilusión más grande, y sí, pero nada, ahí sigues, con tu gesto de señora, con la joyería encima que detestas, con un tipo al que no has de gritarle que se vaya al diablo, porque necesitan algo más de tí que tu pesadumbre, que tu frontera de muerte, que tu palabra vacía, que tu humanidad hiriente y a medias, y tus pasos secos, otoñales, y tu futuro ofensivo y tu presente lastimoso, por eso y nada; porque dejaste de habitar el negro de tus ojos que este señor elogia y que dejó de ser el negro azulado de los cuervos para ser el de los zopilotes, y la gracia del movimiento de tus dedos, su aleteo, sí, porque quedaste desguangüilada y quedas como la piel del maniquí, así, así de absurdo todo esto, porque la única palabra que llegas a escuchar es :“mamita”.


Sí, porque el diablo asomó la cola en ese cuerpito de tres años, porque tus brazos se vaciaron al dejar esas flores encima de la tumba y ahí quedó tu fuerza última, por eso, nada más, porque este juego es necio, porque el pintor insiste en estar del otro lado de tu dolor, porque el tuyo no lo vence, porque busca tu presencia que no existe, porque ah, cómo te debeló Mariano, cómo te rindió a tu propio destino, cómo se quedó dentro, que ni el padre sabe lo que te tuerce su falta, que ni entiende cómo, porque ser padre no se acerca nada a lo que uno siente, que tus pasos se hayan vuelto huecos, y nada, que el hombre pide el fuego que tus cenizas niegan y no habrá más que darle. A nadie, porque aquella actitud dante que te definía, se enterró ahí, ahí mismo, apretadita, a la justa medida de los brazos niños y amarrada entre ellos.
Dale, que le siga, que se apure, que si acaso asomará algo será una lágrima, otra nueva, una más, que si algo lo interrumpirá no será de golpe tu sonrisa sino las huellas de las manitas embarradas de cajeta en el muro que da contra tu espalda o el gemido del cansancio de Mariano que ya te espera concluir este absurdo para correr a abrazarlo y acunarlo ahí mismo, que lo único que esperas que te supla es ese maldito retrato, que sea soberbio, que cubra las necesidades de quien lo exige, que pueda tu marido vaciarse en esa imagen, que le sirva, que te sustituya y te supere por mucho y puedas así dedicarte a acunarlo sin prisas y sin decepcionar a nadie…


Y ha de quedar esta semana. Así sea. Amén.

Irma Zermeño (c).

domingo, 15 de mayo de 2011

Re-trato

Re- trato

Acepté hacer el retrato. Las fotos no agradecieron mi embriaguez al tomarlas. Como toda borrachera, en su momento las encontré inmejorables. Pasé la euforia, la resaca del vino y dos crudas.
Una en forma de insoportable jaqueca. Otra: la cruda realidad de pobres imágenes. No tuve la humildad de aceptarlo.

La idea, el formato ya concebidos; así traté de asirme a ellas. La imagen fue
apareciendo de a poco, adquiriendo el carácter que quise imprimirle. La composición renacentista, la luz ascendiente en diagonal.

De entrada, cierta indiferencia impregnó meses a la conquista del resultado; luego, mi perfeccionismo de siempre, ése, mi peor enemigo. Y es que los enemigos no traicionan.

Llegó la fecha que antepuse como límite de entrega. Solicité una semana más. Algo me dice que me costaba soltarlo, aunque fuera ese su único objetivo. Darle un término. Con gusto lo recargaría en alguno de mis muros.

Al ceder la tarde y con ella la luz, lo llevaba sobre mi hombro -cual tumba en peregrinación- a esa esquina en mi recámara que ataja en línea recta hasta los ojos recién despiertos. Le apostaba a esa primera mirada virgen, que hace al cuadro cubrir su exigencia, que me hace saber lo que le falta. Llegó a buen término; un buen cuadro.

Festejo y banquete japonés en mi honor. O en honor del cuadro terminado tras meses de espera. Generosa cena. Variedad de pescado fresco, colorido, algas que abrazan la aleta apenas inmóvil, la escama reciente, sobre alargados montículos de arroz al vapor apretado. Parecían recién salir del mar para mostrarse dispuestos adornando platones y viandas.
Al centro, una larga y estrecha hendidura sobre la mesa forrada en piel oscura, repleta de rojas rosas en tríos que parecían interminables. Otra peregrinación en rojo sangre. Rojo protagonista que enganchaba mi mirada robándola hacia esa otra realidad. La mía: el vestido carmín del cuadro; imagen entre holanes que no pude soltar como único horizonte durante toda la cena. De las rosas al vestido se cerraba el único círculo posible, ida y vuelta, de mi lugar preferencial en la mesa a la celosa imagen.

Estuve mudo en la charla, sordo a la música, ciego a los demás, ajeno hacia los
interminables elogios. Consumí la sopa de golpe, ignoré su sabor hasta que percibí un trozo de queso soya detenido en la lengua. El mismo que me hizo cambiar el rumbo, me traía de vuelta a la cena. Me hacía por un segundo –acaso- olvidarme de la vista inquieta alineada en ese último hijo de mis manos, allí encarnado y digno. De pie cara a cara con su origen: ella.

Ella, que desde el instante que me recibió en la puerta, encontré distinta. Más joven, más delgada, derramando hermosura. No sé si más joven, no sé si más delgada. A todas luces, la sé distinta. Otra. Distante por mucho del reflejo en el pesado peregrino que cargó mi lomo tantas noches, el mismo que me retaba por amaneceres a la vez que era testigo en mi despertar.

Ella, la modelo. Él, el peregrino. Yo, el culpable.

La confusión encajada en esa nueva percepción. Cómo deslindar ese filoso triángulo. Si yo mismo soy una de sus aristas. El árbol y su fruto maduro, yo diría: pleno.
La semilla y el tiempo. La espera y el resultado afortunado. Mi pincel y su eco.

Entre los dos -ella y yo- a una distancia majadera, ese lienzo vivo que se generó
poco a poco.
Lo tuve para mí sin ella; entre noches de insomnio y bocetos; entre dudas y
posibilidades.

Conté apenas con una débil referencia en fotografía. De mala calidad, casi un
susurro empañado. Pero eso es lo de menos.
Esta noche aquí, cual celebridad, sostenido con soberbia en un lugar -que me es ajeno- como en pedestal, frente a mí y tan lejano a mí. Conmigo tanto tiempo a solas en coqueteo constante, en complicidad próxima, en diálogo privado e íntimo y ahora, con mayúscula insolencia me reta con su presencia altiva: me exhibe su nuevo y lujoso domicilio, lo restriega sobre mi rostro indeciso. Me grita, se regodea en su lograda independencia. Sin ápice de timidez me cuestiona la herencia que pude darle.
Tacha mi egoísmo. Se afirma un mero pretexto temático, un endeble barandal. Una escena más como tantas en mi vida de pintor. Parece enfatizar mi duda; si el resultado -dice- me favorece o la favorece a ella, si he sido justo.Difícil paradoja. Imprudente cuestionamiento cuando viene del mismo fruto, de la ironía que hice nacer, a la que di vida.

La injusticia perpetua; es una desventaja añeja; no descubro nada. El escultor se queja desde siempre de la fría temperatura del mármol en comparación con la cálida, temblorosa piel de la modelo que entre pudores se ofrece.

Mas hoy es mío el vacío, es mío ese espacio agrio que tuerce, enreda y anuda por dentro. Que más da cuantos lo han sentido.Soy yo quien enfrenta esa encarnación. Yo quien la firma.

Cuánto pudo cambiar ella en unos meses; no,no ha cambiado. Se siente halagada, favorecida por mí en las piernas torneadas, en la lisura del rostro y su expresión inocente. Se mira a placer, se reconoce a fidelidad; se gusta más de lo que puede aceptar en el espejo.

La imagen rebasa por mucho su expectativa que no era poca. Festeja, brinda, está orgullosa. Se presume abiertamente.

Su pintor consentido, todo su talento, ha clavado su energía en ella, la ha
reproducido de manera intacta, cabe decir mejor, según sus palabras.

Es mi mirada exigente que no sabe empatarlas. A ambas. Ellas, y su semejanza
incuestionable. La naturaleza -de ambas- y las visiones que de ella inspiran.
Lo esencial.

Me quedo con un sabor amargo en la boca. Injusto con el pescado fresco.

Quedo con cada espina de las rosas detenida en la garganta espesa. Me duele cada mirada ajena que se posa en la imagen teniéndola a ella -como yo- de frente. Me jode esa cercanía. Me lastra el silencio de quienes las miran juntas.

Aun cuando el silencio termine en verbal aplauso. Para mí, aplauso mudo, ingenuo.

Se lo digo; le ofrezco algún retoque. Me expongo con atrevimiento.

Habrá que reducir el contorno para ceñirlo al muro que le ha escogido. Me tienta esa nueva posible cercanía. Busco aprovechar el retorno; hacer venir la peregrinación aun pasajera.

La hago ver que la imagen dista de su belleza, que me quedé corto. Lo niega a
carcajada abierta. Rechaza mi sugerencia, cada palabra que le sabe a humildad absurda, a insistente mentira.No quiere que se toque el cuadro nuevamente. Me siento contrariado.

Obedezco mi instinto, quiero llevarlo conmigo a solas, tenerlo cerca. Que dicten los ojos, que traduzcan ese grito estridente de ausencia, de falta que retumba en mis sentidos.

Nada. Nadie parece entender que tenerlas juntas me provoca un regusto de fracaso, me tumba. Sólo confirma, hace patente la futilidad del retrato, nunca rendirá tributo ni será a medida mientras exista el origen en continua referencia.
Sólo sin ella; sin ese testimonio de vida, de fresca belleza móvil sería un retrato
hermoso. Parece serlo, lejos de mi mirada.

Antes, la modelo como personaje, como herramienta dialogando con el resto. Una referencia similar, un puente visible, un préstamo voluntario, un perfil posible. Tan solo un molde; un re-trato. Un volver a tratar. Y vaya que hay que volver y volver.

Eterno retorno hacia ninguna parte. Una representación, como en el mundo del teatro, un velo.
Yo y esa amargura que me cuesta tragar.

Ella y el sabor de satisfacción, de agradecimiento inmerecido.

Al encarnado sólo le pido margen lejos de ella. Como cuadro, como escena e imagen, me satisface, más que eso. Como retrato, siento la pálida visita del fracaso aun en su forma más sutil, más disfrazada. Achicaré el contorno y lo enviaré de vuelta. Dejo el molde.

La diferencia: no seré yo del otro lado de la puerta, quien la mire abrir con esa nueva hermosura que ahora parece estrenar.

La decepción, como el cuadro, no son cosa efímera.

Irma Zermeño (c).

domingo, 13 de febrero de 2011

Don Gato

Don Gato

Para Sergio Jiménez,

Como corrido ranchero eras: “Viudo, divorciado y abandonado, en ese orden”.

“Viejo prolijo e insensato”; enemigo de los calcetines; amante repetitivo de la camisola de mezclilla desfajada, el suéter azul marino y los tenis blancos de lona percudida.
Vaqueros deslavados que siempre parecieron grandes sobre tu angosto talle: el mismo del Capitán Gato. La misma vivacidad. Un caifán.

Estoy tan orgullosa de tí que quiero presumirte. Dijiste, “yo tan orgulloso de tí, que te
quiero para mí solo. Nosotros somos nosotros. Acaso eso”.

Podías llamarme nietecita a tu antojo, repetirlo sin límite. Llamarme “el regalo de tu invierno”. No me perdonaste parafrasearte y llamarte abuelito. Eso no. Era tu juego. Jugar a “mi abuelo, al viejito antigüito” y liberar así mi defensa. Aclarabas en público tu preferencia por mí, defendías nuestro lazo puro. Puro.

Me hablaste de tus querencias, de “esas viejas rancias” con que buscabas compañía. Las que pasaban ratos contigo desempolvando libros, escuchando tus relatos, compartiendo tu negro despliegue de humor y –sobre todo- cálida sabiduría.

Miau-Tse-Tung, testigo. Envidiable escucha de tu voz recia, acompasada y firme.

Querías “envejecer con dignidad”. Vaya si lo hiciste. Montado en ese pupitre, vecino al mío, en que el sol te llegaba del oriente. Ahí mismo, donde te negabas a “acondonar” los textos.  Los pies inquietos, ibas y venías… recitando a los clásicos en perfecta y sólida entonación. Una vida en ello.

“¡Coooño!” , gritabas cuando un verso te atoraba entre sus letras tenaza. Octavio Paz devenía claridad, asimilación, fácil lectura. Dedo índice al alza, esperando el turno a participar. Un niño. El espíritu niño reisidía en tus ojos brillantes, expresivos. Risa fácil. Carcajada ante el menor de los pretextos.

Había esa “otra realidad diagonal” entre nosotros. Complicidad en tus recados, en tu búsqueda de mi mirada aprobatoria. La “florecita” no hizo sino festejar el encuentro. Sino brindar por la magia de tu cercanía; sino grabar en la memoria cada una de tus frases.

-¿Qué le ves a este viejito apestoso?
- Espera… ¿tienes con qué apuntar? Y te dicto…

Nos enamoramos, a un mismo tiempo, de la poesía. Nos dispusimos a entender.

Seguiría Grecia. Frente al mar Egeo te acomodarías en una banca. El pelo y la barba crecidos a lo indecible. Yo, por ahí cerca, lograría vender artesanía mexicana. Tú, a escribir. Yo, a dibujar los gatos que ocuparan el relato. Muchos. Gatos esfinge.
Tu cara de hacha se perdería entre el pelo abandonado. “Mi sonrisa bastaría para lograr las ventas”, decías.

Habías conocido, a fondo, el éxito y el fracaso. En ese sentido, no te preocupaba nada. Desapegado de los dineros, de los excesos. La biblioteca del Ajusco y un buen cigarrillo en boca. Buen café entre las manos. Y la florecita cerca. Floreciendo por tu luz, por tu aliento.

La hooligan que tanta gracia te hacía. Los dibujos en su honor, grabadora sobre el hombro y zapatos rudos. Pesados. La conmovida por tu existencia. La dueña de ese cariño inmerecido. Inmerecido siempre.
Quien no compartió tu gusto por los huevos sin yema o sal ni por las rodajas de jitomate; la que olvidaba acercar el azúcar mascabado tras el desayuno. La que, entre risas, burlabas de comerlo todo con chiles toreados. La que se atrevió, entre pinceladas, a insinuar la sombra de un perro detrás de un gato. Inaceptable. Lo devolviste, indignado.
Prometí desaparecer al perro porque “los perros son los gatos de los gatos”.

A quien confesabas que recién te dejaba “la última vieja”; quien supo después, que fuiste tú quien la dejó de lado. A quien esperabas presumir esa dentadura comprada, reluciente y cerámica.

“Ahora sí me va a ver con sonrisa de chamaco, con sonrisa de millón de dólares”, contabas por ahí.
“Profe, piérdale el asco a esa mujer y bésela” , te dijo alguien entre bromas.
“Nunca vuelvas a mencionarla, metiche de mierda, esa mujer es sagrada, es mi nietecita, cómo se te ocurre”…

Enojón, gruñón, enérgico, neurótico acentuado siempre de ternura.

El azar nos entrelazó una tarde. Hilaste cabos. Venía acompañada. Me supiste feliz en esa compañía. Lo dijiste. Tu cara se trabó. Nuestro abrazo fue torpe. Apresuraste la retirada.
Se espaciaron tus llamadas. No quisiste, pese a mi insistencia y tu previo entusiasmo, celebrar tu cumpleaños conmigo.

“Te lo voy a decir en griego: No me estés chingando, no me invadas”. Y otra vez: “Nosotros somos nosotros, nadie más”.

Terminaste el libro. Llegaron título y portada. Sería la forma de celebrar el nuevo año. “Ya no tengo tiempo, como tú, de esperar a las editoriales”. Lo costearías tú mismo.

La promesa: Sobre la banqueta a que dan las librerías, estaríamos un domingo juntos regalando el libro a quien le interesara, “y verles la jeta”. Yo, a tu lado. La promesa.
La tuya, para inicio del año: la sonrisa perfecta, el libro saliendo del horno y Grecia.

El segundo día del año recibí una llamada nocturna. Te buscaban. Preguntaban por tí, “ya ve que con usted se le pasa el tiempo y lo estamos esperando”. Me dio un vuelco el vientre.

“No le diga que la molesté para eso, que no me lo perdona”, dijo alguien.

Se confirmó la noticia. Postdata, Tu gato ha muerto.

El auto sin mover desde dos días atrás. Tú, que odiabas posponer el desayuno en la calle. El parabrisas tapizado de hojas secas, algunas varas. Se tumbó la puerta.
Televisión prendida, tú, de frente. Yacías ahí por algo más de veinticuatro horas.

A un costado, libro terminado. Perfectamente ordenado y dispuesto. Al frente, por supuesto en griego, reza:

Gracias Irma,
Serás el sol de mis eternas primaveras.

Debajo, la transcripción al español. La agradezco.

El maleficio. Las visitaciones del diablo. Te vas, jinete de la divina providencia. Tu rostro tan cerca de mí, apagado. Inerte. Mis dedos rozan la madera de la caja en que te han metido. No puedo ver tu sonrisa ni estrenarla contigo. Decirte que sí, que es la sonrisa del millón de dólares. Mis ojos y su discurso del dolor, la imaginan.
No puedo sacudir -como antes- tus cenizas que me llegaban con el aire sino imaginar las que serás en unas horas.

La antorcha encendida. Corona de lágrimas. Flores blancas alrededor mientras Florecita gotea, derrama pétalos. Se marchita.

Miau-Tse-Tung tendría tanto que contarme mientras me calzo los zapatos dispares que tanto elogiabas. Los paréntesis que generabas en aras de festejarme. Sin eco ajeno. Tanto nos daba.
Única destinataria de tu acento jocoso. Tú, mi porra incansable.

La historia de los colores, el diccionario del amante griego, la pronunciación impetuosa de tu italiano, Tabucchi, Amada y la braga… Los travestis, Toulouse Lautrec, las plumas y lentejuelas bordeando mi cuello. El abrazo insospechado del huraño, finalmente agradecido. La abejita, las mañanitas en griego, el imitador. El causante de mi incipiente incursión en actuación. Locura todo.

“Mi niña bonita, nena, mi amiguita; te digo que dejes ya esa hierba, mira cómo te tiene diciendo locuras”, repite el eco en mi memoria…

Mi judío rebelde, mi cara de hacha, mi Capitán Gato, mi feo más bello. Y la senda de gloria.
Con Zeus, en el Olimpo, qué más da. No estás. No para mí sino apenas distendido entre las aguas del Egeo…

“Next!” gritarías eufórico en un momento así. No es tan sencillo.
Ojalá lo fuera…

Si supieras cómo me hablas desde que no estás, cómo apareces.
Desde que no eres.



Irma Zermeño ©.

martes, 25 de enero de 2011

Enjambre enredado

Enjambre enredado

Al tiempo perdido, y a la amiga que se fue en el lapso.


Sé que se querían de verdad, que se decían amigas desde siempre; sé también que hacían confidencias casi a exceso. No ignoré que estás casada y no sólo eso, también, con un excelente tipo. Te supe enamorada de mí también siempre; y ella - ya soltera de nuevo- no parecía comprender la razón; intuyo que reía de tus motivos pareciéndole insignificantes. Nada en mí había que se le antojara interesante fuera del contexto intelectual, teórico.
Imagino -¿ recuerdo, invento?- tu modo encantado al describirme físicamente, a detalle, compartiendo con ella cuanto digo, cómo te digo, el modo en que suelo moverme, cómo frunce mi quijada a capricho en ciertas consonantes, cómo te observo.

Grabaste a memoria cada respuesta que ofrecí, cada palabra de aliento, cada acierto festejado por esa, mi voz, que consideras varonil. La imagino ahora, escucha atenta, festejando esa, tu ilusión naciente y prohibida. Leyendo cada carta que te hice llegar para probarle, para confirmar que cuanto sospechabas de mi lado era -¿es?- verdadero. No encontraba peso en mi respuesta para asegurarlo, se limitaba a decirte que quizá lo apreciabas todo a la altura de tu conveniencia; ella sólo percibió gentileza, cierta cortesía. Amistad incipiente, más nada.

Mas insistías, todo te era prueba de correspondencia. La invitaste entonces a participar del grupo que estábamos por cerrar y accedió con cierta reticencia. Ganó la curiosidad.
Es ella, ni hablar.

Me habías hablado de ella -sabiendo de la pasión que me corroe por la pintura y fue ese tu punto de partida. La visión de una artista en el grupo podría ser buen condimento. Decías el “entusiasmo” que le invadía al saber que podría integrarse, hablaste de su inteligencia.
Nos conocimos. Se integró entre nosotros. Siguió, eso puedo asegurarlo, sin entender qué te parecía tan atractivo, dónde radicaba ese encanto que ella reconoció indescriptible. Para ella lo fue por inexistente. Indescriptiblemente inexistente.

Al salir de cada sesión, querías oírla decir que sí, que mis manos son robustas como ningunas, mis palabras lúcidas como ningunas, mi mirada -y sólo la mía- insostenible por aguda. No encontraste eco.
Ella se debatía entre permanecer inscrita o pasar a otra cosa; nada pareció llamar su atención distraída. Dos años pasaron a ese ritmo.

Me digo que la retuvo esa repentina inserción que agrego en relación a obras maestras, ese diálogo entre imagen y palabra que me ha dado por acentuar.
Ahí notaba que la rajada de su mirada se abría, que levemente sonreía sorprendida.

Apreció mis clases, los malos humores que me acompañan mientras expongo un tema y soy interrumpido, mis arrebatos inexplicables que a ti, aun hoy, te hieren y orillan a abandonar el aula.

Dos años –suyos- colindando con mi conocimiento, tu amistad y tu enamoramiento. Tú, cada vez más convencida de que la ilusión era mutua, acompasada.

Sin embargo, ese hombre que vive -¿o vivía?- a tu lado era todo menos reprochable, todo menos mal parecido, todo menos mezquino.
Lo fue -¿o es?- todo para ti desde siempre, desde que ustedes – amigas- se conocieron. Nada por intentar mejorar, nada por corregirle. La piel, su ardor en cumbre, su aprendizaje en el atajo de tantos años. Los frutos.

Tu ceguera aumentaba, mi desidia se fortalecía. Quise menguar tus ganas, señalar mi desencanto. Como alumna eras espléndida, comprometida y oportuna; como mujer no me interesabas un ápice. Eras mi amiga entrañable, saco de complicidades, entendimiento espeso, retornable. Un cómodo diván donde reposar mi incertidumbre y crecer mi ego.

Ella, ahora buscaba cierta cercanía con el crítico de arte. Eso sí la entusiasmaba, creía en el registro de mis opiniones, las validó sin cuestionarse, las integró en su lenguaje abstracto. Por ahí, me acerqué sin dificultad.
Su miedo a la entrega protagonizaba en sus prioridades; eso, a mí, que soy buen lector, me fue fácil descifrar. Difícil aceptar.
Su dolor antiguo, su escasa y breve vecindad con la libertad le impedía soltarse.
Así era. Despacio y sutil, fui ganando terreno a su herida visible, apenas sangrante.

Lo compartí, te dije que me sorprendía -a ratos- tumbado entre su recuerdo todo, embriagado por ese olor que me remitía sólo a ella y que no semejaba ningún otro, dominado por su mirada toda -que era símbolo exacto entre temeridad y serenidad. Usé las mismas palabras, una a una como escalonaban mi pensamiento, con la misma estrechez que me siembra.
Me asumí enjambre enredado por su estambre que me tejía de infinitud. Estremeciste al oírme.

No hice nada por abreviar tu confusión. Sólo inventé una prisa nueva y me despedí.

En el coche, me sentí ligero. Eso, que traduje como pesar en tu rostro me alivió. Me tenías abrumado.

Sé ahora, que ese nuevo capítulo fue extirpado en tus confesiones siguientes. Lo sé bien, te conozco.

A la clase que siguió llegaste con una propuesta que parecía verdad. Me tendías una nueva opción: serías incondicional para acercar su lejanía a mi impaciencia. Nada menos.
Acepté conmovido y sellé la sorpresa con un abrazo apretado que detuviste de más. Fingí no notarlo, como la fuerza con que te asías contra mí.
En ese instante, ella cruzó la esquina volviendo la vista a nuestro abrazo, sonrió francamente. Dijo adiós con la mano. Oí tu risa muda, oí el gusto que te brotó de saberla testigo. Ella, sin fingir, nos ignoró.

Decidiste asociarte, invertirías conmigo, apostarías por mí en ese nuevo negocio. Le hablabas de mí cada vez mejor, si eso era posible, trenzando eslabones hasta convencerla. Ella que sí, me admiraba y ahora disfrutaba de mi eco pictórico. Salíamos a exposiciones, aperturas y análisis plásticos. Y eso te desató una posibilidad naciente: acercarnos.

Qué mejor manera de ausentar conflictos frente a tu marido -de quien antes yo carecía de aprobación; qué mejor prueba que saberme emparejado a tu amiga. Vernos juntos, salir a cenar en grupo y confirmarlo; saberlo rociando su alegría con mi mano entrelazada a la de ella.

Él había estado equivocado: sus celos no eran más que una ridícula postura, una débil muestra de inseguridad. El abismo que lo rozaba cada vez que ibas a clases no era digno de ti, era inmerecido, injusto. Pidió perdón.

Le ofreciste pensarlo. Tú, indignada.

En ese tiempo quise conquistarla, vencer el muro de su defensa, aniquilar el miedo. De algún modo, supe que no se entregaría. De fondo, me supe incapaz de alcanzarla. Ella misma no se alcanzaba. Lo sabes, la conoces.

Adiviné en tu expresión esa concentrada admiración por ella, casi una envidia. La llamabas inasible.
Te conté que pintó mi retrato. Hoy me digo que el retrato no tenía nada de excepcional, que ni siquiera me representaba. A ratos humildes puedo reconocer que lo era.

Vivimos momentos inmejorables juntos. Tu “señor”, diría que lo pasaba bien entre nosotros. Tu amiga no dejaba de serlo, no dejaste viva oportunidad de reunirnos, de compartir. Te vaciaste en intentos por celebrar nuestra cercanía y hacer público tu júbilo.

“Cómo nos querrías a los dos”, dijiste un día, “para desearnos a cada uno estar con el otro”. Ambos que éramos sinceramente, lo más preciado en tus querencias…
Que lo tuyo, no había sido más que confusión, un débil pisotear un límite con el otro. Un absurdo, tu mente empañada y nada más.
Ese, “tu hombre” era imposible de dejar. Lo llamaste adorable.

Nuestro lazo amistoso creció hasta lo indecible; fuiste recipiente de mis miedos ante su altivez, ante su negada posibilidad de darse. Hizo lo que pudo; no tenía con qué.

Vino la interrupción súbita. Dijo adiós. Sin duda ni escrúpulo; sin más.
Me digo que quiso volver a ese origen de herida que aún la entumía.

La maldije hasta agotarme, no pronunció palabra, no volví a escuchar su voz. Busqué olvidar esa imagen plasmada del retrato y con eso, olvidar esa mirada certera, esa mano atinada, ese corazón de sensibilidad penetrante.
Olvidar, ojalá, su nombre. Acaso olvidar el olvido.

Fuiste desahogo. Vacié ese dolor, esa incomprensión de tajo, ese final de rumbo, esa dolorosa soledad de mármol.

Me vacié en tus oídos hasta volverlos boca, beso largo, uniforme.
Las palabras nos flaquearon las piernas; fue desdicha que volviste caricia, lágrima: una sola que devino desliz.
Mi acercamiento torpe con sabor a pedir perdón. Un perdón sordo que parecía gotear entre lo dicho y lo no dicho. Perdón que no sentí, hoy te confieso.
Fue un lento recorrer tendido entre cordones de egoísmo. Lo acepto.

Me inundé de tu anhelo, me dejé gozar. Quiero decir, te dejé gozarme. Necesité sentir esa avidez hacia mí, me confortó aun de modo pasajero.
Cuántas veladas en tu casa sobre ti, en esa atmósfera de maridaje…
Cuántas veces ella, otra vez, aparecía en el reflejo de tu espejo...
Cuántas, sentí tu aliento destacando el suyo…
Cuántas, apareció en nuestra charla y te exigí ocultarlo todo, evitar menciones.
Te hablé mal de ella, su ingratitud, su frialdad. Su destemplada fuerza corrosiva. La llamé “muerte encarnada” aun cuando no lo creí nunca. Si acaso: “vida que me impidió vivir”.

Tampoco esperé que callaras, te conozco. Supe que se lo dirías; que peinarías, a detalle, cada escena, cada recorrido, cada pétalo de tu placer obtenido. Presumirías tu premio, después de todo, tu tenacidad es impecable como alumna y como mujer. ¡Vaya!

Dejaste a ese hombre todo siempre, esperabas volverte mi todo siempre.

Lo lamento. Estoy habitado.

Creí que mi memoria cedía cuando una mañana cualquiera me miré frente al espejo y fue imposible reconocer mis rasgos. Algo cambió, algo se perdió. Por una razón que no busco comprender, he vuelto a desear que alguien pinte mi retrato. Uno, en el que aparezca precisamente, aquello que faltó en la imagen de mi rostro reflejado aquella mañana en el espejo.

Tú no pintas. Ni siquiera has mirado más dentro, no la has reconocido en mi esbozo de sombra hueca.

Te pido perdón ahora sí, desde mi entereza, por creer que esa forma de venganza que me volví, me resultaría benéfica; por suponer que tu recuento de goces a mi lado la arrastraría a mi, de vuelta.
No. Ni ella se alcanza.


Irma Zermeño (c).

martes, 18 de enero de 2011


Dicha lumbre

                                                    "La presencia del genio en una obra rescata los defectos, rarezas e injusticias del hombre que  los creó". César Aira .

 “Estoy tan acostumbrada a tus desprecios que cuando me acaricias lloro". Corrido jalisciense.


Ella sufría en sus carnes esos defectos y hábitos, cuando menos, inquietantes.

Él, sin quitar la mirada de la suya, entre fascinación y azoro, rodeaba con un cigarro  encendido el contorno del pezón, acercando ese azul naranja de la brasa que a su vez, encendía y hacía brillar el seno, lo rozaba débilmente, lo acercaba despacio presionando, lo hacía arder, frunciendo y retorciendo esa colilla lumbre sobre la carne rosada y frágil. Antes, tierna. Cuando menguaba ese azul naranja, volvía a succionar en el papel arroz, avivaba el fuego para volver a posarlo sobre el otro seno tembloroso.

Desde que se conocieron -ella, casi niña- él manifestó “actitudes extrañas”.
Entonces, se penaba con cárcel tener relaciones sexuales con mujeres menores de edad. A él le producía mucho morbo esconderla en  campamentos de verano e ir a tener relaciones con ella rodeados de niñas de su edad.

Era también ella, por ejemplo, la única persona por quien se dejaba cortar las uñas y el pelo. Tenía miedo de que eso, que había sido parte de sí mismo y había pertenecido a su cuerpo, fuera utilizado para cualquier tipo de brujería y le ordenaba guardar en bolsas plásticas etiquetadas con  fecha.

Pero a ella, Olga, mujer de cabellera líquida, la persecución ponía alas a sus sueños. La intrigaba. Ella, bailarina rusa,  parecía aceptar su tiranía y desprecio, su hostigamiento físico y mental. No sólo eso; llegaba a parecerle una dicha calcinante. Le parecía dicha, le encendía a lo entrañable. No quería más prisión que la cadena sucesiva de sus dientes.

Se sentía marcada para siempre por el carácter imprevisible, aunque cruel,  del pintor que le clavaba la mirada con sus grandes ojos y en ello encontraba magia. Él, que comparaba el ojo a un órgano sexual y que creía que la violación ocular era infalible. Y lo era. Ella hallaba ternura en ese morbo. Se pensaba masoquista, quizá en su ceguera, encontraba en el desprecio una embriagadora y magnética forma del amor. Aún más, quizá el  más espléndido arrebato lírico posible.

Él, tirano y verdugo, obedecía a los fogonazos de la intuición en un intento lúdico y desesperado a la vez. Vivía, como artista, ese camino a oscuras que se ilumina de vez en cuando por alguna revelación, tan peligrosa como propicia, que le permite ver, así sea por un segundo, el paisaje a seguir…para volver de golpe, en acto seguido, a la más completa oscuridad.

En su obsesión, la tenía encerrada y cuando salía y la dejaba en casa, escondía los zapatos para que no saliera en su ausencia.

                       Él respiraba el sueño erótico, sus luces lunares, sus sombras.


En azul, volcaba los hijos luminosos de su realidad interior. Su obsesión lo acompañó a lo largo de los años, si acaso, sufrió una variación que iba a lo sofisticado.

Hombre más bien bajo de altura, regordete, a medias calvo, que exploraba los límites de la sexualidad. No sólo quería satisfacer sus deseos sexuales, sino elevarse, entregado a aquello que era prohibido. Unía trasgresión y trascendencia. Descubría el sentimiento de violencia elemental que inflama cada manifestación erótica. Por esencia, asumía el terreno del erotismo como el de la violencia, la violación.

“Las mujeres son máquinas para sufrir”,  su lema.

La pintó compulsivamente en retratos casi antropófagos. Era como exorcizar sus sentimientos. Como aprehenderla a través de la pintura, poseerla hasta el agotamiento y hacerle el amor hasta el hastío.

Un día embriagado a límite le confesó que, acostumbrado a sus rasgos, le resultaría difícil  domar  la mano para expresar las facciones de la que sería su nueva amante.
Un afán ilimitado por experimentar, no sólo con la pintura, sino también con lo  humano y qué mejor, si tenía formas de mujer. Aún enamorado, no podía limitarse a ella, seguía buscando reconocimiento en brazos de otras.
Miedo a atarse demasiado a una sola mujer. Quizá por eso, aún mecido de bienestar, usaba la brutalidad como fórmula para combatir  aquello que más amaba.
La recreaba para luego, convertido el pincel en arma mortal, irla denigrando, destruyendo a la par que iba desapareciendo de su pensamiento, de su deseo y  su pintura.

 El rostro femenino se desfiguraba distorsionándose, incluso se rompía, a medida que la relación se prolongaba y comenzaba a agotarse. Si la relación se deterioraba, la imagen lo mismo; dejaba de ser digna de mirarse con asombro para ser vista con estupor, con cierto tormento y repugnancia. Ella no acertaba a definir si lo gastado, sucedía antes en el lienzo o  en la realidad.

El proceso de corrupción de la imagen llegó hasta retratarla con el rostro partido a la mitad. La pasión inicial producía en él un entusiasmo creativo, casi febril. Pero llegado el momento, esa misma pintura, la sustituía  por la daga con que habría de destruirla.

Entre sus posesiones, evidentemente, un armario saturado de zapatos de mujer; tallas y colores a escoger. Hacer un hijo en una mujer era -en sus palabras- la forma de matar los sentimientos que pudieran existir. Venía la urgente necesidad de liberarse.
Como la serpiente que muda, dejaba su piel vieja detrás -Olga- para volcarse a una nueva vida en otros brazos sin volver la vista atrás. Mejor que su memoria, era su facultad de olvido. Contradictorio, en conflicto permanente consigo mismo y sumamente destructivo, pregonaba sus celos ya que nadie podía merecer trato con una mujer que llevara su marca.

Y el tiempo que lo inmortaliza como enemigo de la ingenuidad, como un caníbal.

“El arte no es casto. Se debe prohibir a los inocentes”, repitió hasta cansarse.

Amante infatigable de la mujer, gran vividor. Hombre mito casi esfinge. Y lo que se acerca a un mito, aun en episódica relación, se quema. Y se calcina en dicha. Dicha que se volvió suicidio una y otra vez. Uno, por cada mujer que amó en sus noventa y dos años de vida

La anterior, por nombrar a otra, se pegó un tiro en la sien, Olga prefirió el marco de la Costa Azul para ahorcarse en el garage de su casa. Ahí terminó esa dicha lumbre junto a Pablo. Él era Pablo. Y era Picasso. Así era amarlo.

Irma Zermeño (c)