El cuerpo en primavera, el sol en los ojos, humedeciendo la frente; la cabeza acalorada y el regreso de esa postal otra vez. Otrora, la nieve. La niebla de las heridas.
El ayer no parece querer despedirse y no parecemos querer soltarlo, tampoco.
El frío que crece dentro, que echa raíces. La escarcha pegada al recuerdo, al dolor del ayer. Sin regreso.
Lo tardío. No saber desdecir, no querer hacerlo. Tampoco saber cómo hacerlo desde el miedo y la parálisis que conlleva.
Ella dice: Siempre tuve miedo de tu miedo y tuve razón en tenerlo.
De aceptarlo, se le congela el alma. No puede hacer más.
El invierno ya caduco en el calendario. Mas vive latente en las emociones, en el roce de los dedos, en el desierto de la palabra, en el desperdicio de los días, en el afán de la disculpa.
La flor brota a sus anchas, casi frente a sus ojos. Grita su existencia, casi brilla para ser reconocida.
Él no puede verla. Vencido, sólo puede mirar lo remoto, la sequía, lo ya imposible, lo marchito aun cuando florece a plenitud frente a sus ojos.
Le queda meterse entero en el cajón de la añoranza, dejarse ceñir por el marco negro de la memoria, regodearse en ese lugar tan conocido, tan recurrente, ese refugio que es también la derrota, porque lo es. Ese lugar imaginario que a fuerza de repetirse, convence. Y termina por devenir comodidad que no rima con serenidad.
Retroceder, retroceder, retroceder hacia ninguna parte. Ya se sabe.
Ese granizo sólo queda en la rendición; en sus postales de historias vividas. Los días le gritan otra cosa, exigen presente. Y sólo se le ocurre la mirada colgada hacia atrás, la retirada. La cobardía.
Y volver atrás, ¿volver a dónde, volver a quién?
Un retorno a la resignación, al vacío, a donde no hay camino, a las huellas de tierra que quedaron en el hielo y que el sol deshizo. Al ayer.
¿Cómo volver al ayer? Y aun con alguna respuesta posible ¿para qué ir allí, en aras de qué?
Echar en cara a la memoria que se enciende con el dolor, su combustible.
Decía un amigo: la memoria, como un perro, se echa donde le da la gana… y es así. Y no discrimina aunque a gritos, quisiéramos que lo hiciera.
Volver al recién hielo, desde el sol. Y a voluntad, a placer. Hasta ahí llega nuestra ceguera humana.
Volver a los brazos de la reminiscencia, a embriagarse en su olor; volver al disfraz de el valiente desde la semilla del miedo. Al paisaje nevado, a ese último aliento lleno de desaliento, a lo que queda de lo que no se ha podido vivir y se cree que así se cuida mejor: como ofrenda entregada a la tierra, como tributo a los dioses, como un regalo oculto al que, a pesar de todo, nos asomamos de vez en vez para confirmar que allí está, aun oculto, a vista profana y en un lugar que niega como el misterio de la noche la luz de un día gris...
El memorioso insiste en volver a antaño, aun quizá con disimulo. Y se convence de que en ese gesto, mira de frente a la victoria.
Dice el lugar común: Vivir en el pasado es empezar a morir.
¿Y cuándo vendrá la apuesta por el presente y algo de arrojo y cojones frente al riesgo de que nos hagan sentir vulnerables ?
¿Cuándo vendrán los esfuerzos renovados para que podamos bañarnos al sol dejando atrás la nieve que nos ha tocado el alma y que nos hirió tantas veces?
¿Cuándo dejará el miedo de envenenar nuestro contento?
El amor y la ilusión debieran parecerse al descanso. Dejar de lado el combate y el frío acumulado, dejar de manosear el hielo para que lo deshaga el sol mientras recargamos los ojos en la ventana al frente y mirar, sin velos ni apasionamientos, el paisaje que nos ofrece con todas sus posibilidades.
Irma Zermeño (c).
De Antonio Arroyo y su cajón de las miradas... |