martes, 21 de diciembre de 2010

parecía Eva dormida

Parecía Eva dormida

Al fondo, el cerro. La mujer dormida.
Al frente, esta otra que esparce su mujerío sobre la hierba, que siembra su feminidad sobre los otros. Los que, abismados, la miran y comparten.
Subían por la montaña como por peldaños emotivos. Ascenso.

Ella riega sus caricias hembra sobre los hombros y espaldas de machos. Reparte sus dedos sobre las cabelleras, cortas, varias. Menea la cadera y con ella, la melena en cadenciosa danza. Los rizos, caracoles oro, volcados sobre pechos de hombre.
Una vara seca, mano de hombre mediante, le dibuja los brazos. Ella se deja hacer mientras baila.

Eva que muerde un membrillo. Astringente.  Ella, que de Eva tenía mucho y de dormida no tenía nada.
Deambula entre pasos de humo,  flota en tierra húmeda. Los atiza con la mirada y les pide entrar por ella, por su mirada ávida.
Ella que los quiere en lugar de su mirada, la propia. Los tocó con los ojos. No tuvo que hacer más, los invitó a volcarse dentro, a revolcarse en su mirada vencida.
Ella, bajo el grifo helado del arroyo, ella, a párpados cerrados que los aprisiona y funde.

Ellos, todos azorados, volcados en esa creciente atracción. Paso de tigre, vuelo de águila, mono invencible que cuida el viaje, que guía la dirección. Ella no lo deja. Lo repasa hasta embestirlo contra ella. Los atora entre sus ojos cuerno.

Ritual apertura, rito sangrante, batalla del amor, guerra de caricias, amorío constante, luchas de boca a boca, forcejeos del encuentro. El encuentro.
Espíritus cómplices, miradas con retorno, manjar de dioses, naturaleza abierta, ofrecida, animal, expectante.
Ellos que la mascan, que la fuman e inhalan. Ellos que derribados de sorpresa la devoran a trozos. Ella los saborea a pizcas, los lleva de la mano, los toma por el alma.
Viajeros, voladores de Papantla, aves sueltas en la cima de la montaña, en la cima del cielo.

Las horas les suceden sin prisa. La oración les antecede la gracia. Rito que los lleva paso a paso, pluma a pluma. Tragos, velas, campanas. Un vivo y nutrido coro. Música enraizada de flauta prehispánica.

Domingo que desliza como viento, sol que no los pierde de vista, el eco los repite, el oro los baña. La montaña los abraza; los ha esperado desde siempre, ese lugar, sagrado, ese rincón elegido, los ancla. Los siembra, los nutre y habita hasta cosecharlos. Ahí mismo.

Un mismo domingo con sabor a interminable. Con aroma a vuelve siempre. Domingo que quiere devenir lunes y martes y semana entera y mes y siempre.

Bajaron del cerro como se baja de un sueño. Casi heridos. Con recelo al aterrizaje, con negativas, con excusas, con después.

Ellos, la conclusión: ella que no entiende la vida sin dejar trozos de piel mientras camina. Ella que de Eva tenía tanto y de dormida no tenía nada.

Irma Zermeño (c)