lunes, 25 de enero de 2010

Tacones rojos

Tacones rojos

Su obra dejó de vender, la fuerza expresiva parecía disolverse hacia la palidez, a la nada.

Después de regodearse en la crítica uniformemente afortunada hacia su trabajo, de empatarse con la genialidad, era difícil colindar con la decaída. Su capacidad de concentración menguaba. Había caído entre los lazos de una pasión erótica desbordada, estrenaba una relación de fuego que lo mantenía en el cuerpo a cuerpo como antes no conoció.
Esa mujer, se decía, era inevitablemente llama encendida. Pocos habrían tenido la suerte de congeniar así, en esas jornadas largas, extenuantes.

Pero la memoria insumisa le hablaba de su éxito arrollador, era la referencia lo que más raspaba.

Empezó a dudar de la relación entre creatividad y sexualidad. Le parecía impensable soltar la pintura, ésa que justificaba cada paso de su vida y volvía respirable estar vivo.

Pensó en Conchita, ésa anécdota de Pita Amor. Conchita era una muñequita de diez centímetros que le había regalado su madre. Cuando volvían de un paseo, cerca de la medianoche, Guadalupe, de unos ocho años, se dio cuenta de que la muñeca había desaparecido y en un berrinche desastroso, a fuerza de llanto y gritos, orilló al papá a salir en su búsqueda. Le explicaban la inconveniencia de la hora; que debía esperar la mañana.

Caprichosa como fue siempre, no cesó el berrido hasta lograr que el papá saliera hasta encontrarla. Volvió una hora después con la muñequita en mano y Pita, una vez que confirmó que era la misma a la que tanto lloró, la aventó al perro que dormía en su cuarto, mientras sin dudar, observaba la manera en que éste la despedazó con los dientes de inmediato. Se sintió satisfecha.

El papá no entendía nada. La sacudió regañando sin remedio.

-Si Conchita es capaz de hacerme sufrir así, no la quiero cerca de mí- gruñó convencida, mordiendo cada sílaba.

El pintor la recordó azarosamente.

Anduvo rondando la noche entera entre un cigarrillo y otro mientras que la amante lo invitaba a seguirla a la cama. Hizo caso omiso. Escogió el celibato a merced de la creación, creyente de recuperar la fuerza creadora necesaria para hacer una obra realmente importante. Debía sumar elementos y retomar el camino que conocía bien. Sin pensarlo, sin proyección, sino instintivamente.

La baja en las ventas lo sumía en frustrante novedad. No recordó cuándo fue la última vez que vendió una pieza. Él, que vendía cada cuadro incluso antes de terminarlo. Y sí, coincidía con el inicio de aquel romance arrebatador.

Compartió la nueva propuesta. Intentarían convivir de otra manera sin perder esa energía que ahora le pareció dañina. Ella, estupefacta, no dijo nada. Quizá confió en su cualidad adictiva y sus recursos carnales convincentes.


Así fue. Lo acompañó en esa nueva forma de ayuno. Él volvía a pintar con un interés renovado; ella leía cerca de él y para él. Así él se concentraba en la lectura y la pintura sería un devenir natural, lejano a una falsa intelectualidad.
Ella hacía lo suyo, era una mujer cargada de futuro y proyectos.

-Esto no es para mí, sabes. No sé conformarme, te dejo. Olvidarme del sexo me resulta
impensable, lo siento.
Al hablar, parecía clavar contra el suelo la punta afilada de aquellos rojos tacones que adoraba y que apenas soltaba.

-A mí me lo parece el fracaso, dejar de pintar. Me conociste pintor y no quiero moverme de ahí- dijo intachable.

Tomó un par de maletas y se fue. Con ese par de zapatos rojos -casi un amuleto personal- parecía bastarle. Apenas logró que él volviera el rostro mientras salió del apartamento.

A él se le incrustó una rara mezcla visceral, sabría cómo soltar ese mal sabor.

Trató de retomar caminos andados, de llenarse de otros, de viejas ideas aún renovadas, no parecía encontrar la hebra que diera rienda a su ser creativo. Ése, que parecía haber salido con ella e incrustarse en ese par de maletas, calzar ese mismo par de zapatos.

Plagiaba como una manera de rendir homenaje a un artista original pretendiendo que no existe. Y tan absurdo le resultó ese juego. Y tan inútiles le parecieron tantos otros para volver a despertarse artista. No llegó la inspiración, la disciplina estaba distraída y su quehacer le parecía tan ajeno e insípido. A dónde partió esa fuerza…

Medio año sin ella le pareció una hoguera. El mismo, que intentó caminos alternos sin resultado. Quien lo representaba lo dejó también. No merecía la pena pronunciarse a su favor, no redituaba.

Volvió a las noches de pesadumbre y pesadez, encendiendo el cigarrillo con la colilla del anterior en un relevo incesante. Había pasado su momento, pero no sabía hacer otra cosa. Desde los veinticinco años se bañaba en las mieles del éxito. No conocía tampoco otro modus vivendi. El mundo del arte era su casa. Era él mismo.

Buscó a la amante, prometiendo un trabajo alternativo y volver a la pasión descubierta. Se dejó llevar de quicio en quicio en esa flama que parecía encarnada en ella. Se bañaron en satisfacción dando rienda suelta a cada antojo y fantasía. Ella se llenó de vida entusiasta.

Abrió una galería. No conocía otro rumbo. Tenía viejos contactos así que buscó a los artistas a representar; exigía exclusividad y aumentaba comisiones. Esmerado en la publicidad, se rodeó de buen diseño e imagen adecuada. Pronto estuvo entre las más importantes. Reconoció y pudo ahora burlarse de esa parte de los creadores -porque aún lo era- que hablan de arte y parece que lo hicieran de cosas muy serias.

Sabía bien que los artistas tienen que hacer concesiones para actuar dentro del mundo del arte, ya que hay códigos muy claros y las concesiones vienen porque a fin de cuentas, el arte es un
diálogo dirigido al espectador que es a su vez la mirada más pura. Pero intervienen, sin margen de discusión y contra toda voluntad del creador, el mercado y la crítica. Finalmente, en el arte no hay ninguna verdad.

Se sorprendió a sí mismo admirando a los contemporáneos, a las nuevas propuestas. Volvió a asomar su asombro, ése que era inexistente frente a su obra y que pereció entre los muros de su estudio. Pareció entender que el éxito sucede en el arte rara vez cuando se le busca y ocasionalmente por error.

Organizaba subastas y aprendió a aceptarlas como el lugar donde por fin se abandona la pretensión de que el arte tiene un valor abstracto y reconoció que sólo se justifica por sus dividendos de compraventa, aunque como creador le doliese.
Otro absurdo que luchaba por parecer abstracto. Tan absurdo como su negativa a pisar el estudio nuevamente, echó llave como si lo hiciera el pariente de un muerto en duelo pendiente y evita la confrontación. Era sin duda, la habitación de un muerto. No volvió por allí.

Ella extrañaba ese olor de óleos y aguarràs, de invención. Echó en falta los ecos de la investigación plástica, la revelación de posibles materiales y texturas, la curiosidad que guía al artista. Hoy un moderno y exitoso galerista. Hoy, un amante constante y complaciente, eficiente a decir basta.

Una propuesta. Conocer el trabajo sorprendente de un artista que apenas alza el vuelo. Una promesa pictórica fresca, de reciente aparición y le llevan una pieza como muestra. Esto era distinto. Rompía todo esquema conocido, no le remitía a ningún otro artista. Lo apoyaría en su recinto una vez que el trabajo estuviese listo. Una serie quizá.

La serie estuvo lista, su coleccionista más preciado -por valioso económicamente- le pidió conseguir una de esas piezas. Pagaría lo que fuera.

Entró en la dirección escrita en un mínimo papel. La puerta entreabierta lo incitó. Recorrió en silencio esa bodega atestada de cuadros, su asombro nunca creció de esa manera. En un tapanco de madera oyó crujir algunos pasos.
Por alguna razón no esperó a que lo recibieran, se alejó inmerso en ese gran resultado. Quizá envidia, quizá su propia frustración le dolía de golpe, le removía algo más esa herida aún a medias.

Prometió conseguir una de esas piezas por complacer al cliente, mas no hizo nada por lograrlo en lo inmediato. Supo de la apertura de la muestra y asistió puntual. Habló con el representante del artista quien confirmó que los presentaría enseguida. La obra se vendió en su totalidad antes de inaugurar la exposición. Cuando quiso negociar lo anotaron en lista de espera. Ni en la cumbre de su carrera le sucedió algo similar.

-Será para la obra siguiente, pero déme sus datos- aclaró el vendedor regordete.



El artista llegó retrasado algo más de una hora, la gente esperaba con enorme curiosidad.

Entretanto, no faltó quien lo reconociera preguntando qué fue de él, porqué ya no se le

veía en galerías. Tragaba saliva espesa, argumentando cualquier cosa.

-Será cuestión de tiempo, he estado ocupado del todo en otros asuntos.

Al fin, reporteros y cámaras dejaron ver al artista. No esperó a mirarlo. Se rindió cuando vio de lejos ese par de tacones rojos que, inquietos y nerviosos, chocaban la punta en un ir y venir contra el suelo como clavándolo.

La satisfacción calzando el arte.


No volvió a verlos. Salió deprisa sin voltear atrás.

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