miércoles, 10 de febrero de 2010

Ida sin màs

Ida, sin más

De frente al filoso y roto espejo, Ida mueve el rostro derecha, izquierda, derecha, izquierda y sonríe. Sonríe de nuevo. Nota que le faltan dos dientes, y en el hueco donde solía cargarlos juntos, aparece una ola cargada de espuma.
En la cresta de la ola, se asoma Graciela, madre muerta de Refugio.
A Ida le da gusto, celebra verla de nuevo.

-¿Te acuerdas de mí? dijo a la imagen producida desde lejos.

- Mírame, soy Ida, la consentida de la nana. Te conozco, ¿cómo está ella? Cuéntame si aún se peina de trenzas barnizadas con limón, si me piensa de vez en vez. O allá, tanto le da que existo.

La imagen del espejo le sonrió, mirando fijamente las dos medallas que pendían de su cuello de mujer. Mientras ese par de sabios ojos la desmenuzaba -del otro lado del espejo- sintió frío; un frío y lento temblor le recorrió el rostro alegre.

Claro, pensó, cuida de las medallas.

-Desde que te llevaste a Refugio, he mantenido juntas las dos, la espiral entera en mi cuello, dijo en voz baja, una voz vestida de secreto. Se aproximó algo más a ese trozo de espejo roto, no más quebrado que su voz mujer, no menos afilado que su dolor.

La imagen de Graciela, un envoltorio sereno. El cabello largo, largo se movía hacia atrás, entre gasas claras alrededor del cuerpo, tal y como Ida la recordaba.

Era Graciela, exactamente igual –sin edad, sin tiempo- a la imagen de entonces. El día aquel del rosario, cuando Ida rondaba de cerca los trece años y el susto de la premonición.

A la nana, la fiebre la mantenía atada en cama. Llevaba más de catorce días sin lograr levantarse o asomar su carita dulce en la cocina.
Ida, la supo de verdad enferma. Ella misma se asumió solidariamente enferma. Apagada, igual que ella.

La nana, enemiga del reposo, no conocía pretextos. Solía estar lista poco después de las cinco de la mañana, perfumada de jazmín.

“A dormir al panteón”, decía jocosa en los buenos tiempos. Tiempos que sin duda, pertenecían al pasado.

En tiempos en que la nana la despertaba con un beso, ella se volvía sonrisa, el celeste ojo se tornaba turquesa festejo. Ese día, aún despierta se negó a ir al colegio. Se metió en el cuarto de Refugio y la encontró sudando frío, empapada. Le retiró las mantas de encima, abrió ventanas y sacó el rosario de plata. Empezó a rezar en voz baja, Refugio apenas podía girar la cara a mirarla, sorprendida, agradecida. Ida se tumbó junto a ella.
Con una mano detuvo la suya, arrugada y caliente. Con la otra, movía los dedos en alto, esperando que la nana la advirtiera sosteniendo el rosario, cuenta a cuenta. Largo rato, las cuentas avanzaban; la niña, queriendo ser mujer, quizá madre esta vez, oraba a perfección.
Padrenuestro, Ave María, Ave María, Padrenuestro, una, otra vez, y cada vez más recio. La nana, mirada perdida en el techo de su cuarto, Ida , mirada puesta en la nana.

Llegó el momento de detenerse un poco para recuperar el aire y continuar, renovar saliva gastada.
Ida interrumpió de golpe, se alzó en un solo movimiento y le besó la frente.

-Eres mi mamá, Refugio, te adoro; gracias, gracias…

Con esfuerzo, la nana le pasó la mano por la frente presionando para que se tumbara de vuelta, boca arriba. La niña volvió a sujetarle la mano, ahora menos caliente.
Y retomó la parte final del rosario. Una oración,
…Dios te salve,…

Ida sintió un ligero escalofrío, vista nublada. Un sinónimo del humo apareció frente a los ojos celeste.
La imagen: Una mujer de cabello largo, largo, del que tiraba el viento,

Continuó pasando a la segunda oración, le llegó un intenso olor a jazmín, a ver; la penúltima,
Padrenuestro,…

Su voz aletargó el ritmo, disminuyó sin saber por qué, se abandonó a esa lentitud exquisita; el celeste estallaba en brillo,

La mujer delgada, estiraba los brazos, sonreía, las manos claras, sin arrugas, extendidas…

Ida siguió el rezo, sujetando aún más fuerte la mano temblorosa de Refugio que apenas suspiraba; aún así reaccionó al fuerte apretón, extasiada, como nunca la había visto, como
n u n c a,

-Es Graciela, nana, es tu mamá, ánda…por fin, apenas dijo Ida


“…ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”.

Al compás exacto de la frase, la nana soltó la mano de su niña.

Y en su gesto nana, apareció el gesto hija.

Apareció el milagro disfrazado de sonrisa suave, dulcísima. Milagro que se posó en la boca enjuta. Momento imborrable para Ida que se quedó ahí mismo, tumbada junto a la nana y retomó su mano, que de a poco tornaba fría. Hielo.

Ida siguió mirando el techo del cuarto, ya sin sinónimo de humo, ya sin jazmín. Ya sin nana. Paradoja. La nana ida.

Quizás más delante, sabrá, que el exagerado azotón de puerta que viene de afuera, la hará abrir los ojos de golpe para encontrarse con los mechones de su pelo tirados al suelo de la realidad lastimosa. Tal vez acepte sin más la agresión dolorosa de una cabeza punzante y reconocerá un esfuerzo de titanes, el entendimiento.

Cerrará los ojos en una franca y absoluta ausencia de cordura y preferirá el sueño.
Negro, aún más negro, donde conseguirá alejarse de ese mundo que la suerte ha elegido para ella y que la mantiene desconfiada. Será el mejor de los mundos, ése negro, aún más negro espacio, que sabrá acogerla, que la hará sentirse querida. Algo querida, por alguien.

Y las marañas serán terciopelo.

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