lunes, 11 de mayo de 2020

La cima se siente abismo

                                     Abril 29 del 2020, en el que la cima de montaña hoy se siente abismo.

Sí, hay días y días. Llevo tres en que no puedo ni mirar largo, tampoco muy adentro. No hay preguntas que esperen respuesta, ya ni una sola. Me cansé de preguntarme cosas.
Reniego de ti, también, a veces. Y me digo lo absurdo de esculpir tu existencia. Otras, te espero como espero que llueva. Ese milagro.

Ha dejado de llover, arreció el calor y sólo quiero dormir largo, pero tampoco lo consigo. Los sueños se han vuelto retorcidos, trenzan a todo tipo de gente: la que da y la que quita. La viva y la muerta. La reciente, la casi olvidada. Casi, digo, porque asoman atrevidos mientras duermo. Parecen venir a desempolvar historias añejas y quitarles el salitre. He soñado también con el silbido de la nauyaca. Claro, la sueño bajo mi cama.

Ya decidí no pensar en ella, por mortal que sea su veneno. Camino en zigzag, no dejo de mirar dónde piso, y evito los nidos de hojas y troncos que le serán fresco refugio.

¿Por qué no te sueño a ti, entre tanto revoltijo? ¿Me meteré yo en tus sueños, a punta de repetirme que existes?

Hoy me sabrías cansada. Estos últimos días traigo un para qué, listo en la boca. Ya guardé en un cajón lo bucólico y romántico del bosque, ya reniego a enlodarme a toda hora, lavarme y relavarme. Cargar troncos, bajar, subir sin tregua, sudar en cascada, apaciguar ronchas y sacarme aguijones y astillas de la piel.
Insistir con la pintura, perseguir palabras, cocinar, ¿qué se come? Recoger, alzar, sacarle garrapatas a mi Jarocho, untarle ceniza en el cuero para calmarlo.
El sol ya se me metió, como fuego, instalado en los huesos. Los treinta y cinco grados me vuelan los sesos, nublan cualquier pensamiento y me hacen crujir la espalda.

Tengo que contarte, a ratos te escribo como si me supieras. Jarocho es un Golden retriever, pequeño para su raza y de mirada nostálgica. Tiene la mirada de quien se conmueve con un poema recién descubierto y queda en silencio, mientras lo acomoda en sus emociones. Tendrías que verlo con un paliacate verde al cuello.

Qué bueno no sabernos nada en estos días. Si me tuvieras de frente verías a una mujer revuelta, confundida, hastiada.

Apenas colgué la mirada en la Antología del cuento triste, entre esos: Bartleby, el escribiente. Como él, yo también preferiría no hacer una cosa ni otra, preferiría no vivir cambios, preferiría no moverme.
Preferir. Ese verbo que hoy conjugo con Bartleby.
Mejor ser el árbol de enfrente, que sólo es. Ahí nació, ahí se está y se queda. Ser el tucán que va de un árbol a otro. Ser la lluvia o la neblina.

Hoy, hay que olvidar los proyectos entre manos, olvidar que se tiene manos. Darles cuerda es ponerse un picahielos en la panza. ¿Para cuándo?

Esta espera hace como que no espera, y espera algo que no sabe qué es, ni cuándo vendrá y ya se me ha cansado. Se aburrió. La relevó la cara verdosa del hartazgo. El prefiero no. Frente a todo. Nunca tuve madera para Penélope.

Ya dejé de pensar los tiempos de lo que fue la agenda, hasta no hace mucho. El libro terminado, la obra de teatro, los talleres a mujeres presas. Ya dejé al tiempo. Se me cayó de las manos.
Y te pienso más estos días, en que tu rostro y voz me dan sombra y consuelo.

Mi bisabuela Cruz era mujer del campo, crió a mi padre, huérfano desde los nueve años, en tierras de Jalisco. Para que él no escuchara temas adultos, de sobremesa, le decía Ve a ver si ya puso la marrana. Métale el dedo a la gallina, mijo, a ver si ya trae huevito. Y sus historias me quitaban el sueño cuando niña. Como a ti, la anhelaba en mi vida.

Por alguna razón, a mi padre le dio por repetirme Cuánto me recuerdas a mi abuela. Cómo te hubiera querido Crucita. Era una mujer calzonuda que decía cosas como A los huevones los cura el hambre y a los cabrones, ni el tiempo. O Por esperar a los de a caballo, se les fueron los de a pie. Y claro, su marido era tenedor de libros, medio borrachín y ella trabajaba por los dos.

A cuarenta y dos días de pandemia, esta cima se siente abismo. El trabajo es arduo e inacabable. Una lluvia o un viento fuerte te multiplica las tareas.

Y Cruz, Crucita, con su pelo blanco entre pasadores, vuelve y vuelve a mi mente. Esa viejita que no conocí, y que fue la más alta figura para mi padre, que se fue hace poco. Me habló tanto de ella y nunca faltaron algunas lágrimas hacia la parte final del relato.

Unos días antes de partir me dijo Crucita y yo te vamos a estar esperando. Y cuídate mucho, porque verás, la vejez es una masacre.
Celebro tanto que no le tocara esta pandemia delirante, había vivido ya el delirio senil, sin darse cuenta. Esto lo tendría anudado de angustia. Y a mí, pensar que algo de esto lo rozara. O no pudiera despedirme.

Un día vas a contarme de ti, aunque invento tus respuestas. Y a darme acuse de recibo, de algún modo, que sellarás con la certeza en tu mirada. Que leíste estos asomos breves, que algo pudiste verme, aún a tientas.
Yo no te escribo cartas, lo que hago es abrirte la ventana, mostrarte mi paisaje, decirte Ven. Ya es tiempo. Sólo que pase este bajón que sabe a rendición y suele durar unos tres días. Luego remonto.

Y aún con sabor de abismo en la lengua, te espero,
I

@irmazer


Abono al cofre desde la misma cima

Abril 20 del 2020, abono al cofre desde la misma cima.

Ha pasado una semana. Siento como si hubiera pasado más tiempo. En esta temporada los días se alargan de más. Les cabe tanto, y miras el reloj para comprobar que son, apenas, las tres de la tarde. Ya noté que no es hacer por hacer, sino un hacer para ser. O eso busca.

Los cafetales se llenaron de granos rojos en su punto. Le di a la pizca. Cortarlos, quitarles la piel, ponerlos a secar al sol sobre una malla. Sacar el corazón aún pálido, que luego será verde. Tostar, a fuego lento, con aún más paciencia de la que tengo (al descubrir, por ejemplo, nuevos avisperos por todas partes) en pensarte y darte forma.

Previo a los granos, la flor del café se cierra y forma en la rama, una larga hilera de brotes como colmillos blancos. Simula filo. O mi mirada se empecina en ver filo.

Empecé esta carta en el balcón, quería que nos sobrevolaran las aves de por acá, pero he entrado en la casa, para escribirte sin veneno nuevo. No es metáfora.
Qué de brava es la naturaleza que no deja de recordármelo.
Tengo una roncha encimada a la anterior, parecen de colección. Y de noche, un ardor en la piel que semeja al del amor propio herido o al de la decepción.

Encima de mi cama vestida de algodón blanco, volteo y miro en el buró: junto a una jarrita con gardenias que corté ayer, y que lo perfuman todo, un gran machete. No sé si es más brillante que filoso. Te preguntarás si sé usarlo. Sí.
También tengo -al mes de confinamiento - buena mano con el serrucho y la sierra. Mis ojos le dibujan futuros a los troncos caídos, le imaginan utilidad. Las manos obedecen. Quién me viera. Ojalá que tú. ¿Qué verías?

El muchacho que trabaja aquí, dijo ayer Oiga, oí cantar a una nauyaca.
¿Dónde mero?, apuré a preguntar. Cómo quedar indiferente.
Aquí abajito, dijo seco, y sus dedos señalaron una mínima distancia. Un metro. Así me lo soltó, sin el menor susto en su gesto, yo lo imité.
¿Qué se hace, si llega a morder?, creo que preguntó un agujero en mi pecho.
Pos, dudó un rato, vamos con los culebreros, ellos saben cómo sacarle el veneno a uno. Ellas son bien tímidas, recalcó.
Ah, ¿sí? Bien tímidas, repetí, y seguí aparentando calma.

Caminé lento. Nauyaca o serpiente terciopelo, me fui, rumiando. Culebreros, resoplé. A saber qué hagan para expulsar el veneno.
No pasé buena noche, huelga aclarar. Mi cabeza abrió la puerta a varios peligros.
Ya venía siendo racha de barajear posibilidades non gratas y jugar con ellas. A sumar nuevas.

No tengo suero antiviperino y, como te conté, estoy a media hora de coche de la población cercana. Ni tengo el suero ni sé administrarlo. Qué consuelo.

Recordé cuando empecé a venir por esta tierra, hace dos años, y los primeros temores me llevaron corriendo a una farmacia del centro del pueblo a pedir suero para víboras. Tal cual.
El empleado, perplejo, dijo ¿Para víboras? No, aquí no hay de eso, ha de ser en una veterinaria y sólo donde haiga víboras. Que aquí, no. (Debo contarte que Veracruz es famoso por su variedad de serpientes).
Ese fue mi único intento por conseguirlo. No insistí. Fiel a mi carácter distraído, me volqué en algo más, y lo olvidé. Mecanismo de defensa, quizá. Si funcionó, fue hasta ayer.

Que canta la nauyaca. Algunos ven canto donde yo veo mordida, asfixia y punto final. Tan tan.
Por eso el machete en el buró, supongo. Y quizá, las gardenias -a su vera- para suavizar la imagen y perfumar los insomnios.

¿Serás tú de los que actúan en lumbre o de los que se paralizan? Me pregunto. Yo pertenezco a los dos bandos, me he visto en ambos. No sé qué lo defina, si el azar o mi temperamento sanguíneo.

Así que, de momento, agradezco los ratones blancos que corren detrás de la lavadora, y que desaparecen una vez encuentro su agujero y lo tapo. Son casi bonitos. Y las cuijas, las abejas hiperactivas de primavera; los calores de infierno; la humedad que está cerca de lograr que me evapore, por las tardes, mientras la terciopelo no me cante en serenata privada, ni me dé a probar su veneno, ni nos encontremos la mirada una a la otra.

Ya, de tanto escondérmele al virus, desapareció la prisa en todas sus formas. También algunas vanidades. Uso cualquier trapo para vestirme; dejo que asomen las canas, que crezcan y brillen, ya nos hablamos de tú. Que sean y seamos juntas.
Dejé de matizar el olor de mi piel. No disimula el animal que traemos dentro, ruge, se deja ver y oler. Una huele distinto, me gusta conocerme así, a pelo. ¿Para qué acallar el propio olor? Que me cuente quién soy, qué tan suave, qué tan fiera.
Y retomé el baño frío, de noche, aunque los horarios no existen.

Tal vez te importe saber que nunca he sido muy puntual ni muy lo contrario. Hay rachas en que mi disciplina parece japonesa y, otras, en que soy una huelga encarnada en todos sentidos. Por contrastes, soy inacabable.

Mi hija -de veintidós- me repite ¿No te parece que eres demasiado positiva?
Esa frase ha nacido aquí. Y no lo soy siempre. Pero cuando traigo rabia y hartazgo, me callo. Otra lección de esta convivencia donde nadie sale, o lo hacemos las dos juntas.

Ella, que me acompaña esta temporada, está aprendiendo a esperar, a aceptar. Dos palabras fáciles de decir a esa edad. Y a la mía.
Sin internet, no habrá cursos en línea, pero su ser compañera se fortalece. La palabra solidaridad tiene más matices. Creo que, sin darse cuenta aún, nutre y riega a diario, las semillas que va sembrando y busca ya que asomen las flores. Literal y metafóricamente.

La inmediatez de su generación aquí es inexistente. La gratuidad de fondo se desvaneció.
Nos turnamos los quehaceres, las mangueras, los trastes; saca lagartijas; lava y tiende la ropa. Son cosas que no hacía, que antes no le exigí, por absurdo que se lea.

Incluso llegué, aquí, a sentir algo parecido a la culpa. Cómo alejarla de alguna forma de estudio. No tardé mucho en darme cuenta: aquí está esculpiendo su ser, sus cómos. No hay a qué volver, de momento. La propuesta inicial de quince días devino en treinta, y es una cuenta que crece a diario, según golpea la realidad. Vamos en cuarenta y cinco, por venir. Ya no pregunta, ya ni la ceja levanta. A la ansiedad la debilita entre colores y mandalas. Y cocina mejor de lo que imaginé.

Para estudiar habrá tiempo. A aprender a vivir más vale que nos apuremos, aunque es tarea que nunca termina. Acá deshebra sonidos, distingue entre vuelos de pájaros, y tipos de hongos sobre la hierba. Guarda la semilla de cuanto come; toma fotografías de insectos; camina largo; y puedo ver cómo ahonda en sus calladas reflexiones. De repente le asoma una lágrima, a veces las lágrimas son mías: inesperadas, nacientes como sin motivo aparente. Están y ruedan, y las sellamos con un abrazo tan apretado como silencioso. O, cada una en una esquina distinta. Aquí nos estamos viendo las entrañas, y no todo lo que sucede es precioso. Tenemos a la tolerancia en engorda.

Aquí sé esperar -mejor- que pase el desencuentro. También aprendimos que un chico zapote se duerme si no lo dejas a la intemperie. Esto es, que nunca madura y se pudre tieso.

Los ritmos de los temperamentos se parecen a los de afuera. Cada ave y semilla se manifiesta a su antojo. Nada es, a diario, lo mismo.
Los sentimientos arrecian de noche, tanto como la voz de los búhos. La neblina y los recuerdos se confunden en este laberinto. Las hojas caen con la misma ligereza con la que olvido lo que parecía prioridad y hasta urgencia.

Extraño a mis hijos, los otros dos, que libran estos días de virus, a su modo, y en rincones distintos. Nos salva, al menos por un rato, la voz del cariño al teléfono y los videos que logramos por minutos. Mirarnos, saber cuánto queremos abrazarnos. Están creciendo, valorando, repensando sus formas y sus vidas. La incertidumbre araña, rompe, y deja entrar luz de nuevos pensamientos. A los veintitantos, de los tres, eso ya es mucha gracia.
No sé, aún, qué tanto se den cuenta. Está lo que dicen y lo que callan, pero asoma en primer plano cuánto nos faltamos en tercera dimensión, fuera de una pantalla.

Buscamos, todos, una pomada para sobrevivir: al virus, a lo incierto, a la lejanía, a las consecuencias. Y manoseamos los hubieras, pensamos cuánto se irá a la mierda, qué será postergación y qué, destrucción. También recordamos algunos de nuestros olvidos.

Esta era va a reescribir oficios, querencias, hábitos y prioridades. Va a acentuar nimiedades y a permitirnos notar nuestros reveses. Al tiempo.

Que corra el aire y que yo pueda visitar ese nido de nostalgias que llevas en la mirada. Que tu voz líquida se deslice en mi oído, alguna vez. Sin prisa, que ya no quiero recordarla.
Que pase todo esto, arando en nuestra mente y entrañas. Que deje frutos que nos duren.

No conseguí el suero, pero intentaré dormir.
Ya sabes que te espero,

I.

@irmazer

Carta cofre desde la cima de una montaña


Xico, Veracruz, México, a 14 de abril del 2020, en una cima de montaña.

Que te gustara mucho estar aquí y, mientras tanto, saberme arreando gallinas, apenas oscurece, para meterlas en su casita que las protege de las comadrejas. Y es que, ese marsupial horrendo, las devora en segundos. Al principio no lo creí. Comadrejas comegallinas, para contarte su nombre completo. Me parecía una más de las tantas leyendas que rezan por aquí, como si verdades. Después de vivirlo, me crea, incluso, un poco de angustia. Es en lo único que pienso luego de ponerse el sol. Creo que podría hacerte gracia. O no.

Ojalá (porque sólo es la voz de mi deseo) que disfrutaras una lluvia como la de anoche. Ese milagro. Es el único momento, en este lugar, en el que dejan de estrellarse los insectos contra mi cabeza y brazos. Por insectos digo chaquistes, avispas azul ultramar, tan hermosas de brillo y color que cuesta creer que hagan tanto daño y causen fiebres altas durante días.
Ese azotar del viento que hace chocar a los árboles, unos contra otros, el golpeteo del granizo, el estruendo todo de los chaparrones y adentro, los crujidos de la madera que se reacomoda.
El petricor se quedó conmigo y, como si untado en mi olfato, caí dormida.
Desde niña, no hay un olor que disfrute más. Los terrones secos quedaron tan agradecidos como yo.

Ese viento enfurecido refresca como el amor. Aquí, la voz del cielo y sus rugidos parecen ecos animales. Eso pensaba mientras caía al sueño.
El aguacero duró un par de horas y se llevó la luz. Sucede cada vez que llueve, los bambúes son tan altos y fuertes que se recargan, empapados, sobre los cables o los rayos rompen y tumban troncos muy altos. Me quedé sin luz.

Que te gustara -déjame insistir- estar sin televisión y sin internet, como estoy desde hace casi un mes. Que, en su lugar, disfrutaras, como yo, del colibrí que sorprendí muy temprano, con el pico clavado al centro de un diente de león. El vientecito, que hacía volar los flecos de la flor, completaba a perfección la imagen que duró segundos.

Ahora muero por un café, pero estoy sin gas. Aquí lo nada gracioso del asunto: saqué la parrilla, para luego recordar que no había luz. Y tampoco hay agua, porque la bomba que la sube del pozo es de luz. Así que sin luz, agua ni gas, me pongo a escribirte.
Que todo esto -enfatizo- te diera alientos nuevos y algo parecido a la urgencia por mirarnos.
Quiero abrazarnos como si siempre.
Jamás de los jamases he sabido si existes, siempre de los siempres he sentido que sí -en mi epidermis- y no me cabe un hilo de duda. Algo excepcional en estos tiempos, en que la incertidumbre lo permea todo. 

Escribirte es también una vacuna contra la furia y veneno que se debe leer, para saber si aún no hemos muerto o estamos a punto de.

Lo bueno de no conocerte es que modelo, como si barro, tu temperamento y tu ritmo, a mi antojo. Con toda arbitrariedad te imagino y recreo. Invento tus besos y te espero. Cuánto tardarás en venir, me pregunto cada tanto. Hace mucho que te espero.

En este refugio busco escondérmele al virus. No hay humanidad cerca. No, antes de veinticinco minutos en coche, mismos que evito en lo posible.
Escóndetele al virus, tú también, para que esto tenga algún sentido.

Mi ciudad, una de las más grandes del mundo, está contagiada por montón, así que, de momento y por un par de meses, no pienso volver. A veces siento como si mi casa y ciudad se hubieran incendiado y entre esas llamas, se fue todo lo que hubo adentro; desde esa idea, me descubro armando una nueva manera de vivir aquí, en medio del bosque de niebla, donde el aire es purísimo y equivale a estar enchufada a un tanque de oxígeno sin tregua.

El calor merodea los treinta y cuatro grados desde las once de la mañana, lo que es agotador y, a las dos de la tarde, insoportable. La humedad del lugar hincha mi melena y me chapea la piel, la abrillanta. En días que ando más positiva, me repito cuánto hidrata la piel estar metida, sin pausa, en un vapor sauna. Cada día, a las cinco de la tarde, sube la neblina. Es un espectáculo, al que le siguen tapices de estrellas e intermitencia de luciérnagas.

Los días se estiran, largos, hay mucho qué hacer hacia donde mires. No hablo de obligarme a la creatividad, sino de lo necesario: rastrillar las hojas arremolinadas por el viento; quitar la pedacería de ramas y troncos por doquier; aprender a separar -en la mirada- la inmensidad de tonalidades del verde que aquí conocí; regar los frutales y buscarles brotes nuevos.

Durante algunos años me dediqué a pintar. Estos días he sentido, en varios intentos, que la pintura olvidó mis manos. Curioso: escribirlo me ha hecho recordar de golpe que, cuando mi padre estaba cerca de morir, perdí el lenguaje. No enteramente, ni enmudecí, pero olvidé, digamos, la mitad de las palabras que conozco. No exagero.
No las hallaba y, a más me aferraba con encontrarlas, más se escondían de mi alcance. Solté. Dejé de perseguirlas y de obsesionarme con recuperarlas. Han ido volviendo con el tiempo, como muchas de las cosas que aprendemos a soltar.

Así que ahí -sin querer- te describo la tamaña obsesión que vive conmigo. Está siempre presente, aunque a la vez, es cambiante. Todo el tiempo me ronda alguna. Aun cuando me cuente que gracias a mi “disciplina” dejé una, al poquísimo tiempo me doy cuenta de que me he aferrado a otra. Sólo voy sustituyendo.

Desde hoy, mientras me esconda del sol –a eso del mediodía- y te recuerde, mientras me nazca de las ganas, te escribiré. Descuida, no eres una obsesión.
Esto tuyo, nuestro, es sutil, es un aroma que me roza a ratos. Casi un recuerdo en el que mecerse. O como un trozo de memoria de lo no vivido.

Baricco -en Océano Mar- escribió un personaje que escribía cartas a alguien -a quien no conocía- pero ya deseaba amar. Y cada carta la guardaba en un cofre que fue llenando a lo largo de su vida. Cuando la conoció, supo enseguida que era ella y le entregó el cofre. Lo leí hace tantísimos años, siendo muy joven, y entonces, pensé mucho lo que sería recibir un cofre con cartas -de años y años- escritas para mí sin ser aún yo.
No lo olvidé, está claro, pero se guardó -empolvado- en algún cajón interior, muy al fondo, y lo taparon otras muchas cosas. Hoy lo recordé. Hoy que, por alguna razón, sentí que este es un buen momento y buzón para escribirte y abrirme contigo. Este será mi cofre con tus cartas y me dejaré conmover sin vergüenza.

Te imagino con labios gruesos y un nido de nostalgias en la mirada. Sólo desde ahí nos reconoceremos. Te dibujé una vez y así saliste de mis manos. Así, tus labios y así, tu mirada. El carbón se deslizaba a ritmo propio, ya sabía cómo.
También sé que tu voz es líquida.
Así te vi cuando podía dibujar, hoy no puedo. Hoy escribo y ha vuelto el abanico de mi lenguaje. Te escribo ligera, como si un encuentro cotidiano, aunque deje de serlo por tu ausencia y porque no me sabes. Igual te escribo. Esto deja correr el aire entre mis yos, que son muchos, como los de todos.

Ahora asoman nubes amenazadoras y yo sólo les pido que cumplan. Iré a confirmar ese milagro.
Antes, a desenchufarlo todo, por las descargas eléctricas. Que te gustara hacerlo conmigo.
Y esa distancia del coche, mañana no será posible evitarla. Hay que hacerte llegar la primera carta de mi cofre imaginario. Ojalá fuera un buzón cercano de una casa vecina imaginaria.

Te espero.
I.