domingo, 13 de febrero de 2011

Don Gato

Don Gato

Para Sergio Jiménez,

Como corrido ranchero eras: “Viudo, divorciado y abandonado, en ese orden”.

“Viejo prolijo e insensato”; enemigo de los calcetines; amante repetitivo de la camisola de mezclilla desfajada, el suéter azul marino y los tenis blancos de lona percudida.
Vaqueros deslavados que siempre parecieron grandes sobre tu angosto talle: el mismo del Capitán Gato. La misma vivacidad. Un caifán.

Estoy tan orgullosa de tí que quiero presumirte. Dijiste, “yo tan orgulloso de tí, que te
quiero para mí solo. Nosotros somos nosotros. Acaso eso”.

Podías llamarme nietecita a tu antojo, repetirlo sin límite. Llamarme “el regalo de tu invierno”. No me perdonaste parafrasearte y llamarte abuelito. Eso no. Era tu juego. Jugar a “mi abuelo, al viejito antigüito” y liberar así mi defensa. Aclarabas en público tu preferencia por mí, defendías nuestro lazo puro. Puro.

Me hablaste de tus querencias, de “esas viejas rancias” con que buscabas compañía. Las que pasaban ratos contigo desempolvando libros, escuchando tus relatos, compartiendo tu negro despliegue de humor y –sobre todo- cálida sabiduría.

Miau-Tse-Tung, testigo. Envidiable escucha de tu voz recia, acompasada y firme.

Querías “envejecer con dignidad”. Vaya si lo hiciste. Montado en ese pupitre, vecino al mío, en que el sol te llegaba del oriente. Ahí mismo, donde te negabas a “acondonar” los textos.  Los pies inquietos, ibas y venías… recitando a los clásicos en perfecta y sólida entonación. Una vida en ello.

“¡Coooño!” , gritabas cuando un verso te atoraba entre sus letras tenaza. Octavio Paz devenía claridad, asimilación, fácil lectura. Dedo índice al alza, esperando el turno a participar. Un niño. El espíritu niño reisidía en tus ojos brillantes, expresivos. Risa fácil. Carcajada ante el menor de los pretextos.

Había esa “otra realidad diagonal” entre nosotros. Complicidad en tus recados, en tu búsqueda de mi mirada aprobatoria. La “florecita” no hizo sino festejar el encuentro. Sino brindar por la magia de tu cercanía; sino grabar en la memoria cada una de tus frases.

-¿Qué le ves a este viejito apestoso?
- Espera… ¿tienes con qué apuntar? Y te dicto…

Nos enamoramos, a un mismo tiempo, de la poesía. Nos dispusimos a entender.

Seguiría Grecia. Frente al mar Egeo te acomodarías en una banca. El pelo y la barba crecidos a lo indecible. Yo, por ahí cerca, lograría vender artesanía mexicana. Tú, a escribir. Yo, a dibujar los gatos que ocuparan el relato. Muchos. Gatos esfinge.
Tu cara de hacha se perdería entre el pelo abandonado. “Mi sonrisa bastaría para lograr las ventas”, decías.

Habías conocido, a fondo, el éxito y el fracaso. En ese sentido, no te preocupaba nada. Desapegado de los dineros, de los excesos. La biblioteca del Ajusco y un buen cigarrillo en boca. Buen café entre las manos. Y la florecita cerca. Floreciendo por tu luz, por tu aliento.

La hooligan que tanta gracia te hacía. Los dibujos en su honor, grabadora sobre el hombro y zapatos rudos. Pesados. La conmovida por tu existencia. La dueña de ese cariño inmerecido. Inmerecido siempre.
Quien no compartió tu gusto por los huevos sin yema o sal ni por las rodajas de jitomate; la que olvidaba acercar el azúcar mascabado tras el desayuno. La que, entre risas, burlabas de comerlo todo con chiles toreados. La que se atrevió, entre pinceladas, a insinuar la sombra de un perro detrás de un gato. Inaceptable. Lo devolviste, indignado.
Prometí desaparecer al perro porque “los perros son los gatos de los gatos”.

A quien confesabas que recién te dejaba “la última vieja”; quien supo después, que fuiste tú quien la dejó de lado. A quien esperabas presumir esa dentadura comprada, reluciente y cerámica.

“Ahora sí me va a ver con sonrisa de chamaco, con sonrisa de millón de dólares”, contabas por ahí.
“Profe, piérdale el asco a esa mujer y bésela” , te dijo alguien entre bromas.
“Nunca vuelvas a mencionarla, metiche de mierda, esa mujer es sagrada, es mi nietecita, cómo se te ocurre”…

Enojón, gruñón, enérgico, neurótico acentuado siempre de ternura.

El azar nos entrelazó una tarde. Hilaste cabos. Venía acompañada. Me supiste feliz en esa compañía. Lo dijiste. Tu cara se trabó. Nuestro abrazo fue torpe. Apresuraste la retirada.
Se espaciaron tus llamadas. No quisiste, pese a mi insistencia y tu previo entusiasmo, celebrar tu cumpleaños conmigo.

“Te lo voy a decir en griego: No me estés chingando, no me invadas”. Y otra vez: “Nosotros somos nosotros, nadie más”.

Terminaste el libro. Llegaron título y portada. Sería la forma de celebrar el nuevo año. “Ya no tengo tiempo, como tú, de esperar a las editoriales”. Lo costearías tú mismo.

La promesa: Sobre la banqueta a que dan las librerías, estaríamos un domingo juntos regalando el libro a quien le interesara, “y verles la jeta”. Yo, a tu lado. La promesa.
La tuya, para inicio del año: la sonrisa perfecta, el libro saliendo del horno y Grecia.

El segundo día del año recibí una llamada nocturna. Te buscaban. Preguntaban por tí, “ya ve que con usted se le pasa el tiempo y lo estamos esperando”. Me dio un vuelco el vientre.

“No le diga que la molesté para eso, que no me lo perdona”, dijo alguien.

Se confirmó la noticia. Postdata, Tu gato ha muerto.

El auto sin mover desde dos días atrás. Tú, que odiabas posponer el desayuno en la calle. El parabrisas tapizado de hojas secas, algunas varas. Se tumbó la puerta.
Televisión prendida, tú, de frente. Yacías ahí por algo más de veinticuatro horas.

A un costado, libro terminado. Perfectamente ordenado y dispuesto. Al frente, por supuesto en griego, reza:

Gracias Irma,
Serás el sol de mis eternas primaveras.

Debajo, la transcripción al español. La agradezco.

El maleficio. Las visitaciones del diablo. Te vas, jinete de la divina providencia. Tu rostro tan cerca de mí, apagado. Inerte. Mis dedos rozan la madera de la caja en que te han metido. No puedo ver tu sonrisa ni estrenarla contigo. Decirte que sí, que es la sonrisa del millón de dólares. Mis ojos y su discurso del dolor, la imaginan.
No puedo sacudir -como antes- tus cenizas que me llegaban con el aire sino imaginar las que serás en unas horas.

La antorcha encendida. Corona de lágrimas. Flores blancas alrededor mientras Florecita gotea, derrama pétalos. Se marchita.

Miau-Tse-Tung tendría tanto que contarme mientras me calzo los zapatos dispares que tanto elogiabas. Los paréntesis que generabas en aras de festejarme. Sin eco ajeno. Tanto nos daba.
Única destinataria de tu acento jocoso. Tú, mi porra incansable.

La historia de los colores, el diccionario del amante griego, la pronunciación impetuosa de tu italiano, Tabucchi, Amada y la braga… Los travestis, Toulouse Lautrec, las plumas y lentejuelas bordeando mi cuello. El abrazo insospechado del huraño, finalmente agradecido. La abejita, las mañanitas en griego, el imitador. El causante de mi incipiente incursión en actuación. Locura todo.

“Mi niña bonita, nena, mi amiguita; te digo que dejes ya esa hierba, mira cómo te tiene diciendo locuras”, repite el eco en mi memoria…

Mi judío rebelde, mi cara de hacha, mi Capitán Gato, mi feo más bello. Y la senda de gloria.
Con Zeus, en el Olimpo, qué más da. No estás. No para mí sino apenas distendido entre las aguas del Egeo…

“Next!” gritarías eufórico en un momento así. No es tan sencillo.
Ojalá lo fuera…

Si supieras cómo me hablas desde que no estás, cómo apareces.
Desde que no eres.



Irma Zermeño ©.