domingo, 15 de mayo de 2011

Re-trato

Re- trato

Acepté hacer el retrato. Las fotos no agradecieron mi embriaguez al tomarlas. Como toda borrachera, en su momento las encontré inmejorables. Pasé la euforia, la resaca del vino y dos crudas.
Una en forma de insoportable jaqueca. Otra: la cruda realidad de pobres imágenes. No tuve la humildad de aceptarlo.

La idea, el formato ya concebidos; así traté de asirme a ellas. La imagen fue
apareciendo de a poco, adquiriendo el carácter que quise imprimirle. La composición renacentista, la luz ascendiente en diagonal.

De entrada, cierta indiferencia impregnó meses a la conquista del resultado; luego, mi perfeccionismo de siempre, ése, mi peor enemigo. Y es que los enemigos no traicionan.

Llegó la fecha que antepuse como límite de entrega. Solicité una semana más. Algo me dice que me costaba soltarlo, aunque fuera ese su único objetivo. Darle un término. Con gusto lo recargaría en alguno de mis muros.

Al ceder la tarde y con ella la luz, lo llevaba sobre mi hombro -cual tumba en peregrinación- a esa esquina en mi recámara que ataja en línea recta hasta los ojos recién despiertos. Le apostaba a esa primera mirada virgen, que hace al cuadro cubrir su exigencia, que me hace saber lo que le falta. Llegó a buen término; un buen cuadro.

Festejo y banquete japonés en mi honor. O en honor del cuadro terminado tras meses de espera. Generosa cena. Variedad de pescado fresco, colorido, algas que abrazan la aleta apenas inmóvil, la escama reciente, sobre alargados montículos de arroz al vapor apretado. Parecían recién salir del mar para mostrarse dispuestos adornando platones y viandas.
Al centro, una larga y estrecha hendidura sobre la mesa forrada en piel oscura, repleta de rojas rosas en tríos que parecían interminables. Otra peregrinación en rojo sangre. Rojo protagonista que enganchaba mi mirada robándola hacia esa otra realidad. La mía: el vestido carmín del cuadro; imagen entre holanes que no pude soltar como único horizonte durante toda la cena. De las rosas al vestido se cerraba el único círculo posible, ida y vuelta, de mi lugar preferencial en la mesa a la celosa imagen.

Estuve mudo en la charla, sordo a la música, ciego a los demás, ajeno hacia los
interminables elogios. Consumí la sopa de golpe, ignoré su sabor hasta que percibí un trozo de queso soya detenido en la lengua. El mismo que me hizo cambiar el rumbo, me traía de vuelta a la cena. Me hacía por un segundo –acaso- olvidarme de la vista inquieta alineada en ese último hijo de mis manos, allí encarnado y digno. De pie cara a cara con su origen: ella.

Ella, que desde el instante que me recibió en la puerta, encontré distinta. Más joven, más delgada, derramando hermosura. No sé si más joven, no sé si más delgada. A todas luces, la sé distinta. Otra. Distante por mucho del reflejo en el pesado peregrino que cargó mi lomo tantas noches, el mismo que me retaba por amaneceres a la vez que era testigo en mi despertar.

Ella, la modelo. Él, el peregrino. Yo, el culpable.

La confusión encajada en esa nueva percepción. Cómo deslindar ese filoso triángulo. Si yo mismo soy una de sus aristas. El árbol y su fruto maduro, yo diría: pleno.
La semilla y el tiempo. La espera y el resultado afortunado. Mi pincel y su eco.

Entre los dos -ella y yo- a una distancia majadera, ese lienzo vivo que se generó
poco a poco.
Lo tuve para mí sin ella; entre noches de insomnio y bocetos; entre dudas y
posibilidades.

Conté apenas con una débil referencia en fotografía. De mala calidad, casi un
susurro empañado. Pero eso es lo de menos.
Esta noche aquí, cual celebridad, sostenido con soberbia en un lugar -que me es ajeno- como en pedestal, frente a mí y tan lejano a mí. Conmigo tanto tiempo a solas en coqueteo constante, en complicidad próxima, en diálogo privado e íntimo y ahora, con mayúscula insolencia me reta con su presencia altiva: me exhibe su nuevo y lujoso domicilio, lo restriega sobre mi rostro indeciso. Me grita, se regodea en su lograda independencia. Sin ápice de timidez me cuestiona la herencia que pude darle.
Tacha mi egoísmo. Se afirma un mero pretexto temático, un endeble barandal. Una escena más como tantas en mi vida de pintor. Parece enfatizar mi duda; si el resultado -dice- me favorece o la favorece a ella, si he sido justo.Difícil paradoja. Imprudente cuestionamiento cuando viene del mismo fruto, de la ironía que hice nacer, a la que di vida.

La injusticia perpetua; es una desventaja añeja; no descubro nada. El escultor se queja desde siempre de la fría temperatura del mármol en comparación con la cálida, temblorosa piel de la modelo que entre pudores se ofrece.

Mas hoy es mío el vacío, es mío ese espacio agrio que tuerce, enreda y anuda por dentro. Que más da cuantos lo han sentido.Soy yo quien enfrenta esa encarnación. Yo quien la firma.

Cuánto pudo cambiar ella en unos meses; no,no ha cambiado. Se siente halagada, favorecida por mí en las piernas torneadas, en la lisura del rostro y su expresión inocente. Se mira a placer, se reconoce a fidelidad; se gusta más de lo que puede aceptar en el espejo.

La imagen rebasa por mucho su expectativa que no era poca. Festeja, brinda, está orgullosa. Se presume abiertamente.

Su pintor consentido, todo su talento, ha clavado su energía en ella, la ha
reproducido de manera intacta, cabe decir mejor, según sus palabras.

Es mi mirada exigente que no sabe empatarlas. A ambas. Ellas, y su semejanza
incuestionable. La naturaleza -de ambas- y las visiones que de ella inspiran.
Lo esencial.

Me quedo con un sabor amargo en la boca. Injusto con el pescado fresco.

Quedo con cada espina de las rosas detenida en la garganta espesa. Me duele cada mirada ajena que se posa en la imagen teniéndola a ella -como yo- de frente. Me jode esa cercanía. Me lastra el silencio de quienes las miran juntas.

Aun cuando el silencio termine en verbal aplauso. Para mí, aplauso mudo, ingenuo.

Se lo digo; le ofrezco algún retoque. Me expongo con atrevimiento.

Habrá que reducir el contorno para ceñirlo al muro que le ha escogido. Me tienta esa nueva posible cercanía. Busco aprovechar el retorno; hacer venir la peregrinación aun pasajera.

La hago ver que la imagen dista de su belleza, que me quedé corto. Lo niega a
carcajada abierta. Rechaza mi sugerencia, cada palabra que le sabe a humildad absurda, a insistente mentira.No quiere que se toque el cuadro nuevamente. Me siento contrariado.

Obedezco mi instinto, quiero llevarlo conmigo a solas, tenerlo cerca. Que dicten los ojos, que traduzcan ese grito estridente de ausencia, de falta que retumba en mis sentidos.

Nada. Nadie parece entender que tenerlas juntas me provoca un regusto de fracaso, me tumba. Sólo confirma, hace patente la futilidad del retrato, nunca rendirá tributo ni será a medida mientras exista el origen en continua referencia.
Sólo sin ella; sin ese testimonio de vida, de fresca belleza móvil sería un retrato
hermoso. Parece serlo, lejos de mi mirada.

Antes, la modelo como personaje, como herramienta dialogando con el resto. Una referencia similar, un puente visible, un préstamo voluntario, un perfil posible. Tan solo un molde; un re-trato. Un volver a tratar. Y vaya que hay que volver y volver.

Eterno retorno hacia ninguna parte. Una representación, como en el mundo del teatro, un velo.
Yo y esa amargura que me cuesta tragar.

Ella y el sabor de satisfacción, de agradecimiento inmerecido.

Al encarnado sólo le pido margen lejos de ella. Como cuadro, como escena e imagen, me satisface, más que eso. Como retrato, siento la pálida visita del fracaso aun en su forma más sutil, más disfrazada. Achicaré el contorno y lo enviaré de vuelta. Dejo el molde.

La diferencia: no seré yo del otro lado de la puerta, quien la mire abrir con esa nueva hermosura que ahora parece estrenar.

La decepción, como el cuadro, no son cosa efímera.

Irma Zermeño (c).