miércoles, 3 de febrero de 2010

Verano del 42

Verano del Cuarenta y dos

Carole y su obesidad llegan tarde a los créditos iniciales de la película; no le preocupa.

No es cinéfila de hueso colorado, sino una alcohólica y simple asesina del tedio con sabor a jueves. Afuera llueve.
Hace tiempo que dejó la puntualidad y la pulcritud. Se acomoda, recarga la nuca y el molote que recoge su pelo grasiento en una liga desteñida. Las canas surgen hasta la mitad de la cabeza, de ahí abajo, un leve color tabaco deja asomar lo que antaño pudo ser un tinte. No suele ir al cine, ésta vez la empujó el hartazgo unido al olor a humedad y encierro que respiraba en casa.

Bermudas de resorte vencido, una camiseta en T desfajada y una enorme y cómoda
sudadera la cubren para ver morir la tarde. El título de la película no es precisamente seductor, pero una variada gama de elogios la convence. Ha sido la película más taquillera de 1978, acreedora a todos los premios cinematográficos.
Una gran cesta de palomitas y una cubeta de Coca-Cola. En el bolso, una pequeña ánfora de ron recio.

En la cómplice oscuridad podrá beber sin problema. A sus sesenta y dos años le
tienen sin cuidado las reglas.

La trama de a poco va ganando su atención. Un muchacho de dieciseis años narra su
encuentro con una mujer muy hermosa casada con un soldado. Europa. La guerra
mundial. El joven aparece con sus amigos entre pláticas plenas de adolescencia.
La trama cuenta la historia de tres amigos que se reunían a descubrir el mundo y a tragarlo a puñados. Coincidían en Los Hamptons, en casas veraniegas cerca de Nueva York.

Uno de ellos, vive el sabor del descubrimiento y la hombría con una novia –igual de
ingenua que él- de su misma edad. Ellos se juntan a beber, comparten anécdotas
exageradas como suelen ser los relatos propios de la edad, los demás festejan y
aconsejan, con esa sabiduría adolescente. Descubren condones, repasan libros de
anatomía que bastan para excitarlos. Imágenes técnicas de los órganos reproductivos,
libros de biología apenas esbozados de manera científica son suficientes para que
hallen diversión.

Hay una vecina del lugar que coincide en los veranos, es diez años mayor que uno de
ellos, Richard, y está casada con un soldado ahora en plena guerra.

Una mujer delgada, de larga melena color tabaco, los rasgos finos, la piel llena de vida. Solía pasar corriendo cada mañana frente a ese ventanal que rodeaba el comedor de la casa de Richard. Cuidaba mucho su aspecto, no soltaba la rutina diaria. Su cuerpo exhibía orgulloso el resultado.


Él le hablaba de ella a los amigos, la describía en tres palabras: un verdadero

monumento. Los amigos incrédulos, sabiéndolo exagerado, lo tomaban a broma. Se
cansó de hablar de ella para ser ignorado y sólo escuchar conversaciones de niñas que él encontraba sin chiste. Cansado, los invitó dos inventando cualquier pretexto para conocerla. No podían perderse el evento de sólo mirarla. Tardó en hallar valor y se acercó a la puerta con ellos. Antepuso un motivo cualquiera cuando ella se detuvo en la puerta. No hizo más que voltear a ver las caras de los incrédulos amigos.
Ella los hizo pasar y les invitó café. Lo raro, se decían, era que les ofrecieran café; quería decir que veía en ellos a hombres hechos y derechos, un trío de adultos, seguramente interesantes. Esa tarde ella no tenía mucho que hacer y los entretuvo una media hora entre galletas y café .
Se interesó por las actividades que preferían, los escuchó atenta.

Richard se ofreció a ayudarla con la compra, a cargarle algunas cosas, le decía que él tendría que hacerlo para su casa; encantado, le evitaría la molestia. Platicaban
brevemente cuando él volvía con las cosas. Carole volvía a hacerlo pasar, él se asumía conocedor del café, hacía un esfuerzo grande por pasar cada trago amargo de aquella mezcla espesa y prieta.
Ella lo notaba y ofrecía otra cosa. Desde luego, él no lo evitaría. Si era todo un hombre. Y lo pedía negro como el de ella y sin endulzar.

Richard contaba a los amigos que había vuelto a ofrecerle café, que había entrado
nuevamente en su casa.
-Le gustas de todas, todas, sino ¿por qué te trata así, por qué tanta atención?-

Reían, ninguno creyó en esa posibilidad, acaso fantaseaban el asunto.

Una semana corrió y él volvía a su casa con la cabeza mojada, el torso desnudo y una toalla escurriendo al hombro; la vio recargada en el portón, desconsolada. Lloraba sin disimulo, abatida. En el mismo escalón donde se hallaba había un telegrama abierto donde la Armada de Estados Unidos le informa que su marido había muerto.
Él, sin consultar, lo tomó, lo revisó y se acercó sin saber qué hacer. Ella le gritó, le exigió echar a andar, lo corrió desquiciada.

-Sólo quiero acompañarla, yá sé que no puedo hacer nada, déjeme estar cerca

-Que te vayas, no estoy para compañía, ¿no entiendes?-

El joven no se movió, ella volvió a enterrar el rostro entre las temblorosas palmas
extendidas de las manos.

Tras un rato, se acordó del muchacho que permanecía mudo y encontró empatía en su
gesto, casi una angustia propia. Lo abrazó e hizo pasar una vez más. Sobó su rostro, lo recorrió como haría un ciego, con esas ganas de reconocerlo. Le cerró los ojos con sus dedos y repasó una y otra vez esa cara de niño que moría por ser hombre. Lo sabía. Su gesto lo delataba enseguida. Rozó apenas los labios con los suyos, lo besó despacio.

La miró extasiado, la miró, no podía creerse destinatario de esos besos, de esas
caricias hembra en ese momento que lo envolvía todo de tristeza y pérdida, de vacío.

Volvió a besarlo y lo hizo acomodarse sobre sus piernas, ella sentada, él en su regazo.

El no podía hacer más que mirarla, ella no dejó de acariciar sus brazos, de meter la mano entre su cabello espeso y húmedo, su piel joven. De una niñez apenas soltada que la hacía titubear, la conmovía.

Lo fue llevando; una caricia la llevó a la siguiente, la siguiente, él se dejaba recorrer y sobar, no podían los ojos con ese momento, no le cabía esa mujer en la mirada, en su presente, si no le cabía en las ansias menos en las ilusiones de por sí desbordadas.

Cómo no eran testigos los amigos, ése momento era para que lo vieran; quién le creería lo que le estaba pasando… no podía limitarse a contarlo, no sabría cómo, no encontraría palabras…no era real lo que vivía.

La vieja ociosa sintió temblar los párpados; cayó en la cuenta de que era su propia
historia, coincidían las fechas. Ella tenía veintiseis años entonces, el mismo verano del mismo año que perdió al soldado, a su marido que era su futuro entero, símbolo exacto de toda protección, estabilidad y gozo.

Reproducían ahora un cineasta, un guionista y el mismo destino ante sus ojos ese
fragmento de historia que la volvió otra, ese momento que abatida rozaba la banqueta. El grito que hizo clavar en los oídos de aquel muchacho amable que de algún modo le inspiraba confianza.
Aquel momento en que las lágrimas fueron besos, en que la tristeza se cubría de ternura, en que el salto al vacío caía en abismo. Abismo que, de golpe, tuvo
el rostro de aquel muchacho tímido de torso empapado.

Neblinas de ambigüedad la cegaron, conduciéndola a esa piel nueva, que recorrió
descubriendo a lentitud no sin cierto temor. Lloraba, vaciando el duelo en ese cuerpo desconocido aun deshabitado. Se encargó de llenarlo, de hacerlo descubrir, de llevarlo de la mano a una primera vez saturada de ternura y silencio. Y lo bañó de tristeza una y otra vez y él no hacía más que mirarla y decirle que no hacía falta, que no era necesario.

Ella lo callaba a besos suaves, lentos. Selló sus labios con la mano y en un guiño
parecía pedirle que la dejara continuar. Él se dejó llevar, agradecido, eslabón a eslabón de la mano, de la boca, de los brazos.

No había ventaja o cinismo. Sólo una tristeza pegada a los muros que caía como barniz tierno, una desesperanza que lo impregnaba todo -incluyendo ese torso anhelante, casi crudo de tan joven- de una nostalgia que buscaba disecar. Ahora una latente carga de vida la ceñía a esa realidad de la significación rota. La realidad desfigurándolo, destruyéndolo todo. Ella, a quien la vida había guapeado tanto; que la había vuelto una ávida consumidora de alegrías.

La película narraba espléndidamente ese primer encuentro erótico del muchacho con la
exactitud del recuento tal y como ella lo había vivido. Sin costuras o adornos. Ese
director y escritor parecían haber estado ahí mismo. La actriz elegida para el papel se parecía incluso a esa mujer que había sido. La estatura, constitución de su cuerpo antaño y la melena la reflejaban. No cabía duda, era ella. Era su historia contada años después. Cada frase, cada palabra y gesto de los actores le raspaba en esa idéntica repetición dolorosa.

Junto a ella, una pareja conmovida evitaba parpadear; encantados admiraban esa belleza femenina, se dejaban tocar por esa ternura reproducida. Ella quería decirles que se trataba de sí misma. Una mueca en su boca.

No había más que echarse un vistazo. La mueca aguada, inevitable.

Ahora que no encontraba motivos para darse un baño, que no tenía más proyecto que
terminar cada botella de ron y esperar la muerte con desgano. Aguardarla como
esperanza a corto plazo. Hoy, que su vida era una metáfora plena del vacío y fracaso.

Ahora que vivía sumida en gastarse y destruirse.

Cómo comprobar que era ella, si el dejo y la soledad la tenían consumida. La nostalgia exigía, sentada ahí mismo a su lado, mientras que el recuerdo parecía estar seco. Y ahí estaba a sus ojos incrédulos.

La predeterminada derrota en la lucha por detener el tiempo y sus viscisitudes.

Esperó los créditos con ansias férreas. El director y guionista eran uno solo. Se estremeció al ver su nombre; el mismo que pertenecía al muchacho vecino aquel, ese que se hizo hombre entre su dolor encendido, el alma rota y el cuerpo esbelto.
Hoy, director multipremiado por el recuento de esa historia. Pensó contactarlo. Echó cuentas.
Ese hombre tendría ahora cincuenta y dos años. Cómo sería…

Volvió a echarse un vistazo. Una tristeza burlona se apoyó en la boca. Abatida.

Afuera, goteaba el cielo. Salió entumida, a paso lento sin darse cuenta que metía los pies en cada charco del suelo, no lo notó hasta enlodarse del todo.

-Cualquier infierno sería mejor-, se dijo en ese fuego cruzado.

Una veta melancólica enmarcó la noche mojada, esa noche de pantano acentuando el
teatro de su memoria. Había hecho un viaje exploratorio a la realidad entintada de una espesa resignación.
Entró a la licorería por la botella acostumbrada.

Dentro, goteaba la herida como en su bolso lo hacía, a medio cerrar, el ánfora de ron.

1 comentario:

  1. En estos días, muchos se preocupan u ocupan en escribir las vanalidades de la cotidianeidad, te leo... y me remontas a la escritura de otros tiempos, profunda, esa que brota de alguien brillante y altamente sensible, eres una Sor Juana de los tiempos modernos ¡FELICIDADES!

    María Greene.

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