sábado, 17 de julio de 2021

Nadie aguanta la lupa tan cerca

 

 

 

Ay, la familia como provocación y aprendizaje, como lección a vivir mil veces hasta que entendamos ciertas -muchas, tantísimas- cosas. Y cada integrante, al que puedes ver como tu espejo, a partir de cierta luz, y cada uno cuenta -desde la distancia emotiva y el punto que mira- recuerdos distintos. Esa discusión eterna si fue así o si no. 

Ese mapa de sangre y apellido compartido. 

 

Tengo seis hermanos y cada uno cuenta la vida y describe a nuestros padres e infancia como ningún otro los recuerda. ¿Qué no, la familia es, también, territorio de subjetividad? 

 

Hay una especie de impunidad en ser hijo, algo así leí que decía Tamara Tenenbaum. 

 

A veces el consuelo (o eso me cuento, y quizá es mera ilusión) es que los hijos crezcan, para darse cuenta de lo que representa escuchar que no les das suficiente, que no eres de esa equis manera, que es la que mejor les acomoda (a ellos, claro); que no, que no eres como la mamá de al lado o la de enfrente (mientras sea otra que no seas tú, ni tenga, desde luego, tus características). Que les gustaría esto o aquello, que por qué no cambias y te vuelves más lo que ellos quieren, que te repitan lo que recuerdan a modo, lleno de olvidos y lagunas. Recrean un montón de momentos y dejan muchísimos de lado. Casi siempre ese olvido se forma de los que -a tus ojos- son los más significativos. 

 

Que, vaya si lo sé, nadie tiene la obligación de agradecer lo que das. De acuerdo, pero una da un montón y lo hace porque puede, por placer, por buscar el gesto de sorpresa, por la alegría que puede causarles. 

Piensas: y por qué no ven la postal completa. En mi caso, ya son películas de treinta años, en las que se pone la lupa donde acomoda. Y una recuerda -que si no- las piñatas, los peinados, las risas compartidas, las complicidades, los desvelos, los esfuerzos que te desloman tantas veces, las tareas, las angustias y sustos, los viajes, las curaciones, las confesiones, la escucha. 

Que no, que no basta, que hay que dar más. Y que si les recuerdas alguno de esos pasajes, no, así no fue. O no lo recuerdo así. Y se cierra la conversación a cal y canto. 

Te tiras a recordar y puedes ver años y años de momentos excepcionales, de mudanzas y diversiones, también -claro- de castigos, discusiones y persecuciones.

Y claro, todos nos contamos nuestra vida según la entendemos, a veces -las más- mimando al ego.

 

 

Que por qué dices que no, que por qué no estás todo el tiempo sin tregua, que por qué no quieres ir a comer fuera los domingos, como todas las familias, que por qué le sacas la vuelta a la tradición

Y es que es, justamente de ésas rutinas, a las que ya les entraste por décadas, de las que ya toca huir. Ésas, en las que la gente va -muchos domingos- como con camisa de fuerza; 

que por qué no escoges y te relacionas con el señor, ése, que a ellos más les gustaría. Ese que sí iría todos los domingos al restaurante y se disfrazaría de familia que cuida la tradición. Que por qué pareces querer más a los nietos

 

Uy, cómo explicar. Esos bebés y niñitos son puro placer, el postre, la maroma, la risa, el amor enorme, pero serán sus papás los que los lleven a cada vacuna y salten luego de cada tropiezo y unten pomada en el chipote que le sigue; serán ellos los que los eduquen y los que recorran con ellos cada paso, que yo ya recorrí con los míos (aunque hoy no quieran, o no puedan, verlo o aunque insistan en tenerlo borrado). 

Hoy no tengo los veinte que tenía cuando fui mamá, ni la presión y responsabilidad que se te recargan en la columna y te mantienen alerta a cada movimiento. 

 

Es que a ellos los quieres másEs que no me quieres tantoNo tanto como yo quisiera o no tanto como a mi hermana y eso tampoco es verdad. 

Sucede que algunos te tienden más puentes, te toman más en cuenta. Hay afinidades en común que acercan algo más, aun involuntariamente. Hay temperamentos más afines o afanes más insistentes en común. 

Recuerdan en qué andas y tus prioridades les significan. Unos te conocen mejor y otros descalifican más. Cada uno exige formas y tiempos distintos, maneras, actividades. Adoras a cada uno, es una obviedad, sólo te relacionas distinto, como en estaciones diferentes.  

 

Es que cuánta libertad nos daban, dice alguna de ellas. No ve que eso era confiar en ella, no perseguirla ni atarle una rienda (tal como me tocó a mí que viví casi atada a un árbol). 

Ya se sabe: o copias el numerito o te vas al otro extremo. Y nada te cuenta si acertarás. Solo el tiempo. Esa es la trampa. 

Pero esa libertad quería decir: confío en ti y en tus actos. Elige bien.

 

Cómo hacer entender que los quieres con el alma entera, que tienes otra edad y que tus maneras, formas y estilo son lo que eres, para bien o mal. Que ellos no te modelaron a su gusto, ni eres barro al que sus manos y antojos dan forma; que ellos llegaron contigo siendo ya quien eres. 

Que tú los quieres cuando les cocinas lo que más les gusta, cuando los esperas con ganas de compartir, cuando les hablas con seriedad de ciertos temas, cuando los llamas a ver cómo van. Que también quieres que escuchen, abiertos y con el corazón, que no, no vas a querer ser un bulto que ellos carguen ni mantengan, ni te lleven a cuestas sobre la espalda cuando te llegue la vejez. 

 

Que también te gusta tu tiempo a solas, que tienes buena plática contigo misma y te llevas rebién con los libros; que los domingos no sales, porque es el día que prefieres apapacharte en casa y porque ese juego y ese rol ya los hiciste durante miles de años (así se sienten). 

 

Ya fuiste a misas, piñatas y bautizos, como para coleccionarlos. Ya hiciste montones de disfraces a su gusto, pasteles a decir basta, ya envolviste regalos y resolviste tareas de escuela, ya toreaste montones de mamás que eran la compañía de entonces, ya comiste tantas veces con familias políticas y suegros (en su momento) y porque ya toca otra cosa. 

 

Porque a estas alturas lo que te regalas es moverte exactamente como eres; ya no te disfrazas, ya no te alasias el pelo porque se ve más arreglado y denota más empeño. 

Ya no juegas roles interminables con parientes ofendidos; ya no comes a las tres ni te arreglas si lo que prefieres es ensuciarte con la pintura y que quede el cuadro que persigues; ya no te pones el zapato que en la noche te hará doler, sólo porque es muy 

chulo o muy fino; ya sabes que lo que eres está muy lejos de lo que usas o pareces, que asoma en lo que dices y cómo lo dices; ya no crees que debes demostrar nada con tu aspecto: nada, sino lo que tienes ganas de. Y cuando tienes ganas de. 

El muestrario, a estas alturas, suele ser lo que eres.

 

Si aún no puedes quedarte en piyama y pintar días completos, e irte a sembrar en la tierra que elegiste para ti -y como propia- una vez que ya crecieron; si a estas alturas es imperdonable que no te muevas exactamente al son que ellos tocan; si no puedes decir Hoy no, o no se me antoja, o decir lo que ves que está haciéndoles daño y quizá no han visto o aceptado; o intentar que devuelvan los pies al suelo, aunque vivan sus planes en el cielo; querer (tratar, al menos) que vean lo que se niegan a mirar, y decir Esto no va, esto 

no está bien, aquí se te está pasando la mano. Aunque se ofendan y les parezca imperdonable

 

Porque eso de que pintar no es trabajo y escribir, menos, es una barbaridad. Porque alimentarles la vieja idea de que no tener jefe u horario fijo hace que no debas terminar o insistir o talacharle a tu proyecto, es mentirles y es aceptar que no los vives como trabajo, que vaya si lo son. 

 

Aquello que reza el dicho de que prometer no empobrece, cumplir es lo que aniquila, es cierto. Pero promete una y prometen ellos. Y a veces una incumple y ellos, lo mismo. Y si se equivocan en sus decisiones, los quieres lo mismo. Y si se levantan de volada o tardan más en hacerlo, lo mismo. 

 

No conozco personas que digan haber tenido los padres que quisieron, quiero decir: exactamente a su gusto. O al menos, no en la etapa joven. 

Porque el mundo no es así ni están (estamos) diseñados para darte (darnos) gusto en todo, decir siempre sí (puedan/podamos o no) y aguantar lo que sea. Porque ni el presidente, ni el país, ni la mascota, ni los museos ni los camarones ni lo que nos cuenta la báscula ni cómo nos queda el libro son exactamente lo que soñamos. Cada uno aspira y sueña distinto desde su trinchera. Si no fuera así, todos seríamos Rembrandt o Yourcenar.

 

Quizá la chamba es aceptar de dónde venimos y de quiénes, con todas sus cojeras. Y cuesta un mundo, que si lo sé. La cosa no va a cambiar y si tenemos suerte, uno de los dos padres se acerca mucho a lo que más agradecemos, queremos y entendemos como un regalo. Y no siempre.

 

Los años acomodan -y muy despacito- cada desencanto. Y de ahí se vuelve mejor, tarde lo que tarde.

 

A la que le pareces hippy, al que evita los eventos familiares, a la que se parece tanto a ti que entiende mejor tus códigos, y chocan -a veces- por lo mismo, y cada uno va por temporadas. 

 

Fui también, mucho tiempo, esa hija que no comprendía o no aceptaba y llega el día en que mejor bajas las manos y dejas de engancharte porque cambiamos poco. Con suerte una pizca hacia un lado, o hacia el otro. 

 

Reconciliarte con tu origen sin abrillantarlo ni querer adornarlo tanto, sin narcisismo, sin omisiones ni acomodos a conveniencia. Lo que es y lo que hay, desde la mirada objetiva.

Porque ahí están miles de fotos que recuerdan lo que te has empeñado en olvidar. 

 

Los quieres con el alma pero con las formas que tienes, con la manera de demostrar que es la propia. 

Y como hijo, los años te van contando despacito que mires atrás y dejes de minimizar o esuciar tu propia historia. A veces parece que nos pagan por empañar nuestros recuerdos. 

Porque cuando tus hijos te dicen lo mismo, te parece injusto y te duele un montón. Hasta entonces y, aunque suene al lugar más común del mundo, el tiempo acomoda cada pieza en el tablero. 

 

Siempre me he preguntado si es más difícil ser hijo o ser padre/madre. He respondido tantas veces de uno como del otro lado. Aún no me decido.

Nadie aguanta la lupa tan cerca, nadie, aunque nos llenemos de sentencias como si universales.

 

Nadie vino al mundo como ser inmaculado y lo transitó sin errores, nadie se va sin haber hecho daño aun involuntariamente. Nadie se ve bien bajo la lupa. Dejemos esos heroísmos para los cuentos. 

 

Que cuando llegue el momento, sólo quieres el horno y volverte ceniza. Que no quieres el rito absurdo (tradición, le llaman algunos) de la funeraria y la solemnidad y los chistes en voz baja, y toda ese asunto social, forzado, cabizbajo y lamentoso. 

 

 

Que quieres que vayan juntos (tus tres) a tu tierra de Delirios, que caven un agujero, pongan ahí tus cenizas y encima siembren un guayabo, como símbolo. 

La guayaba, esa fruta que, a ojos de los tres, te alimenta y perfuma la vida. Ésa que de sólo olerla, ya te sientes nutrida, dicen.

 

Y una banca dispuesta junto a ese espacio en el que tú imaginas el árbol. Que te gusta imaginarlos ahí sentados, alguna vez, para hablar contigo, junto al guayabo que imaginas crecido, frondoso, y a punto de doblarse de tanta fruta dulce y rosada. 

Que eso imaginas y pides. Y dejarás ahí dispuesta la banca en tu tierra tan amada. 

Pero cómo, eso está muy loco, cómo comerse esa fruta, qué miedo. Que cómo, si esa tierra está muy lejos, y frases por el estilo. 

 

Que eso quiero yo. Pedirlo es sólo mi preferencia. No haré que suceda. 

Que si en vida, miles de cosas que te representan no les hacen gracia, qué será cuando no estés. Al final, eso es de cada uno. 

 

Voy a estar cuando la bronca y el susto, cuando se les complique y me busquen, cuando pidan ayuda, cuando tengan ganas de compartir, sin más. Cuando quieran y puedan recordar, sean o no justos. 

Es un camino largo tanto el de ser madre como el de ser hija. 

Y suegra y nuera y bueno, las relaciones familiares con todas sus exigencias, resortes, códigos y tolerancias. 

 

A uno le pareces alivianada, a otra le pareces cursi, a otra la apenas. Un día te presumen y al otro, no se acuerdan. Un día quieren decirte cómo actuar y qué tal arreglarte. Por temporadas les resultas divertida y atrevida. Otras, te evitan. 

 

Así es la cosa y ya jugaste mucho ese juego, y ya ni te sale ni lo intentas. Confías 

-¿deseas?- en que de fondo saben que ahí estás para ellos, que el juego no se acaba hasta que se acaba y que aún no ha llegado el momento. 

 

Luego sigue ver a nuestros padres deteriorarse y cuesta aceptar la disminución. 

La masacre de la vejez (siempre lo es) y cómo se lo lleva todo entre patas: lo bueno y lo que nos gusta menos. La actitud que eligen (cuando pueden) para enfrentar la masacre. 

Mi padre decía Lo bonito se pone feo y lo feo se pone espantoso. Yo le creo. 

 

Aceptar. Siempre es y será la palabra más difícil, las tres sílabas más complicadas de conjugar. (Aplica para cada arista de la vida, no importa cuándo lo leas).

 

Y el juego es seguir caminando, no dejar los colores fuera ni el disfrute posible, sin intentarlo. Duela o no, es un trayecto muy complejo.

 

Escuchar historias como no sucedieron, ver que son pálidas para ellos algunas memorias que tú consideras las mejores. Sentir que olvidan los capítulos determinantes y definitorios de la película que vivimos juntos. Al tiempo.

 

Respirar, esperar, seguir intentando y que el tiempo y la disposición se junten y nos acompañen en la ruta. Como padres y como hijos. 

 

Es que hace lo mejor que puede, dicen mucho sobre los padres y nosotros lo pensamos de los hijos. Y todos lo pensamos del otro. Somos todos y los refranes corren ida y vuelta, nunca de un solo lado y, por algo nunca se olvidan. Rezan verdades universales. 

Celebras cada uno de sus logros como nadie más, huelga decirlo. Y te preocupa cada tropiezo o cada riesgo. Te abrigas en que Todavía son muy jóvenes. Ya se darán cuenta.

 

Los lamentos eternos nos queman por dentro. Y los merecemos más y la razón siempre de nuestro lado termina por tumbarnos. Hagamos lo posible e intentemos lo imposible, sólo por llevar la contra, al menos. Que sea una forma de rebeldía, una que pueda dar frutos dulces y rosados como mi guayabo imaginado. 

 

Reconciliarnos con nuestro origen, con la realidad de nuestras vidas tal como es, sin gota de maquillaje, sin público ni micrófono, sin aderezar la historia que llevamos dentro. Allá en el fondo, allá donde viven nuestras emociones. 

La gratitud se lleva por dentro, lo mismo que el amor. Y logran milagros, si nos detenemos a escucharlos. 

 

 

 

                                                                                                                          Irma Zermeño ®


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