viernes, 19 de noviembre de 2010

Verde abismo

Verde abismo


                           “Yo, una llama devorada por sí misma que no se puede apagar”.


Yo, Carmen. La desfachatada, la rebelde, la escandalosa, la liberada. Y cuantos adjetivos quieran agregar. Para muchos, mejor conocida como la modelo de Diego Rivera, la hija del General Mondragón, la esposa de Manuel Rodríguez Lozano, la amante del Dr. Atl, la Penélope que esperó al marino en Cuba.

Para mí, el resurgimiento del polvo moralista que me cubrió en un México post revolucionario.

En los años veinte de la Ciudad de México, la mujer más bella, un personaje legendario.Que me falta técnica para pintar, para escribir y para tocar el piano. Nadie entiende sino mi gato Menelik ; la técnica soy yo y mi mejor obra es la falta de prejuicios frente a la vida.

De niña -como Godiva- montaba desnuda en la Hacienda de Temascaltepec, donde me seguía una formación rigurosa, propia de “las buenas cunas”. Tocaba el piano a cuatro manos con mi hermana Lola en la casa en que nací en la calle General Cano, en Tacubaya.

Luego insistí a mi padre, el general Mondragón, de convencer a Rodríguez Lozano hasta casarse conmigo. Aceptó a contracorriente y tres días antes del enlace ya no quería casarme. Me amenazaron con mandarme a convento si no lo hacía. Ante la posibilidad religiosa, me casé. Fuimos a vivir a Paris, donde conocí a Picasso, a Matisse y Bracque.
Estalló la Primera Guerra Mundial, Manuel y yo viajamos por tren y nos instalamos en San Sebastián, capítulo definitivo en nuestra historia de pareja. Colindaba un calvario.

Cuando nos enojábamos, cada vez más a menudo, se daba el encierro. Cada uno por separado, lápiz y papel en mano, quedábamos horas a dibujar en silencio.

Quedé embarazada en San Sebastián y al poco tiempo de nacer mi niño, murió. Lo asfixié al confirmar la sospecha de que Manuel era homosexual. Él decía que iba a rectificar su vida cuando naciera el niño y maté su ilusión. Falsa, a todas luces. A las verdes luces de mis ojos.

Él me repudió, era incapaz de soportarme cerca. Volé.

Atl , de frente a su magnífica colección de mariposas, escribiría más tarde:
“Vuelvo a casa de la fiesta que la señora de Almonte dio en su residencia en San Angel, con la cabeza ardiendo y el alma trepidante. Entre el vaivén de la multitud que llenaba los salones, se abrió ante mí un abismo verde como el mar; profundo como el mar: los ojos de una mujer.
Yo caí en ese abismo, instantáneamente como el hombre que resbala de una alta roca y se precipita en el océano.
¡Adiós, quietud de mi vieja morada, voluntad de trabajar; serenidad de espíritu, ambiciones de gloria! Se cierne sobre mí una catástrofe…

¿Cómo es posible que en un hombre como yo pueda encenderse una pasión con tal violencia?

Rubia, con una cabellera rubia y sedosa atada sobre su faz asimétrica, esbelta y ondulante, con la estatura arbitraria pero armoniosa de la Venus naciente de Botticelli. Sus senos erectos bajo la blusa y los hombros ebúrneos, me cegó en cuanto la vi.
Pero sus ojos verdes me inflamaron y no pude quitar los míos de su figura en toda la noche. ¡Esos ojos verdes! Me parecían tan grandes que borraban toda su faz, fulgores de otros mundos. ¡Pobre de mí!”

Yo, en mis veinte. Él en sus cuarenta.

Gerardo Murillo cambiaba de nombre por el de Atl: “agua en náhuatl” y bautizado por sus amigos en una tina de champán. En un rito similar me renombró Nahui Ollin: “movimiento renovador de los ciclos del cosmos”.

Vivimos en el ex convento barroco de La Merced donde rompimos, apasionados, cada molde convencional.
Después me pintaría Diego Rivera como “la poesía erótica”.

Era época en que las mujeres vivíamos influidas por el cine mudo italiano, se pintaban boquitas de corazón; yo las imitaba. Mi sensualidad era felina en su urgencia.

Qué mejor influencia, la mía, que volver la vida del vulcanólogo un verdadero volcán.

Llegó la tortura de los celos, él me llamaba: un vendaval. Los celos me hacían dar vueltas en la azotea como fiera enjaulada, con los ojos iluminados por relámpagos de rabia. Se quedaba en mí su mirada horrorizada.

Encontré más tarde el papel en el que él enunciaría, a letra y temblor:
“Esa primera tempestad anunciaba tiempos de lluvias, truenos, tormenta y rayos que habrían de fulminarme. Volvimos a nuestro antiguo lecho, testigo y víctima de nuestros amores.
Me quedé dormido y en medio de mi sueño empecé a sentirme inquieto como si fuese víctima de una pesadilla, abrí los ojos y estaba montada sobre mí, desnuda, empuñando un revólver cuyo cañón apoyaba en mi pecho. El revólver, amartillado. Tuve miedo de moverme, al menor movimiento, el gatillo habría funcionado. Lo fui retirando poco a poco; cuando mi cuerpo estuvo fuera de su alcance le cogí la mano con fuerza y le doblé el brazo fuera de la cama.
Cinco tiros que perforaron el piso pusieron fin a la escena”.

Siqueiros describe aquella época como “una bohemia empistolada y agresiva”.
Bien describe, pero al margen de ello, yo traía mi belleza a cuestas, revelaba una necesidad erótica de afirmar mi existencia.

Hoy vieja, andrajosa, camino por la calle Madero e intento vender las fotos de mis desnudos. Pagan nada por ellas.
Camino sola, hablo en voz alta, cada día más fuerte. Es la mìa, una voz incapaz de amoldarse a las miserias humanas. Sólo Menelik, inseparable gato, comprende. Y yo a él.
Y ¿qué hago con mis rasgos finísimos, prerrafaelitas, qué, con mi cuerpo urgido, de una belleza que daba miedo?
Sólo un ciego podía no enamorarse de mí. Acaso tampoco los ciegos.

Hoy nada. Reparto trozos de carne entre los gatos que se juntan al ala poniente del Palacio de Bellas Artes. Camino por horas enteras entre pasos sordos de gatos y harapos, libro mi propia guerra.
Me acompaña mi amante, el sol, el mejor de todos, el esencial.

Recojo migajas, ecos del temor reverencial en los ojos que conmigo se cruzan. Hay chamacos que lloran de verme, de asomarse a mis ojos, a quienes les horroriza mirarme ocultando, entre mi carne guanga y los harapos que uso, los gatos heridos, malformados y hambrientos, que rescato del kiosco de la Alameda.
Me da trabajo ir al centro, los llevo a casa para que no me esperen. Que no esperen.

En alta noche paseo por el tranvía de Tacubaya.
Al anochecer se me ve apurada; se me hace tarde para sacar a las estrellas. No me desvelo; es mi deber madrugar para sacar al sol.
Intento seducir con mi pasado, con el cuerpo que tuve y cada curva inimaginable. Soy aún fragmentos de pretérito vivo, latente.
Mi único miedo se esconde, se sabe, entre los pasos a desnivel y los fuegos artificiales.
Y me sueño envuelta en la imagen de aquel marino pintado en la sábana. De día la cuelgo al muro enmohecido entre dos clavos torcidos; cuadro que seca el mar de mis ojos de tanto mirarlo. Imagen que me acompaña, atenta.De noche, la descuelgo y la tiendo sobre mí y el marino me abraza.
Así dejo de esperarlo. Y confirmo : no murió intoxicado. Es tan sólo un rumor de los que me rondan. Uno más.
Al frío le enfrento con el cobijo preferido, el de siempre : el que forman trece gatos muertos que llevé a la peletería y hoy son testigos del abrazo marino de cada noche.
Cobija con cabezas, gatos de todos colores, cada uno con su nombre que distingo y recuerdo. Cobijan mi soledad, mi hambre de siempre y por todo. La sed insaciable de la que tanto hablé, pinté y escribí.
Los gatos menos bonitos, de los que he olvidado los nombres, se vuelven tapetes en mi cuarto.

De momento, mis ojos son patrimonio colectivo, mis fotos desnuda cubren muros en museos y rebosan páginas de tantos libros. Fui las mejores fotos de Edward Weston dicho en su boca. Nada menos.

Y escucho aún sombras, ecos de palabras que decía - de niña- a mi familia incrédula: “Un día verán que de verdad soy artista”.

Dicen que mi locura paulatina, que mi bohemia embrutecedora, que las drogas, que mi tendencia al escándalo, que mis tomaderas, que mi asesinato. Se dice tanto…
Pudriéndome en la casa donde nací, me renuevo para vivir.
Y el marino se tumba sobre mi cuerpo cada noche, con hondura pero sobretodo con holgura.

Él hace a un lado mi espíritu “demasiado amplio para ser comprendido”.

Irma Zermeño (c).