jueves, 18 de julio de 2013

Alquimia de lumbre


El sendero largo de la música
erguido en cada instrumento,
los ojos abiertos de la tierra del otoño, sus pasos.

Ojos que cuelgan a lo lejos,
la melena le llueve en la cara.
Y el sol, el trayecto, un lento pasar los ojos.

Como nubes que aletean el humo en la boca,
esa gracia del correr del agua
y su escándalo.

Desliza la pluma de lo que le duele, la espuma en cada herida,
líneas de desamparo que traza la niebla
entre los ojos y el sombrero.

Una lupa en la letra, el ritmo de un afán incapaz de soltarse,
su melodía de fondo.
Ellos, sombríos, no pueden ya velarlo.

Un velo negro cubre las intenciones,
una silla que cure el desasosiego, que disimule la urgencia,
el desparpajo fuera y dentro, la voz mustia,
y el verde lechoso en la copa.

El parto de la oscuridad,
parirla
en el temor de la exhibición.

La memoria contada, sin rincones callados, sin reservas,
los recuerdos contados o incontables,
los dedos insuficientes en su recuento, los pavores.

El parteaguas de lo escrito, el paraguas en los ojos;
en la niebla un caballo atraviesa,
imita el rugido del efebo, y en él, el cielo
las nubes, todas, en la boca.

Corren ratas en las calles, giran monedas en el piso,
afuera, el deterioro
y el salitre en las entrañas, enmohecidos los adentros,
las llagas, los grises por todos lados.

El paso del desenfado, los dedos férreos reparan en los barrotes,
los acasos de los barrotes internos, las jaulas imaginarias,
sus tantos ocasos.

El desconcierto vive entre el verde de los ojos,
entre lo salvaje, lo primigenio y la semilla de libertad.

Los ojos que se encuentran
con ojos que se ven en otros ojos,
en ojos que se ven a sí mismos
en otros ojos.

Esa puesta en abismo que son los ojos,
del que se mira en unos ojos perdidos en otros ojos.
Ese atajo de golpes emotivos que escurre dentro.

Un terrón de azúcar, la cuchara, el licor derramando su dulzura
cubre la espuma en lo verde de la copa.

El tercer ojo del poeta, el que lo funde y lo lleva a la deriva,
esa deriva verde, salitre,
la que lo mutila.

El salitre en los ojos y en la copa, el diablo verde, su elixir.
La absenta no los ausenta, los pone en primer plano y frente a frente,
demonio a demonio se miran.

Los efluvios del vino, la provocación del efebo,
el moño en la garganta envuelve cada palabra, engalana al poeta,
adorna esa palabra anisada, otoñal.

Se quiebra el color del otoño en los árboles,
cruje en cada vara, en el olor de la sequía
ese otoño alineado en simetría.

Dos siluetas de espalda se desdibujan a lo lejos en ese campo,
sobrevivientes en tierra de otoños y hojas al piso,
se confunden al paso con la tierra alineada, estela de pasos y alzado de troncos.

Una mujer joven de lunar tan en los ojos
en un intento de seducir a esos ojos ya robados,
ésos, que ya riega el efebo, ésos, que ya tienen dueño.

La lupa ajenjo del que mira a esos ojos hembra
y solo puede ver, entre ellos, al joven del salitre.
Un escote cerca, los montes en la cama de su belleza
y la lupa, del ojo de la lupa cuelga el joven del salitre.
Casi una coartada.

Una vela acentúa el tapiz del muro, el tapiz del mundo.
Un poema realza el muro de la memoria, un espejo capaz de reflejar el asombro,
el eco del poeta verde, su tinta, su fondo amargo,
poeta verde por dentro, reciente de infancia
tan otoño en la palabra y tan invierno en los sentires.

Un camisón blanco cae al suelo, un desaire,
un posible abandono con donaire.
Un paisaje de dudas late deprisa, un asombro verde, fértil, abandono.
El abandono.

La llama de la vela en el rostro
casi ceñida a los libros y a la piel, casi un traje, un dialecto.

Un asombro aún verde, un perro verde, una esfinge verde.
Un beso rompe y fractura el verde amuleto en trozos.

El tapiz en rojos, rojos los ojos del asombro,
roja la llama, el fuego en los ojos.
El mundo.

Un camisón viste los ojos que lo miran develar nada,
esos ojos no saben mirarla, no pueden,
han olvidado cómo,
aun con el bulto que la preña, con el volumen que lo habita,
es un vientre bulto.

Un bulto a esos ojos que olvidaron conmoverse
porque ella y su gravidez,
porque solo es un bulto.

Unos pies dibujan desde dentro a la piel que no le dice nada,
un apenas moverse el bulto, un rechazo.
La boca enjuta del rechazo, una jauría de auxilios,
la voz seca no encuentra palabras que no griten su indiferencia.

El camisón blanco ahora contra el tapiz rojo,
los drapeados antiguos, el muro rojo de lo insípido, el rojo indiferente.
La caridad de la limosna, la factura altanera de la compañía.

El camisón vuelve a cubrir el bulto,
solo cubre a un bulto,
a un vientre que no le dice nada.

El cortinaje del deber, correr las telas de los deberías,
la disculpa que ofrece el miedo.
El perdón es hijo del susto de abandono, es su fruto maduro.

Las manos sobre el vientre bulto quieren cubrir el miedo,
el bulto dibuja resignación entre sombras,
hinchazón de vientre, una espera opaca y turbia,
el desazón, el horror.

La mirada del niño insatisfecho ruega desde su propio dolor.
La herida y la vela frente a un beso verde al fuego,
besar el fuego.

No ser comprendido ni por el aire,
ser rehén de la incomprensión.
Esa caridad que acepta el miedo y sus medios.

Lleva el vuelo de una mariposa en la solapa,
el vuelo como un clavel.
Clava los ojos, como alfileres, en la pared de las letras,
los ojos y su hierba de artemisa.

Afuera, relinchan.
La rabia es un perro verde.
Una rabia verde, lechosa, anuncia la noticia de abandono.
Una urgencia latente, una súbita huida, la llovizna, la niebla,
el gris paisaje de la impotencia.

Cómo protegerse del agua y de la bruma
y del cauce de tragos de amargura
si ha de correr a por él
con el rostro llovido y la tristeza alargando la cara.

Una banca salva su prisa, sostiene su anhelo, aún guarda la fe
el joven escribe papeles empapados,
tinta vencida en letras escurridas, emociones en cascada.

Verdes escalones parecen no acabar
hasta cavarse un hueco donde atesorarlo,
dar con el vericueto y su eco
donde esconder al hallazgo y tenderse a contemplarlo.

Salitre en los muros carcomidos por el musgo,
sangrante anhelo, un lugar tierra, lugar abandono.
Un mundo abandono.

Acomodar la esperanza, iluminarse por dentro
hacerle hueco, mecer el eco emotivo al vaivén de las llamas internas
entre ocres, verdes y terciopelos roídos.
Los ecos oídos. Los ecos idos.

Se borda la angustia, esa precisión de aguja, esa alquimia de lumbre,
se roe la espera, se cava una espera en los oscuros caminos de la muerte.
A cavar la espera sin que se acabe.

La altivez de una columna al centro,
abajo, la llama y su ardor, cuna de silencios.

Las vías del humo en la noche,
su primer plano en lo oscuro, su trazo en el aire
y su acento sobre el silencio.

Piedras mojadas, charcos de noche, espejos,
reflejos de pasos que se detienen.
La desnudez auxilio, su flama, su turgencia.
El grito que exilie cada herida, el recuadro del elixir y su exceso.

Ella, casi niña, lee frente a la lumbre, en la frente de la lumbre,
en la fuente de la lumbre, fuente de su hambre.
Un tapiz rojo serpentea alrededor, rojo roedor.

Cae la tiniebla, el golpe trágico de la violencia,
la rabia verde muerde su atrevimiento.
Permitirse una osadía, decir lo que no debió,
lo que él mismo evita decirse entre gemidos sin color.

Risa sensata o insensatez de la risa como huida
a coro con el golpe, con el dolor
y afuera, el galope.

Fingir una disculpa,
cómo dejar que nos digan lo que nos evitamos decir
segundo a segundo.

Un candil a tres fuegos alumbra la afrenta,
el cinismo se arrastra en la cara del sí mismo
y su lenguaje.

Y el río. El río de fondo
sin la risa de fondo
y los troncos vencidos, el verde todo.

El humo cómplice y su rumor callado,
encallado en la arena,
el humo del aliento perverso, arrinconado.

Entendió como si clareara
que lo quería todo en la propia piel, la furia toda en la piel,
no era suficiente ser una persona,
había que serlas todas, sentirlo todo.

Ser la génesis del futuro
y en su risa asomaron retazos de niño aun con hilo adolorido,
aun eco de gritos de trinchera.

Una tarde gris de sombreros y paraguas, de polvo danzante,
un bastón y una espada, dos en uno.
Como él iría en todos.

El lugar común, el ruido y el infierno que le era cada voz ajena,
cada roce ajeno, cualquiera.
El hastío de la otredad. El hartazgo.

La espuma en la boca y en la punta de las manos,
la insuficiencia de siempre,
la rabia suelta, la espada puesta
y presta.

Las risas que no caben en los límites del cuerpo,
la risa que debe expulsarse,
esa euforia del que no encaja en ninguna parte,
del exiliado de la razón y del corazón a un mismo tiempo.

Una pipa en la boca y los ademanes del violín rotundo,
sin ademáses.
Con devoción de violinista comparten la pipa, el humo
y el zurcido fino de las ideas.

Disimulan heridas y manías, se usarán mutuamente,
se nutrirán uno al otro empezando por la boca.
De boca a boca.

Una habitación despintada sella el pacto,
sellan el beso y los versos,
entre mapas de humedad del cuarto que los contempla.

Y volver al cuarto del tapiz rojo que mece terrores,
al del serpenteo en los muros,
volver a la mujer indiferencia y lamento que ostenta lujo y es tan lastimoso.

El lugar rojo y su noticia que vendría y no deseaba,
y querer, apenas, rozar la inocencia con un dedo
con un solo dedo como si temiera un contagio.
El contagio de la inocencia. Como si temiera.

Llevar la embriaguez encima como un abrigo, las acusaciones en la boca,
los ojos llovidos, la lumbre en la mano, el rechazo en cada gesto.
El rechazo como otro abrigo, como una segunda piel, una muda.

La inocencia saca la lengua, la lumbre alarga los brazos,
crece cada llama hasta el rechazo,
la negativa que dejó una decepción, la violencia del no
y lo tanto que golpea.

Ese nido de algodones blancos, ese lugar que entibia purezas
contrasta con el lodo de sus zapatos y el de sus intenciones.
El carbón quemado de los hubieras.

Y el campo, la inmensidad del campo y sus relinchos,
sus silencios verdes rodeándolo todo, su aroma fresco y mojado.

Los pasos jóvenes, arrojados,
hacia ese cortinaje que pende entre las manos niñas
y la sonrisa satisfecha de un ha vuelto.

La prisa de las faldas, su meneo, el mandil vuela a uno y otro lado.
Las faldas del cerro y su vuelo.
Ha vuelto.

La hierba detrás, los bultos de paja, las palas arrinconadas, el pozo,
muros de piedra cansados de verla esperar.

Ha vuelto a la aldea su alma ávida, la tinta y la pluma, la pinta del regreso,
la pluma lo pinta, su caligrafía y sus sepias,
el heno en montones, el afán lleno de escritura.

Quedaron de lado el brillo de aves, su ligereza y su vuelo,
hoy, la olla en el fuego, los leños avivan su brasa, el hollín en la memoria,
arrastrar cucharas en sincronía, en danza lenta y solemne,
en ese lugar sombrío no se despeina un pelo,
ahí no hay lugar para los atrevimientos.

Ahí manda la oscuridad, la tiniebla con un solo gesto lo rige todo,
ahí vive la represión, el aire es lento y pesado, desabrido,
en esa penumbra hasta los mugidos exhalan miedo.
ahí no cabe la rebeldía de uno solo de sus pasos.
Ahí es la sombra de la sombra.

Ha de volver.

Y vuelve a cosechar el abrazo macho,
a ser cuchara que menea el desazón, que alimenta el coraje,
vuelve a menear la cima hasta recortarla contra la rabia verde,
al peligro en cada inhalación, a cruzar el abismo sin alas.

En otra parte, en la habitación del tapiz rojo,
las manecillas del tiempo y los estampados
miran cómo se amamanta a la pureza, la blancura tibia de una entrega
y ven pasar a la embriaguez y su bastón.

La pureza no ha sido saciada, se le yace en blanco,
la embriaguez lo rodea, el bastón se vuelve espada
y gruesa espalda.

El remordimiento golpea, violento,
la culpa lo avienta todo, el pánico muerde.
Un moisés arrinconado a golpes, los ojos llovidos de miseria,
los ojos de los que se apoderó la rabia, la rabia verde y sus estragos. Y la espuma.

La amenaza de una vela,
otrora luz, otrora letras,
la llama de la vela en los cabellos, prenderle lumbre a lo que respira santidad
y lejanía. Y otredad.

Frente a su cinismo, frente a todos sus demonios
la ata en un abrazo
que por detrás le incendia el cabello.

Afuera, relinchan los caballos como dando pasos en la lumbre,
como cansados de morder un hambre antigua.
La embriaguez llora sus culpas, derrama su pulpa concentrada.

La santidad se quema, ésa que mecen los muros rojos.
Esa santidad que ella destila lo hace aborrecerla,
la melena oscura en llamas, el humo como coro del llanto,
el pavor y su canto.

El demonio no sabe qué sentir,
se ha quedado sin rostro.

El llanto de la pureza va en aumento,
la absenta en las copas, la ausencia en las ropas,
la abstinencia del sentido, acercar el fin del camino.

Cada brindis acelera a su demonio, cada trago lo acentúa,
cada risa le brinda su pasión como se brinda un toro.
Se brindan a la miseria humana.

No hay en esa violencia intención, no hay rumbo en su agresión.
No hay siquiera eso.
Surge de la niebla embriagada, de la urgencia de saberse querido.
Un ruego, a la vez súplica y suplicio. Rogar el eco que diga que lo quiere.

Ofrendar, abierta y confiada, la palma de la mano al trazo del cuchillo
es ofrecer el cuenco de la mano.
Un fino desliz de cuchillo sobre cada línea de la mano,
recargar la punta en el centro, repasarle cada línea
al filo que arde del horizonte a la vertical.

Recargar su filo, un roce apenas,
un roce y clavar el puñal en el centro.
Ese cetro. En el centro.

Río de sangre, río dolor,
la mano entumida, gemidos abriendo en flor la piel.
Un dolor a piel de flor.

Ahora lo apuñala con la piel por detrás,
una pasión nunca colmada. Ese cetro en su centro.
Le inyecta esa rabia verde entre su atrás,
desborda en él un río verde.

El asombro todo, el gozo no cabe en el dueño de la mano que desangra.
Los ojos no saben dónde ponerse, de dónde colgarse, no le caben.

Una mano perforada, una venda que la cubre
un mapa sangre al centro, mancha idéntica a las de los crucifijos que detesta
ahí mismo, en la palma y contra palma de la mano.

Con esa mano herida le roza la cara, soba su frente de delirios,
su frente de lirios, su fuente de lirios.
Le recorre la belleza adolescente, dibujada a mano, ese perfil soñado,
su aspecto rubio lo afina, el sueño en el que monta lo suaviza.

El sueño arena,
los velos arena.

Huir es lo que queda.
Huir y se le iluminan los ojos.
El mar, dar con el ojo del mar.
Y el sol.

El campo y todos sus verdes, la fronda, la raigambre, anillos de árbol,
las torceduras del viejo, son la tiesura del tronco viejo, son cada nudo.

El joven y el sol entonan los rojos del paisaje,
remontan en carreta la vastedad del verde, la irreverencia de la alegría,
montar a pelo al macho y sin rienda.

Un bastón, un sombrero y el vino uva tinta.
Se adueñaron del monte, del horizonte todo,
de su anchura, su espesor, su desvarío.

Descorcharse con la piel
sacar el propio corcho de la piel, saberse licor, beberse a fondo
ser lumbre que rociar con el vino.

Paisaje arena, del color de la espiga es la silueta de la complicidad.
El paisaje ofrece una diagonal y cerca, el mar.
Sin cerca, el mar.

Ese leve rumor de mar, esa fuga de espuma acariciando la arena,
la carrera hacia la espuma, su prisa y su revés,
el gris de mar que por fin pisan sus pies.

Todo él y su ropa oscura al mar, al abrigo del mar,
avienta el abrigo de lana donde sea,
ahora lo abriga la sal. El mar.

El viejo y su ausencia visible, derrama confusión, su palidez es toda niebla,
llueve culpa y busca a la santa en su desnudez de hembra,
busca el cuerpo en ese blanco horizonte,
monta ese blanco horizonte a pelo.

Y monta el sueño, esa esfinge de piel en terciopelos azules esta vez.
Urgencias prístinas, esa melena oscura incendiada
ahora de ganas lumbre, de lumbre de ganas,
de hambre de hombre.

El deseo pegado a los huesos y a los besos
caer en el porqué y callar en coro.
La palidez del silencio, el muro azul como un violín de espera
y la gravedad del chelo.

El terciopelo y el polvo trazan dibujos en el aire,
la intención de embriaguez lo perfuma todo, cada palabra, cada aliento
en ese lecho de agonías.
Huir. Siempre huir.

El cinismo y la santidad se miran a los ojos.
Una afrenta de humo, de leves palabras y un casi beso.
El cinismo quiere besar su santidad.
Y se deshizo la luz.

Una ventanilla del tren, ver correr las venas del paisaje
un tren verde parece recargarse en el monte,
recortar el cielo a pinceladas.

El humo, su anuncio gris, los vagones del infierno,
el tren rojo del desasosiego.
Una postal de lacerante compasión que cubre el musgo.

El óxido corre, su ritmo in crescendo
la lumbre perpetua en esos ojos, vagones amarillos,
un lento discurrir del fracaso.

A la certeza le llueven los ojos,
se desatan los rojos en todas sus gamas
donde se tragó saliva hoy se traga rabia y lumbre.
A la certeza le llueve la desolación.

Las cuerdas del viento mecen la complicidad,
voces de ópera, el color de la voz de la ópera
roja, aguda, altísima.

Entre ladrillos óxido, incendio,
llamean velas entre letras y candiles,
las formas de la magia en verso, la prosa de la desgracia y su espina.

Se consumen las brasas y los brazos.
Quedan tragos vacíos, una manzana verde en la boca,
una certeza madura, un mundo.

El chaleco abotona siglos detrás de la incomprensión
la mugre, el óxido y sus mapas,
la pincelada del qué decir sobre el cómo decir.
Y de vuelta. Las manos devueltas.

La carne blanda de la culpa, el color del tabaco lo permea todo.
Dos siluetas al espejo, dos sombreros se confunden.
Dos de heridas sin cerrar,
dos cerrojos
grises, tierras, figuras del polvo al azar.

El afán del morbo y su filo navaja,
el sueño arena, el manto de arena
y su amplitud.

El viento rasguña a los árboles,
hurga entre el imposible y la impostura.
El viento rasca lo erguido de los árboles,
frunce muros carcomidos, ladrillos a medias, palabras sin decir.
Se escuchan ladridos al miedo y su resaca.

El ánimo a rastras, el ánimo arrastras a susurros.
Apenas las manos pueden sostener la cabeza, detener ese abismo en los ojos,
el error se recarga en la cara, el error vive en su frente,
vive para él y de frente.

La mirada gacha, la postura se dobla, se ablanda.
La tinta y la palabra, endebles.
La poesía y su esqueleto lo sacuden.
La escritura lo cambió a él, lo reescribió.

Dejar atrás. Huir.

Tiempos en los que no entregarse es un crimen y entregarse también.
Un crimen.
Partir y partirse, si no es lo mismo.

Aun dormido sabe que hay que dejar atrás
el sueño arena, el manto de arena,
su velo y su vuelo.

La mirada ya se fue, murió,
la tinta corre, intenta decir, duda, se rebela,
aparece una mancha, un mapa óxido, el mapa sangre
la mancha sangre, la rabia verde otra vez, el diablo en la tez.

Parálisis, ese terror.
La búsqueda se abandonó en ese cuerpo,
en ese cuarto gris de humedades ateridas, el cuerpo apenas se endereza
a decir: aquí, aquí, el abandono.

Ver a la verdad trepar por los muros, ver a la fealdad reptar por ellos.
La fealdad y la crudeza como enredaderas
sostenidas en la verdad.

Una reja testigo, geometría que acompaña, en cada respiro, el llanto.
Aceptar esta vez, eso es llorar,
aceptar enciende la marcha del martirio.

Romper el eco y el reflejo de esa locura que hace doler los huesos y los versos,
romper el cristal que suda esa locura.

El demonio y su burla pisándose la cola,
quemándose la cola,
el demonio se burla de sí mismo.

Corre un caballo negro, corren la rabia y su espuma de olas,
se ensanchan los caminos, se multiplican, se confunden,
el gentío entorpece, una multitud estorbo.

Huir. A dónde esta vez.

“No te vayas”, se escuchó un eco de la voz demonio.
“Lo siento”, repitió el eco
y lo que encontró fue una espalda, la vista trasera del sombrero,
la canoa se aleja mar adentro. Se aleja amar adentro.

Esa canoa lleva su abandono, su delirio de años, sus pedazos.
“Lo siento”, volvió a repetir el eco.

Danza de serpientes, una palidez llovida y neblina,
la decepción empapada, ya un amuleto.
Cayó un golpe rojo.

Luchan dos furias, a más temible una que otra, forcejeo de imposibles.
Violenta desnudez de uno, en el cuerpo,
desnudez en la violencia encarnada del otro
aun entre terciopelos,
promesas en el aire y negativas que las sellan.

Compartieron peores trayectos,
se golpearon con feroces piedras que hicieron a palabras.
La burla era ya un consuelo, la humillación, una dosis diaria,
la limosna, un hábito al que ya no podían negarse, la necesitaban.
Era un vicio. Una forma de respiro. Era su mundo.

Un arma cargada.
Alrededor, marrón todo, un aire uva tinto en cada imagen,
esa belleza que hay en lo irremediable, en rumiar entre lo irremediable
y querer redimirlo.

Cómo esconder el aire tenso, el aliento cortado, la venganza en los ojos,
un trozo de tapiz verde cae del muro, caen las dudas y la embriaguez.
El muro verde y su salitre.
“No te vayas”, dijo la palidez, “no, esta vez.”

El demonio se recoge a sí mismo hecho un ovillo, se empaca a sí mismo,
la palidez tiembla, duda, vuelve a temblar.
La amenaza en el aire, ese golpe seco en la garganta, la miseria de llegar al punto,
de invitarlo a su muerte,
de escapársele a su muerte o escapársele a su vida.

Y convencer, vencer juntos
y ofrecer el sol. Aquél sol.

Casi una dádiva continua,
no poder con el no, desconocerlo, es tóxico, es tarde.
Es desolador.

Quiso su hombro y no su sombra
aun con lástima, “aun así, quédate”.

La palidez se envalentona,
avienta el abrigo y presume el arma,
que muera todo. Es hora.

El demonio pide su turno, su ver morir, ofrece la espalda.
La palidez apunta, va del susto en aumento hasta el terror
el demonio gira, enfrenta,
la palidez ruega,
quiere lágrimas, disculpas, pide migajas que el demonio no puede ofrecerle.

Un tiro en la mano,
el demonio sangra, gotea óxido y veneno, derrama imposibles,
en el corazón de la palma de la mano, en el ojo de la palma de la mano
tiene un mapa, un centro sangre, un río derramado.

La palidez retrocede llovida de culpa y miedo,
el demonio se enfría,
un violín estalla.

Arrancar la bala,
prisión veinticuatro meses
el paso del tren y sus nubes, su aleteo,
el humo, su ruido y su anuncio.

Y el campo y sus verdes todos
y su ruido de varas secas, los marcos de madera en las ventanas, las vetas,
dar en la veta, volver.

Volver al llanto en esa mesa, al compás de sinfonía, de orden,
esa mesa que obedece a la rigidez, ese cauce saliva de muerto,
ese tedio, ese luto.

Morderse los labios como quien respira
como quien busca oxígeno.
Los pasos vuelven sobre sí mismos,
la revoltura, la tinta, la pluma, los libros.

La escritura y la mano vendada y el alma vendida a sí mismo,
al diablo y la escritura.
Al diablo la escritura.

La palidez se desgarra en la ruina de su encierro,
veinticuatro meses de dolorosa rutina,
la ruina emocional y sus matices en gris.
Una hebilla ceñida a la amargura.

La rabia mueve al trinche en la paja, vigila el grano,
domar su propia rabia y ajustar la propia correa, quedarse con su animal,
quedarse con él mismo y a solas.
Quedarse. Lo que siempre evitó.

Las manos apenas pueden sostener la cabeza,
la tinta corre, acaso lo intenta,
y el sol.

El sol de frente,
el sol, como su propia frente,
la mano tapa al sol,
el sol esconde la mano, la mano del agujero.

El demonio escribe, lleva en los ojos el sol,
lleva en las pupilas dilatadas
al sol y al tedio.

Tres velas blancas en lumbre le calientan la mano vendada.
A la otra mano, a la mano sin agujero, la calienta el desliz de la pluma,
la escritura.
Lo calienta en su afán.

Se consume la cera una y otra vez, él consume su tedio lento, a sorbos.
Se consume en él,
se muerde a sí mismo y su cola.

La caligrafía danza in crescendo,
dibuja un violín y un chelo, traza la música en la ventana empañada,
corre una lágrima, corren dos.

El demonio y su verdad de sufrimiento,
el demonio, ese ángel caído
y el muro roído detrás.
Y detrás, el campo.

La palidez tras las rejas, tras esa nube gris,
detrás de sí mismo, detrás de su sombra,
habitante del mapa de la culpa.

La palidez mea culpa
respira culpa
y a tiempo lento, apenas respira.
La palidez busca a dios o es la culpa quien busca a dios.

Una lupa y un esmero recorren esa caligrafía,
la cadencia de la lumbre consume hasta el último papel
cada hoja, hecha fuego,
cada llama vuelve cenizas ese ojo del mal.

La lupa no entiende el sentido, no sabe traducir su vocablo
azul llama, papel ceniza,
palabra a palabra.

El campo, el abrigo,
el aire enfurecido, gimiente,
la decisión en los pasos, las trancas, los troncos, lo trunco.
Los verdes todos. Las verdades todas.

Un alineado campo de árboles del color de la arena,
escalar el musgo, trepar las piedras, bastón en mano.
Ver la vida desde lo alto y ver nada. Nada queda.

“No se puede perdonar que faltes,” repitió el eco
y no escribió más.

Nada que decir, quizás nunca hubo nada que decir
sino la yerba, el sonido de la paja y el crujir de los pasos.
Sino las piedras, la humedad de las piedras, su llanto y su canto sordo.
Sino los charcos, la maestría del silencio,
el reflejo mudo y la sordidez presente.

Tenerse. Ese camino entre tenerse y el mientras tanto de entretenerse.
Ahí, su nombre, si es que es posible tenerse enteramente, uno a sí mismo.
El alma y el cuerpo. Tenerse enteramente.

La palidez roza con un dedo la cara del demonio,
su perfil de humo, su emergencia y su acento.
Quieren hablarlo fácil,
decirlo fácil cuando nunca lo fue,
no le es fácil a la palidez ni al demonio, acaso tampoco al humo.

Huir. La palidez quiere huir,
el demonio dice “sí, será con alguien más.”
Dejar atrás, se escuchó el eco en la voz del demonio.

El sueño arena, el manto de arena,
perderse en ese ir lejos, desaparecer.

Se fue al país rojo, a los muros roídos en rojo, a las pieles negras de uñas afiladas,
al consuelo de la hembras negras y su jadeo en rojo.
Al consuelo.

Consuelo como cura, como enfermedad y como veneno,
la confesión y el dialecto de la arena,
el diálogo con la sombra, el dolor como música de fondo.

Lo ruidoso de estar vivo, lo inútil de un cuerpo que no sirve,
uno del que se adueñó el dolor
cuando los gruñidos y los gritos rotos poblaron la garganta.

El sueño arena, el sueño de la muerte.
Los velos blancos sobre el vuelo arena.

El cuerpo desvencijado en el reino del dolor, el sudor escurriendo en el rostro, visiones del sudor, gemidos en ese cuarto azul,
que el ojo del mar arrase las manchas, si puede.
Las manchas de la culpa.

Que la vida no me ampute lo que ya no tengo, no perder lo que ya perdí.
Y los ojos, de cara al sol.
Y la voz, buscando el sol.

Las ruedas de carreta hacia el sol
dejar atrás las trancas, los troncos, lo trunco,
lo roto, camino al sol.

El andar del adiós sin dios y los rechinidos de fondo.
El luto y su espalda, el negro apretando los pasos en un sendero de prisa.
Exiliado de la razón y el corazón.
Dejar atrás.

Un manto blanco ahora lo cubre, a él y al sueño de arena,
al reloj de arena de la palabra
y la vida entre la tinta.

La palidez aun vive, a fragmentos, a ratos rotos,
sobrevive en la arena donde el dolor lo quema,
le queda la copa verde, la espuma verde,
el recuento de la memoria y la rabia toda.

Dos copas de elixir verde, dos cucharas, dos terrones de azúcar se diluyen,
el demonio lo mira de frente y bebe sin soltar los ojos de los suyos
pide una dádiva, otra vez,
una limosna de amor.

El demonio y su mirada de cristal, también verde,
diluye los terrores y temblores esta vez,
pide la palma de su mano, le repasa a cuchillo cada línea del mapa de la mano.

Suave, apenas como si flotara, le dibuja cada línea
suelta el cuchillo y le besa la mano,
sonríe, también, con la verde mirada.

La palidez tiembla sin dejar de mirar su mano,
ahora abierta, vencida, entregada.
Y bebe.

Brinda por el beso del demonio, se brinda entero a ese beso.
Un pecado con alas,
una memoria alada, una cola de fuego.
El río, el mar, el verde.

Y el sol en el mar
en un beso
donde la tinta no hizo falta.
Ni la palabra.


                                                                                                                             Irma Zermeño (c)