lunes, 25 de enero de 2010

Sombra descalza

Sombra descalza

Lucía no sale. Aun habituada a la repetición implícita del teatro, colinda con el hartazgo de la misma escena una y otra vez fuera del escenario, esa, que representa en las calles, en los restaurantes, donde quiera que va.
Esa, en que la detienen a decir “¿Qué, no eras Begoña, la villana?” o “¿No eras la alcohólica de El tiempo perdido?” o bien, “¿ Qué fue de Sor Inés?” y frases semejantes.
Apenas respondía “No era, soy yo” y el común contraste de los tiempos, donde parecían fundirse al cesar la película en cartelera, al terminar las emisiones de capítulos en televisión o cerrar la época larga y nutrida de funciones de teatro. Sinónimo de su propio término.

“No era, soy yo. Sí, la villana, la puta, la ciega, la loca, la monja. Todas soy yo”.

Por dos años, una alcohólica de miércoles a domingos, en diez funciones distintas por semana. Contemplarla de cerca llegaba al vértigo, no había forma de admirar alguna de sus caracterizaciones sin sentirse después algo humillado y ordinario a lo indecible.
Presenciar aquella vibrante actuación era sentir que uno se borraba también.
Representaba tan arriesgadamente cada papel, dos veces por día y las dos distintas,
renovadas, otras.

El mismo personaje era otro en la siguiente función. Otro y el mismo. Otro y Lucía.


Tacones aguja esmaltada



Ella, ahora la alcohólica, se integraba en grupos de ayuda, en conciliaje y adopción de hábitos y señales de entre los adictos, empapada de referentes e historias, círculos viciosos, verdaderas intenciones, que la llevaran de la mano a una actuación magistral.

Los ratos libres dormía y reposaba el peso del alcoholismo que parecía lastrarla. Soltaba esa cadena de dependencias que la sumergía. Y no soltaba la copa, ya por hábito, ya por gusto.

Le siguió un año entero en cartelera siendo la loca protagonista; lo mismo, largas estancias en manicomios hasta dejar a su espalda lo significante de su personalidad, lo muy Lucía, cuya historia personal no suele contarse, cuya vida íntima interesa poco a no ser por la confusión con los perfiles histriónicos de sus personajes, uno, otro, el otro. Largas temporadas como amiga cómplice y loca seguidora de manías. Discípula inmejorable.

Apenas tres meses entre una encarnación y la siguiente.
Entre uno y otro personaje, se escabullía el propio, se le llovía de las manos, se le extraviaba.
Nueva vida a desarrollar, nuevas las maneras, nuevas las manos, nueva la voz, nuevo el acento, nueva la entonación. Si parpadeaba era ese personaje al parpadear, si callaba, lo mismo. Ninguno callaba de la misma manera. Ella distinguía el espesor entre silencios. No se parecía a ningún otro, ni ejecutado por ella ni por nadie. No semejaba siquiera Lucía.

No aparecía.


Nueve años de papel a otro, de eslabón a otro, en una incesante vuelta de rumbo, en un cambiante giro de tripas.
La última , la campesina, duró dos años y medio en cartelera, una famosa escena en que se agachaba y mostraba la nobleza de la mezclilla brevísima ceñida a la cadera y el trasero rotundo.
Para asombro de muchos, la suma de sus facciones llegó a adoptar incluso un
aire bucólico en una actuación que no lavó ninguna otra, como sucedía con cada nuevo personaje que domaba y pulía hasta el dominio.


Sandalias vencidas, remojadas

Ahora quiere tiempo sin agenda, sin urgencias, sin grandes entrenamientos y en su pecho, la levedad económica.

La playa indefinida, por un tiempo también indeterminado, sin censura, crítica o aplauso.

Ya perdida sin personaje a interpretar, deja de ser la alcohólica, la loca, la monja, la puta, la campesina, para ser la simple Lucía, la de siempre a cuestas, un nombre, que le cuesta siquiera pronunciar. Incapaz de entender. Apenas puede hacer más. Una serie de hábitos que desconoce por dónde estrenar y ha olvidado recorrer. Si el pudor es aquel de la monja o el ninguno de la puta, si sus maneras son las de la campesina o su acento, el extranjero. Sin biblia entre las palmas y apretados mocasines, sin sostén negro y bragas de fácil e inmediato retiro y tarifa por hora según el cliente, sin el bastón de carey ni perro guía, sin botella a la mano ni extravagancias premeditadas , sin trigales alrededor y mula como amuleto, sólo Lucía, sin más, la que llevaba su cuerpo con el orgullo que se lleva y presume un traje de gala que recién sale de la tienda, como debelar un amor anhelado tiempo atrás y por fin en la posibilidad de las manos.


Choclos agujetas café con leche


Ya en la playa indefinida por un tiempo indeterminado, tumbada a recordar quién había sido, quién y desde dónde partía, previo a los disturbios que causaba al entrar y salir de un lugar público cualquiera; antes de que su presencia detonara una fiesta sin barreras, señal de júbilo en un paisaje arrinconado por el fanatismo y la euforia.
Quién, entre tantos mundos.

Reconoció su propio olvido, parecía vivir y mantenerse de la complicidad
sentimental conquistada entre el propio temperamento y los personajes.

De dónde brotaba, en todo caso, esa emotividad penetrante, capaz de despellejar
cualquier otra.

Atrás, el estudio de las grandes influencias, las que podían enseñarle qué actriz llevaba dentro y cuál era el propio lenguaje; ella, soberbia, creaba un puente sólido en que anulaba toda distancia entre el espectador y la campesina, el público y la puta, el admirador y la alcohólica, el público y la ciega, el espectador y la loca, el seguidor y la monja,

Trabajaba sin celo y pasaba la noche en vela en aras de trasponer los límites del destino, evadir la difícil transparencia ya olvidada de Lucía. Su Lucía.

Un canto himno al desdoblamiento.
No buscó la actuación resignada al olvido o al recuerdo censurado, sino la presencia cabal, un personaje siempre capaz de superar la línea irrevocable del anterior. La línea que apenas ya dibujaba a Lucía y que parecía olvidarse enteramente de sus formas.

Atrás también, el aplauso aberrante perseguido por la magistral y fatal cadencia, madera finamente labrada de actriz.

Qué quedó, sino el dominio en la radical vocación de evadir toda distracción que la llevara en contra del personaje a interpretar ; ella misma frente al espejo se supo la mayor de las distracciones. Se inventó desgracias imaginarias, vidas tortuosas dignas de locas, monjas, alcohólicas, ciegas, putas, movida entre la elocuencia y el silencio.

Aplicaba la lógica de Lucía, lo visible, al servicio del personaje, lo invisible.


Plataformas macizas, seguras, de goma

De a poco, cada gesto, cada sonido gutural, cada palabra al encabalgarse, construía la visual descripción de un mundo -congruente en cada elemento- engendrado por ella.

La interpretación festejaba la felicidad del fracaso elegido, la alegre plenitud de quien con el curso de los años, ha aprendido a encontrar más placer en la deliberada renuncia de sí misma y ahora se sabe revisitando los pasillos de la soledad, a tumbos tirando contra sus infranqueables muros.
La prisión crece en jaula desconocida, en una piel propia con inmenso sabor ajeno.

No había desdoblamiento, no existía lo visible en ella. Una creencia infalible, una evolución o involución a la otredad. Otra y nadie. Nada.

Así que tiró de los tacones aguja esmaltada, de los choclos agujetas café con leche, de las plataformas macizas, seguras, de goma, y las sandalias vencidas, remojadas, hasta hacerlos caer en el alambre que pendía de los tejados; amarrados entre sí en una cadena cronológica, simbólica; reflejo del minúsculo paso entre la muerte de una y el nacimiento de otra.

Vuelve el rostro, alza la vista y desde abajo ignora si calzarse, de hacerlo, cuál la define. Del cable cuelga también -lo advierte apenas- el goteo urgido en la entrepierna de la nocturna, el estado dubitativo y permanente de la religiosa, la compasión que rodeaba a la invidente y su poca gana de inspirar lástima, el listado creciente de culpas de la borracha, el listón colorido que sujeta la madeja rizada de la campesina.

Pende, como ese trenzado racimo de zapatos, pende allí, equilibrado. No cae, no asciende.
Pendiente, como la espera.

Queda en ella la carcajada, el chicle de fuera y la urgencia en el sexo de una, el gusto por mostrarse sensual de otra, el miedo y desconfianza a caer de la otra, y la afición por el campo de la última, la voz pausada y empática de la monja, el cariño del perro que ahora carece de amo y se ha habituado a su caricia mansa y la botella en la mano.

Los amigos borrachos y locos, los sacerdotes, los indígenas y un manojo de ciegos que le regaló la luz.

Apenas nada. Una playa indefinida y un tiempo indeterminado.

El cable frente al ventanal le despliega el recuerdo de todas, de ninguna, en abanico constante.
No habrá personaje sin punto de partida. No hay Lucía para sumergirse en otra
cualquiera. No era.

No es, sino una sombra descalza.

1 comentario: