lunes, 11 de mayo de 2020

Carta cofre desde la cima de una montaña


Xico, Veracruz, México, a 14 de abril del 2020, en una cima de montaña.

Que te gustara mucho estar aquí y, mientras tanto, saberme arreando gallinas, apenas oscurece, para meterlas en su casita que las protege de las comadrejas. Y es que, ese marsupial horrendo, las devora en segundos. Al principio no lo creí. Comadrejas comegallinas, para contarte su nombre completo. Me parecía una más de las tantas leyendas que rezan por aquí, como si verdades. Después de vivirlo, me crea, incluso, un poco de angustia. Es en lo único que pienso luego de ponerse el sol. Creo que podría hacerte gracia. O no.

Ojalá (porque sólo es la voz de mi deseo) que disfrutaras una lluvia como la de anoche. Ese milagro. Es el único momento, en este lugar, en el que dejan de estrellarse los insectos contra mi cabeza y brazos. Por insectos digo chaquistes, avispas azul ultramar, tan hermosas de brillo y color que cuesta creer que hagan tanto daño y causen fiebres altas durante días.
Ese azotar del viento que hace chocar a los árboles, unos contra otros, el golpeteo del granizo, el estruendo todo de los chaparrones y adentro, los crujidos de la madera que se reacomoda.
El petricor se quedó conmigo y, como si untado en mi olfato, caí dormida.
Desde niña, no hay un olor que disfrute más. Los terrones secos quedaron tan agradecidos como yo.

Ese viento enfurecido refresca como el amor. Aquí, la voz del cielo y sus rugidos parecen ecos animales. Eso pensaba mientras caía al sueño.
El aguacero duró un par de horas y se llevó la luz. Sucede cada vez que llueve, los bambúes son tan altos y fuertes que se recargan, empapados, sobre los cables o los rayos rompen y tumban troncos muy altos. Me quedé sin luz.

Que te gustara -déjame insistir- estar sin televisión y sin internet, como estoy desde hace casi un mes. Que, en su lugar, disfrutaras, como yo, del colibrí que sorprendí muy temprano, con el pico clavado al centro de un diente de león. El vientecito, que hacía volar los flecos de la flor, completaba a perfección la imagen que duró segundos.

Ahora muero por un café, pero estoy sin gas. Aquí lo nada gracioso del asunto: saqué la parrilla, para luego recordar que no había luz. Y tampoco hay agua, porque la bomba que la sube del pozo es de luz. Así que sin luz, agua ni gas, me pongo a escribirte.
Que todo esto -enfatizo- te diera alientos nuevos y algo parecido a la urgencia por mirarnos.
Quiero abrazarnos como si siempre.
Jamás de los jamases he sabido si existes, siempre de los siempres he sentido que sí -en mi epidermis- y no me cabe un hilo de duda. Algo excepcional en estos tiempos, en que la incertidumbre lo permea todo. 

Escribirte es también una vacuna contra la furia y veneno que se debe leer, para saber si aún no hemos muerto o estamos a punto de.

Lo bueno de no conocerte es que modelo, como si barro, tu temperamento y tu ritmo, a mi antojo. Con toda arbitrariedad te imagino y recreo. Invento tus besos y te espero. Cuánto tardarás en venir, me pregunto cada tanto. Hace mucho que te espero.

En este refugio busco escondérmele al virus. No hay humanidad cerca. No, antes de veinticinco minutos en coche, mismos que evito en lo posible.
Escóndetele al virus, tú también, para que esto tenga algún sentido.

Mi ciudad, una de las más grandes del mundo, está contagiada por montón, así que, de momento y por un par de meses, no pienso volver. A veces siento como si mi casa y ciudad se hubieran incendiado y entre esas llamas, se fue todo lo que hubo adentro; desde esa idea, me descubro armando una nueva manera de vivir aquí, en medio del bosque de niebla, donde el aire es purísimo y equivale a estar enchufada a un tanque de oxígeno sin tregua.

El calor merodea los treinta y cuatro grados desde las once de la mañana, lo que es agotador y, a las dos de la tarde, insoportable. La humedad del lugar hincha mi melena y me chapea la piel, la abrillanta. En días que ando más positiva, me repito cuánto hidrata la piel estar metida, sin pausa, en un vapor sauna. Cada día, a las cinco de la tarde, sube la neblina. Es un espectáculo, al que le siguen tapices de estrellas e intermitencia de luciérnagas.

Los días se estiran, largos, hay mucho qué hacer hacia donde mires. No hablo de obligarme a la creatividad, sino de lo necesario: rastrillar las hojas arremolinadas por el viento; quitar la pedacería de ramas y troncos por doquier; aprender a separar -en la mirada- la inmensidad de tonalidades del verde que aquí conocí; regar los frutales y buscarles brotes nuevos.

Durante algunos años me dediqué a pintar. Estos días he sentido, en varios intentos, que la pintura olvidó mis manos. Curioso: escribirlo me ha hecho recordar de golpe que, cuando mi padre estaba cerca de morir, perdí el lenguaje. No enteramente, ni enmudecí, pero olvidé, digamos, la mitad de las palabras que conozco. No exagero.
No las hallaba y, a más me aferraba con encontrarlas, más se escondían de mi alcance. Solté. Dejé de perseguirlas y de obsesionarme con recuperarlas. Han ido volviendo con el tiempo, como muchas de las cosas que aprendemos a soltar.

Así que ahí -sin querer- te describo la tamaña obsesión que vive conmigo. Está siempre presente, aunque a la vez, es cambiante. Todo el tiempo me ronda alguna. Aun cuando me cuente que gracias a mi “disciplina” dejé una, al poquísimo tiempo me doy cuenta de que me he aferrado a otra. Sólo voy sustituyendo.

Desde hoy, mientras me esconda del sol –a eso del mediodía- y te recuerde, mientras me nazca de las ganas, te escribiré. Descuida, no eres una obsesión.
Esto tuyo, nuestro, es sutil, es un aroma que me roza a ratos. Casi un recuerdo en el que mecerse. O como un trozo de memoria de lo no vivido.

Baricco -en Océano Mar- escribió un personaje que escribía cartas a alguien -a quien no conocía- pero ya deseaba amar. Y cada carta la guardaba en un cofre que fue llenando a lo largo de su vida. Cuando la conoció, supo enseguida que era ella y le entregó el cofre. Lo leí hace tantísimos años, siendo muy joven, y entonces, pensé mucho lo que sería recibir un cofre con cartas -de años y años- escritas para mí sin ser aún yo.
No lo olvidé, está claro, pero se guardó -empolvado- en algún cajón interior, muy al fondo, y lo taparon otras muchas cosas. Hoy lo recordé. Hoy que, por alguna razón, sentí que este es un buen momento y buzón para escribirte y abrirme contigo. Este será mi cofre con tus cartas y me dejaré conmover sin vergüenza.

Te imagino con labios gruesos y un nido de nostalgias en la mirada. Sólo desde ahí nos reconoceremos. Te dibujé una vez y así saliste de mis manos. Así, tus labios y así, tu mirada. El carbón se deslizaba a ritmo propio, ya sabía cómo.
También sé que tu voz es líquida.
Así te vi cuando podía dibujar, hoy no puedo. Hoy escribo y ha vuelto el abanico de mi lenguaje. Te escribo ligera, como si un encuentro cotidiano, aunque deje de serlo por tu ausencia y porque no me sabes. Igual te escribo. Esto deja correr el aire entre mis yos, que son muchos, como los de todos.

Ahora asoman nubes amenazadoras y yo sólo les pido que cumplan. Iré a confirmar ese milagro.
Antes, a desenchufarlo todo, por las descargas eléctricas. Que te gustara hacerlo conmigo.
Y esa distancia del coche, mañana no será posible evitarla. Hay que hacerte llegar la primera carta de mi cofre imaginario. Ojalá fuera un buzón cercano de una casa vecina imaginaria.

Te espero.
I.

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