martes, 18 de enero de 2011


Dicha lumbre

                                                    "La presencia del genio en una obra rescata los defectos, rarezas e injusticias del hombre que  los creó". César Aira .

 “Estoy tan acostumbrada a tus desprecios que cuando me acaricias lloro". Corrido jalisciense.


Ella sufría en sus carnes esos defectos y hábitos, cuando menos, inquietantes.

Él, sin quitar la mirada de la suya, entre fascinación y azoro, rodeaba con un cigarro  encendido el contorno del pezón, acercando ese azul naranja de la brasa que a su vez, encendía y hacía brillar el seno, lo rozaba débilmente, lo acercaba despacio presionando, lo hacía arder, frunciendo y retorciendo esa colilla lumbre sobre la carne rosada y frágil. Antes, tierna. Cuando menguaba ese azul naranja, volvía a succionar en el papel arroz, avivaba el fuego para volver a posarlo sobre el otro seno tembloroso.

Desde que se conocieron -ella, casi niña- él manifestó “actitudes extrañas”.
Entonces, se penaba con cárcel tener relaciones sexuales con mujeres menores de edad. A él le producía mucho morbo esconderla en  campamentos de verano e ir a tener relaciones con ella rodeados de niñas de su edad.

Era también ella, por ejemplo, la única persona por quien se dejaba cortar las uñas y el pelo. Tenía miedo de que eso, que había sido parte de sí mismo y había pertenecido a su cuerpo, fuera utilizado para cualquier tipo de brujería y le ordenaba guardar en bolsas plásticas etiquetadas con  fecha.

Pero a ella, Olga, mujer de cabellera líquida, la persecución ponía alas a sus sueños. La intrigaba. Ella, bailarina rusa,  parecía aceptar su tiranía y desprecio, su hostigamiento físico y mental. No sólo eso; llegaba a parecerle una dicha calcinante. Le parecía dicha, le encendía a lo entrañable. No quería más prisión que la cadena sucesiva de sus dientes.

Se sentía marcada para siempre por el carácter imprevisible, aunque cruel,  del pintor que le clavaba la mirada con sus grandes ojos y en ello encontraba magia. Él, que comparaba el ojo a un órgano sexual y que creía que la violación ocular era infalible. Y lo era. Ella hallaba ternura en ese morbo. Se pensaba masoquista, quizá en su ceguera, encontraba en el desprecio una embriagadora y magnética forma del amor. Aún más, quizá el  más espléndido arrebato lírico posible.

Él, tirano y verdugo, obedecía a los fogonazos de la intuición en un intento lúdico y desesperado a la vez. Vivía, como artista, ese camino a oscuras que se ilumina de vez en cuando por alguna revelación, tan peligrosa como propicia, que le permite ver, así sea por un segundo, el paisaje a seguir…para volver de golpe, en acto seguido, a la más completa oscuridad.

En su obsesión, la tenía encerrada y cuando salía y la dejaba en casa, escondía los zapatos para que no saliera en su ausencia.

                       Él respiraba el sueño erótico, sus luces lunares, sus sombras.


En azul, volcaba los hijos luminosos de su realidad interior. Su obsesión lo acompañó a lo largo de los años, si acaso, sufrió una variación que iba a lo sofisticado.

Hombre más bien bajo de altura, regordete, a medias calvo, que exploraba los límites de la sexualidad. No sólo quería satisfacer sus deseos sexuales, sino elevarse, entregado a aquello que era prohibido. Unía trasgresión y trascendencia. Descubría el sentimiento de violencia elemental que inflama cada manifestación erótica. Por esencia, asumía el terreno del erotismo como el de la violencia, la violación.

“Las mujeres son máquinas para sufrir”,  su lema.

La pintó compulsivamente en retratos casi antropófagos. Era como exorcizar sus sentimientos. Como aprehenderla a través de la pintura, poseerla hasta el agotamiento y hacerle el amor hasta el hastío.

Un día embriagado a límite le confesó que, acostumbrado a sus rasgos, le resultaría difícil  domar  la mano para expresar las facciones de la que sería su nueva amante.
Un afán ilimitado por experimentar, no sólo con la pintura, sino también con lo  humano y qué mejor, si tenía formas de mujer. Aún enamorado, no podía limitarse a ella, seguía buscando reconocimiento en brazos de otras.
Miedo a atarse demasiado a una sola mujer. Quizá por eso, aún mecido de bienestar, usaba la brutalidad como fórmula para combatir  aquello que más amaba.
La recreaba para luego, convertido el pincel en arma mortal, irla denigrando, destruyendo a la par que iba desapareciendo de su pensamiento, de su deseo y  su pintura.

 El rostro femenino se desfiguraba distorsionándose, incluso se rompía, a medida que la relación se prolongaba y comenzaba a agotarse. Si la relación se deterioraba, la imagen lo mismo; dejaba de ser digna de mirarse con asombro para ser vista con estupor, con cierto tormento y repugnancia. Ella no acertaba a definir si lo gastado, sucedía antes en el lienzo o  en la realidad.

El proceso de corrupción de la imagen llegó hasta retratarla con el rostro partido a la mitad. La pasión inicial producía en él un entusiasmo creativo, casi febril. Pero llegado el momento, esa misma pintura, la sustituía  por la daga con que habría de destruirla.

Entre sus posesiones, evidentemente, un armario saturado de zapatos de mujer; tallas y colores a escoger. Hacer un hijo en una mujer era -en sus palabras- la forma de matar los sentimientos que pudieran existir. Venía la urgente necesidad de liberarse.
Como la serpiente que muda, dejaba su piel vieja detrás -Olga- para volcarse a una nueva vida en otros brazos sin volver la vista atrás. Mejor que su memoria, era su facultad de olvido. Contradictorio, en conflicto permanente consigo mismo y sumamente destructivo, pregonaba sus celos ya que nadie podía merecer trato con una mujer que llevara su marca.

Y el tiempo que lo inmortaliza como enemigo de la ingenuidad, como un caníbal.

“El arte no es casto. Se debe prohibir a los inocentes”, repitió hasta cansarse.

Amante infatigable de la mujer, gran vividor. Hombre mito casi esfinge. Y lo que se acerca a un mito, aun en episódica relación, se quema. Y se calcina en dicha. Dicha que se volvió suicidio una y otra vez. Uno, por cada mujer que amó en sus noventa y dos años de vida

La anterior, por nombrar a otra, se pegó un tiro en la sien, Olga prefirió el marco de la Costa Azul para ahorcarse en el garage de su casa. Ahí terminó esa dicha lumbre junto a Pablo. Él era Pablo. Y era Picasso. Así era amarlo.

Irma Zermeño (c)



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