martes, 21 de agosto de 2012

Las raíces que imagino




Las raíces que imagino


Por hermosas que puedan ser las palabras, tendemos a olvidar la raíz de donde proceden como miramos las flores sin pensar en sus abajos o sus entierros. La mirada se clava en los pétalos, en los colores, como somos cada vez más esclavos de nuestra estampa olvidando tantas veces la esencia.

Somos madera y raíz de la palabra, somos raíces de sangre y también, nuestra sombra de una sola pieza, ésa que no podemos fragmentar ni acomodar a nuestro antojo.
No somos siquiera dueños de nuestra sombra ni podemos romperla, como somos incapaces de cambiar la voz que tenemos y que tampoco elegimos.

Somos raíz, origen y fuente de silencio; ese mismo silencio que es capaz de oler cuando los besos se avecinan. Porque el silencio huele y a veces duele. Es capaz de llevarse todos los colores que conocemos, el clima, el ánimo y los antojos.
Y, sin embargo, no traiciona. Es más fácil traicionar con la palabra que con el silencio.

El silencio lastima a quien evita su propia compañía, a quien le duele ser quien es porque en silencio, vuelve a mirarse y deviene primer plano. Sus espinas, protagonistas. No hay distracción que sea cómplice del disimulo ni ruido que postergue una verdad. Y la verdad arde, raspa y abre una grieta y corta como la más fiera navaja. La verdad desangra. Y abre los ojos del desangrado.

Las raíces también son heridas, son de piedra, de tierra y sangre. En su cara más vistosa,  son follaje, ramaje y flores como la mujer es curvas y ojo de agua y cabellos al aire y guiño y coquetería que camina y animal que seduce.

Del lado de las raíces, el que nos confronta, el lado incómodo, la mujer es también culpas, esperas, vanidades, maquillaje y apariencias. Sabe ser látigo y sabe usarlo.

Sin raíces nos secamos pero apegados a ellas es imposible crecer. Es como el aplauso continuo que termina por matar la mejor parte de quien lo recibe. Una vez que se acostumbró a ello, deja de merecer lo que supo ganarse a pulso mientras se creaba a si mismo en la pureza de la intención.

El silencio es el lenguaje del que sabe qué hacer con las manos, es el idioma del que se reconoce y después de muchos esfuerzos, aprendió a aceptarse. Es el lenguaje del que sabe que callar duele menos y enriquece más. Callar como los portugueses a quienes la saudade arrastra y el fado hiere.

Vivir es, a veces, como ir dando tumbos en un mundo sin raíces donde la nada pasea, lenta, por cada una de las estaciones; donde el ego parece ser lo único que nos persigue y, a la vez, perseguimos. Vivir un mundo en el que el reconocimiento que nos importa es el que viene de afuera, como lluvia que escurre por fuera de cualquier ventana. Como si nuestra propia lluvia o la que ocasiona el llanto, la revelación, el placer o la conmoción, no existiera. El goteo que notamos, y comparamos, es de los otros. Y esos otros, a su vez, dentro de cualquier habitación, esperan la lluvia que les llueve afuera de cualquier ventana. Y siempre afuera.

Raíces me remite a dar con la raíz del silencio, con la sabia que antecede a las flores, el otro lado que somos; sentir el otro lado del aire, ser esa sombra del aire, toparnos con el otro lado del fuego y serlo.


Volver al lodo, al barro, volver a sacar el mar que llevamos dentro. Recordar que somos el mar. Mirarnos dentro y recordarnos edén del ave que fuimos; el ave azul que se presume frente al tronco, que se luce para él y para sí mismo y sin saberlo o, acaso sin saberlo, mientras cree lucirse lo que hace es contagiarse de esa solidez, de esa dignidad del tronco y el árbol todo. En ese momento, y en todos, la raíz es el tronco y es la tierra y es cada rama y cada ave que ahí descansa y cada flor que asome por pura e impecable que se presuma. Es contagio y recuerdo que al unísono somos. El coro inmejorable, la última gota de lluvia.

Significar cada gesto que no vemos y que nos siembra y fragua por dentro, volver a la semilla; hurgar más dentro, cavarnos, sacudirnos, renunciar a los restos y los trastos, las  resacas en negativo; arrancar el polvo oscuro que nos acomodó encima el tiempo y su paso de fantasma bien ceñido del brazo de la experiencia, la frustración, el ego herido y también: los ojos que entornamos, las bocas que anhelamos y las voces con las que hicimos dueto y eco, donde fuimos canto y sinfonía.
Reacomodarnos a resonar como latidos del mar, como raíces del fuego que en ese solo instante, son dos piedras que se frotan entre sí. El fuego nos echó raíces desde que no tenemos memoria. Dentro, fuimos hoguera y danza y lugar donde calentar las manos y llamas de hembra y macho, nudos y amarres que no cesan hasta que cae el revés del agua, porque lo tiene. Como tiene revés el fuego y la palabra.

El agua tiene curvas de mujer y tiene revés como la ropa de mujer. Y como tiene revés todo lo bueno.

Y que los pies descalzos sean puentes de uno al otro, que sean zapatos en sí mismos, lo mismo que listones entre manos que entrelazamos, que sean trenza entre tu hebra y la mía, un mismo estambre, madeja para hilvanarnos a mejor. Pies y manos y derecho y revés de lo que somos. Piezas de una sola pieza.

Y vendrán los puentes para cruzar el agua, para esquivar las espinas y esquinas que también somos. Espinas de hembra y macho que se untan, se embarran, se afilan, espinas que envenenan. Y cortaremos la hierba, la recurrente, la que embriaga, la hierba ciega, la que embrutece y la que nos guste remojada en té para bebernos y hasta agotarnos. Hasta decantar.

Dejar de buscar los puentes que evitan el dolor y la vida, dejaremos que la vida nos arañe y muerda y, filosa, nos arranque un trozo de piel si es que aún hace falta. Dejaremos de creer en la perfección porque no existe. Sabemos que no existe como un día supimos de los reyes magos y de papá Noel y de dónde vienen los niños, pero la eterna vanidad es bruma, lo nubla todo; así insistimos en perseguirla como se insiste en buscarle seis pies al gato porque tres sí que los tiene.

Si existiera la perfección la imagino aburrida, tiesa y lacia, tan lacia y fría como un cuerpo que recién yace en la muerte. La perfección, de existir, es un cadáver.

Volver a las raíces y volver la cara al estallido que grita el fuego y en ese grito trae la memoria de los siglos, nos recuenta de lo efímero que somos y serlo sin miedo porque no tiene remedio. Se trata de detener los ojos en el agua y sus curvas, en las esquinas de las flores, de desmenuzar rajas de canela entre las manos.

Y elegir, como se elige a quién amar y qué piel acariciar hasta caer dormida, dejar de ser madera del puente que une al mar dulce y salado que llevamos dentro con el agua externa, la del pantano, la que nos maltrata y nos disminuye. La que se guarda en frascos, la que ahoga.

Dejar de regar piedras intentando suavizarlas y nadar a ese lugar en el que las despedidas no florecen y las palabras son lo que parecen: magnolias.

Y la espuma no surge de la rabia que alcanzamos, ahí la espuma es agitación de olas de mujer, es alas de mujer que huele a nomeolvides, a días y años y quédate siempre y no marchites ni me marchites.

Raíces que nos agiten con violencia y sean trayecto de vuelta a la tierra, sin dejar de lado las sutilezas y volvamos a llenar los huecos de las manos y podamos espirar en azul y sudar como los nardos.

Volver a sabernos muelle, laberinto y espiral, transición sin tregua ni remedio. Y jóvenes y viejos, hembras y machos a un mismo tiempo. Animales, heridas y suturas y remedos sobre la marcha. Y réquiems y lamentos, tangos y encierros hedonistas de dos en dos. Y volver a ser el mundo en ese espejo de dos. Ser y hacer el mundo, ser y hacer el amor.
Ser una digna danza hacia la muerte; bailar de cachetito con la muerte con zapatillas de gala; torearla, lucirnos con ella para entregarnos vencidos cuando nos bese la frente. Solo así vivir y así domarnos el miedo.
Dejar lo crudo y las medias tintas y los grises en todas su formas, ahuyentar las resignaciones, dejar el pánico de padecer locura cuando, sin excepción, perseguimos enamorarnos y perdernos como un par de locos. Y lanzarnos a encontrar a ese otro loco.

Remar más de prisa hasta arrancarnos de los ojos el paisaje de esa cueva donde reina el miedo y parece arrullarnos desde siempre, esa técnica profesional que tiene el miedo que nunca llegamos a vencer. Nos domina.
El músico o el aprendiz de violín llega un día a dominarlo a fuerza de práctica y disciplina. Nosotros no pasamos de ser aprendices ineficientes, no dejamos de ser malos músicos, mediocres, apagados por el instrumento del miedo.

El miedo es el violín que nos toma entre sus manos, es el chelo que nos aprieta entre las piernas creando la tensión musical que le conviene.
El miedo nos lleva en su vientre, nos mece y canta al oído por las noches, nos susurra mentiras. Un tronco miedo del que nunca pudimos separarnos. La raíz del miedo y sus esclavos.

Somos como hierba que crece débil a la sombra de ese arbolazo frondoso, tan verde, tan primavera; somos la hierba que no se atreve a crecer, a despegarse un poco, la hierba que se aferra a esa raíz, matiz entre vientre y miedo. Le concedemos una especie de contrato que cumplimos en juramento silencioso y de la manera más fiel y puntual que conocemos, mientras nos dura el aliento y el respiro. Nada menos.

Acaso queramos, alguna vez, alejarnos de lo crudo, de las urgencias cotidianas, de los abismos que muerden; quizá dejemos la sequía que tuerce, los restos de miradas, la limosna que damos cuando damos. Quizá podamos cansarnos de ser las sobras, las migajas, la simple probadita del banquete que debiera significar vivir.
Acaso dejemos de usar “herida” en el lugar donde llevamos el nombre y saber que las heridas son sólo sonrisas, al revés. Son su revés.

Me gusta imaginarnos posibles. Sin restos, rastros, ni despojos. Sin infiernos.

Retomar el fuego que alumbra y no el que quema, elegir el azul y dejar el negro previo a  la ceniza; dejar la velocidad, el hastío, el cochambre y la hora prisa que da frutos insípidos y casi siempre, tan amargos e intragables.

Las raíces que nos duelen, imagino y dibujo que las tomamos entre las manos con toda la ternura que exista para olerlas, repasarlas, tocarlas, trenzarlas, y frotarnos el rostro con ellas, mojarlas de lluvia, tenderlas al sol y volverlas cuerdas con las que saltar y con las que atarnos el cabello. Y cuerdas de una guitarra que nos lleve en su centro, guitarra que nos recueste sobre sus piernas y nos devuelva niños. Y nos vuelva música del mundo. Y queramos dejar de aspirar a dioses y nos volquemos sobre tambores y darnos alas y raíces, al unísono, en un coro que es hembra y macho y es niñez y adultez y es vida que no teme a un punto final. Vida que echó por la borda el suspenso, en la que no late el temor, vida a la que no le preocupa la interrupción. Vida que vivir.

Seamos seres que no vuelan para alcanzar medallas sino madejas enredadas de risa, seres que quieren ser y saben por dónde ir, seres a los que moldea el silencio sin destruirlos. Ser escultura en proceso.
Dejar de secarnos el alma entre nudos, asfixia y torcedura.

Que las raíces sean los nudos de los amantes, que las bisagras solo abran puertas que no cierran más y olvidaron cómo; que los ramajes columpien al viento, que seamos fruto con el perfume exacto de la guayaba, que sigamos verdes y siendo parte del huerto de dignidad que florece de mes en vez y de vez en mes y de año en vez.
Que dejen de talarnos las apariencias; seamos leña que hacer de nosotros mismos cada tarde, cada mañana de poda, ser retoño, poema y espiga y, por favor, con ese garbo.

El poeta es raíz y el poema, el fruto, a veces tan dulce como almíbar que escurre sobre lo que le duele al poeta. Ahí, el poema deviene sonrisa que se presume sobre la herida y la vence. El poema le endulza las lágrimas al poeta, las enjuga.
Ahí, sonríe frente a la palabra que creyó gastada, las ilusiones que vio agusanarse y la fe perdida. Y doler ya no le duele igual porque ese dolor parió a la hermosura.

Que los pies descalzos que somos trepen al árbol y sean a la vez tierra, nido y golondrina, sean hijos y nubes. Y una postal acuareleada sobre estar vivo.

Y ahí está ese árbol de pie, a la altura de toda la dignidad que es capaz de existir en un mundo, acaso más.

Propongo de raíz, desjugarnos como granada sangre, rociarnos como olivas, echar por
la borda la insipidez del níspero, ese lento pelar de fruto hacia ninguna parte.
Seamos el ostentoso coqueteo de la magnolia, imitemos la inmensidad de la vieja ceiba, transpiremos el aroma del guayabo con todos sus albures, quitémonos la piel como un higo maduro.

De raíz, defender nuestras batallas como robles, lloremos como sauces donde el llanto nunca supo llorar más hermosura, seamos ventanas con las tantas vistas de la madreperla; volvamos a ser posibles como el plúmbago que parece imposible y puedo mirar desde aquí.

Como el poeta espigado, curemos como sábila cada grieta y cada ojal. Coser cada agujero con hilo de humo del copal, tener a la tierra por cama en una maleza humana que nos parece tan impensable.

Y volver a mirar nuestras raíces.




Irma Zermeño (c)