lunes, 15 de febrero de 2010

Beso bugambilia

Beso bugambilia

Julián llegó tarde. Aura lo esperaba a cenar. Había tenido una jornada larga y extenuante.
Aura, en la víspera hacia cumplir siete años, siete, por fin, edad de la buena fortuna, número mágico.
Su papá le dijo siempre que ese día las cosas iban a cambiar, dejaría de ser una niña, podría acceder a mayores permisos. Sin saber muy bien lo que eso significaba, ella estaba feliz, en ropa de dormir y con las largas pantuflas de rana.

Mañana, el día.

Iban a cenar para planear el festejo y destapar por fin esa caja llena de cosas “mayores” para ella. Cosas grandes, sorprendentes.

Tras cargarla y darle el beso acostumbrado, Julián se fue a bañar. Venía algo cansado, aunque no lo dijo; tenía el hábito de mostrarse dispuesto, alegre. Se quitó el sueter amarillo claro y desabotonó un poco la camisa a cuadros grises. Ella se meció entre sus piernas apurándolo a cenar. Él se esforzó en darse prisa, y caminó hacia el baño. Le habían preparado la tina, eso le reanimaría.
Aura corrió y le jaló un dedo empujándolo hacia ella.

-¿Me quieres todavía, papito?

-¿Cómo todavía? Te quiero siempre, y mañana es el día, dijo imitando un gruñido y frunciendo la pijama infantil hasta hacerla revolcar de cosquillas sobre la alfombra.

Se desternillaba entre carcajadas.

-Apúrate entonces, que quiero que me escribas uno por uno los nuevos permisos. Y las sorpresas, y, además que lo firmes, ándale, apúrate, apuntó, aún entre resaca de risas.

La niña bajó la escalera como un caballo hacia el comedor y corrió al jardin a cortar una rama larga de bugambilia bien tupida de flores que puso sobre el plato de Julián. Fue al cuarto donde guardaban, aún y sin tocar, cosas de su mamá y hurgó entre las del tocador, se pintó la boca con cuidado de un color uva, lo más parecido que encontró a la bugambilia. Se inclinó sobre la silla de su papá y paró la trompita. Estampó el beso sobre el plato blanco.
A un lado, volvió a acomodar la rama. Se veía muy bien. Se frotó con agua sobre la boca; el labial le daba un raro sabor grasoso.

-Así está nana, mira, combina con el estambre de tu trenza y con las flores, ¿viste? Le vá a encantar, dijo convencida.

La nana movió la cabeza a uno y otro lado. Aura, tan llena de detalles volvía a conquistarla.

Un buen rato y Julián no bajaba, la niña fue a apresurarlo. Entró en el cuarto y al ver que no estaba, entró al baño.

La imagen: Julián tendido boca arriba al fondo de la tina, el agua había rebasado el nivel más alto, se había derramado. Todo inundado. Apenas la acompañó su voz niña.

Corrió hacia la nana que entendía menos lo que pasaba. Sólo se le había ordenado quedarse con la niña. Hizo una llamada inmediata. Unos diez minutos después, sonó el timbre muchas veces seguidas. Llegó un médico, era el Dr. Sepúlveda, Aura lo había visto antes en casa. Sólo en emergencias.

Volvió a sentir ese hoyo, el enorme hoyo negro que la tragaba, pero ésta vez le dolía más, le dolía la panza, quería vomitar y lo hizo. Una y otra vez.
La nana trataba de distraerla pero ese silencio maldito le hacía mal. Si tan sólo le dijeran algo. No quiso pedir al doctor que la dejara entrar, lo evitó; conocía bien ese silencio. El mismo que
precedió la muerte de su madre y ese espesor del aire le hablaba de lo terrible.

Salió el Dr. Sepúlveda, cabizbajo. La nana con él, tomada de su brazo.
La niña escuchó la explicación del infarto. Había tenido dos anteriores el mismo día, mismos
que, quizás, él ignoró. Era factible, “a veces sucede”.

Escuchó algo de la presión alta. El tercero le dio muy fuerte, lo tumbó y cayó al fondo de la tina.

Aura la vio llena a decir basta y lo vio debajo. Le vio los ojos abiertos, vio también que escogió dejarla, así, ese mismo día, la víspera de la fecha mágica. Ella lo vio y no lo perdonó.

Tapó con las manos pequeñas los oídos hasta cerrarlos del todo.

A grandes pasos de nuevo, escalera abajo, llegó hasta la mesa del comedor y servilleta de papel en mano, borró el beso con rabia como si fregara el plato.Lo que fuera el último beso.
Dejó la rama dispuesta en el plato.

-Flores para los muertos, nana- , y tras la rígida y forzada frase rompió en llanto.
La nana no pudo más que abrazarla, dejarla llorar y correr con ella sobre ese llanto espeso.

Las cosas cambiaron para Aura, tal como ella había marcado, seis meses antes, en el calendario junto a su cama. Se leía en el cuadrado que encierra el 8 de Abril la palabra sorpresa . Apenas legible, porque su letra más bien parecía un enredo de arañas.
Pero eso decía.

El 8 de Abril Julián se fue. Y se fue sumido de lluvia. La lluvia otra vez robando, deshilando su universo. El 9 de Abril tuvo por fin siete años y también, grietas por cada año cumplido. No salió de su cuarto, lo pasó mirando desde la ventana esa casa saturada de lluvia y muerte. Se tumbó en la cama con lo único que le quedaba: un dedo pulgar dentro de la boca y el otro atorado en los rizos.

Le quedaba algo más: la nana que suplicaba del otro lado de la puerta dejarla entrar y a quien ignoró en su firme decisión de no volver a querer a nadie. Dolía demasiado hacerlo.

Se vio en el espejo, ahora su cuello sostenía otra cabeza sobrepuesta a la suya, no, más bien en lugar de la suya: la de Julián en primer plano. De fondo, como si de una película se tratara, oía las propias carcajadas que le provocó su papá en el vientre tumbándola en la alfombra antes de meterse a bañar. Y recordó que lo apuró a entrar al baño porque ella tenía prisa, porque ella estaba ansiosa de festejar.

Y se sintió infeliz. Más infeliz que la infelicidad misma.

Cayó dormida en un sueño adolorido. Sus dedos de niña, en lo suyo. Boca y rizos.

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