sábado, 11 de junio de 2011

Nada

Ella busca emular los ojos repletos. Posa con sobriedad. El retrato ha de quedar esta semana. Han de quedar los ojos repletos, no los que se vaciaron sobre aquella carita pequeña al apagarse. Ha de quedar la melena sana, no la descabellada. Ha de quedar una sonrisa, no la que se llenaba de esas manos delgadas que aplaudían cualquier cosa. Han de quedar las mejillas rosadas, no las que el niño se cansó de sujetar entre sus manos. Ha de quedar el cuello, no el que se inclinaba, amoroso, a consolarlo. La frente en alto, no la que se sumerge en el recuerdo niño. Los hombros altivos, no los cansados de abrazarla en escondite perpetuo. El pecho erguido, no el que llueve por dentro, jaula de ese corazón machacado: el que fuera nido y manantial de su hambre virgen. Los brazos sueltos, serenos, a los costados, no los que tiran de esa pesadilla lumbre. La piel joven, no la que murió atada a esa risa bajo las sábanas; la misma que ha enmohecido por dentro y no cicatriza. El vientre delgado que insinúa ese vestido lujo, no el que lo sostuvo en milagroso rito. Las piernas cruzadas en pose perfecta, no las que apenas pueden con ella y su nuevo peso, de plomo, las que tiemblan y debaten si tiene sentido dar un paso. Los pies en la zapatilla, no los que han olvidado andar, no los sin dirección. Los pies, hojas secas.
Ha de quedar lo figurativo y no lo abstracto. Lo objetivo y no, lo subjetivo. Lo objetivo, de encontrarlo.



Has de saber, Marcela, que al pintor tanto le da que te duela. Que él repite tu gesto sin saber lo que contiene, sin imaginar siquiera la multiplicidad de tu desgracia, que Mariano no aparecerá en el retrato. De ninguna forma, aunque lo lleves tatuado en la frente y en las sílabas, aunque tú lo sientas reírse contigo y por la pose que adoptas, aunque tú escuches que juega a poca distancia del pintor, aunque esté ahí mismo pidiéndote un dulce antes de comer; sí, aun cuando tu mirada se detenga en ese horizonte de contarle las pecas, aún así, no asomará como una extensión tuya, nada de eso.


Y no, lo tuyo no es un retrato, es sólo lo que él se inventa, una hermosura que desconoces, que si tuviste eres ya incapaz de recordarla; una sonrisa que ni en sueños te empata con la Mona Lisa, porque en la tuya no hay enigma ni misterio, hay un porqué pletórico de tu gesto vacío, hay tragedia, hay valor de afrontar los amaneceres de una vida desierta, un desierto extenso y transparente; no hay pincel ni color para los trazos que modelen tu sonrisa; no hay blanco que encienda un destello en tus ojos, no, nada de eso, porque al pintor tanto le da estar atento a los significados, porque los tuyos serían terribles, o nulos, porque sería un cuadro blanco, enteramente blanco, o negro, despiadadamente negro, como un cuadro de Malevich.


Y porque no se trata de eso, sino de que se lo han pedido con miedo de perder o ver desaparecer lo que te queda, a sabiendas de lo que sigue, que será marchito; que cada día te apagas algo más, que de mirarte dan ganas de llorar, que el niño de tus ojos, porque en tu caso es el niño y no la niña, tuvo veneno en la sangre, porque nadie tiene la culpa, aunque te sepa a tuya, porque …¡joder! la vida sigue, aun así, aún miserablemente jodida pero sigue, y tenías que saberlo, Marcela, tienes que saberlo, aunque te pese, aunque lacere, aunque desees que la vida se marchite contigo, que se esfume; aunque quisieras que de golpe, el pintor volviera los ojos de la paleta y no encontrara nada, porque sería el retrato más justo y más espléndido de lo que eres, el más preciso: Nada.
Porque sería bueno saber qué entiende él por nada y cómo la representa, pero, nada, sigues ahí con tu cara mustia y forzada, obligada a fingir lo que no eres, a hacer aparecer palabras gentiles que no nacen, o que nacen muertas, como debió nacer Mariano , en todo caso, para evitar que cada día le tomaras más por tuyo, para morir antes de desbordarte por él, antes de ser nada, como tú ahora, que te esperan mujer y te esperan esposa y te esperan renovada y a ratos, amante. Nada.


Apenas estacionar un gesto que le recuerde a tu marido cómo luce la sonrisa en tus labios, para que intente recrear ese color de ojos que Mariano avivó, ese rojizo tono de pelo que tanto te lastima ver de nuevo, y nada, que ojalá te quedaras ciega para no decir “esos ojos, ese color de pelo”, y desmemoriada, para no saberlo tampoco, y sorda , para no empatar todos los nombres con ese único nombre clavado en tu lengua , y loca, porque sería más conveniente, porque es divino confiarse a la locura, decirse estar loco cuando a uno le duele todo por dentro, le duele la memoria y el alma; sí, porque estar así, frente a un plato de papilla y una mano ajena que te alimente se vuelve la ilusión más grande, y sí, pero nada, ahí sigues, con tu gesto de señora, con la joyería encima que detestas, con un tipo al que no has de gritarle que se vaya al diablo, porque necesitan algo más de tí que tu pesadumbre, que tu frontera de muerte, que tu palabra vacía, que tu humanidad hiriente y a medias, y tus pasos secos, otoñales, y tu futuro ofensivo y tu presente lastimoso, por eso y nada; porque dejaste de habitar el negro de tus ojos que este señor elogia y que dejó de ser el negro azulado de los cuervos para ser el de los zopilotes, y la gracia del movimiento de tus dedos, su aleteo, sí, porque quedaste desguangüilada y quedas como la piel del maniquí, así, así de absurdo todo esto, porque la única palabra que llegas a escuchar es :“mamita”.


Sí, porque el diablo asomó la cola en ese cuerpito de tres años, porque tus brazos se vaciaron al dejar esas flores encima de la tumba y ahí quedó tu fuerza última, por eso, nada más, porque este juego es necio, porque el pintor insiste en estar del otro lado de tu dolor, porque el tuyo no lo vence, porque busca tu presencia que no existe, porque ah, cómo te debeló Mariano, cómo te rindió a tu propio destino, cómo se quedó dentro, que ni el padre sabe lo que te tuerce su falta, que ni entiende cómo, porque ser padre no se acerca nada a lo que uno siente, que tus pasos se hayan vuelto huecos, y nada, que el hombre pide el fuego que tus cenizas niegan y no habrá más que darle. A nadie, porque aquella actitud dante que te definía, se enterró ahí, ahí mismo, apretadita, a la justa medida de los brazos niños y amarrada entre ellos.
Dale, que le siga, que se apure, que si acaso asomará algo será una lágrima, otra nueva, una más, que si algo lo interrumpirá no será de golpe tu sonrisa sino las huellas de las manitas embarradas de cajeta en el muro que da contra tu espalda o el gemido del cansancio de Mariano que ya te espera concluir este absurdo para correr a abrazarlo y acunarlo ahí mismo, que lo único que esperas que te supla es ese maldito retrato, que sea soberbio, que cubra las necesidades de quien lo exige, que pueda tu marido vaciarse en esa imagen, que le sirva, que te sustituya y te supere por mucho y puedas así dedicarte a acunarlo sin prisas y sin decepcionar a nadie…


Y ha de quedar esta semana. Así sea. Amén.

Irma Zermeño (c).