La marejada en oleaje alto lo ocupa todo.
Leer tus palabras, una a una, es leer el mar a mares. Tus palabras que
son amares.
Es detener entre los dedos una gota de agua en un océano de jade.
Ninguna línea rota.
Cada renglón, un mar de leva agitado por los temporales.
El paisaje, olas de mucho seno y lento movimiento, entra por mis ojos
como aire salado.
Y queda.
Responderte sería arar en el mar, nada más inútil. Como envilecer tu
contendido y desangrarlo.
Leerte invita al silencio gimiente.
Vergüenza del resto. Tu voz avergüenza al mundo. Lejos de tu palabra
todo es rodeo. Mera aflicción, mero intento.
Alejarme de tu palabra sería romper el mar, hacer estrellar las olas
contra un peñasco y apreciar mi respuesta, cualquiera, como un ancho error,
como un flujo indeciso.
Encontrarme entre dos aguas, vacilación que se adueña de esta intención
que abandono.
Visos de palabras que acomodar en la cercanía de tu oído. Estériles como
arrojarse a la mar siendo un río breve y diluírme en segundos atenuando mi
forma y mis maneras.
Prefiero seguirte leyendo. Leerte de mar a mar y bañarme en tus acentos
como en agua lustral, como víctima para el sacrificio. Sacrificio al callar, al
no seguir el arroyo que forman tus palabras al este de las nubes.
Me alimento del río encrespado. Quiero permanecer silente en la mar de
belleza que resguardan tus palabras que me acogen, me seducen y me entierran.
Muerdo mis rodillas y lleno los segundos del silencio que crece
taimado.
Y crece.
Me baño en agua rosada por tu talento, por la tierra sensible que pisas,
por ser yo quien recibe tus cartas. Por morir en tu palabra insólita, inédita.
Apenas nacida, bienvenida.
Nada que decir.
Y ninguna línea rota.
Irma Zermeño ©
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